VII.
La
fiesta de San Lorenzo mártir, era todo un acontecimiento en el pueblo y sus
alrededores, pues éste era el santo patrono de su parroquia. Se hacía una
procesión con rezos, plegarias y cantos que el padre Benigno encabezaba siempre
y sin excepción, rogando al santo que ayudara a su pueblo en la rectitud de su
espíritu y la salvación de sus almas, aunque también se discutían en estos
sucesos, asuntos más mundanos, como la prosperidad en los campos o las lluvias
en años particularmente secos. Todo el pueblo participaba de la marcha, salvo aquellos
a quienes les tocaba la preparación del festín que se hacía en honor al santo,
sin embargo, no se encendía ni un solo leño para asar la carne, hasta que San
Lorenzo volvía a su lugar dentro de la iglesia, pues la mayoría era gente muy
creyente, pero supersticiosa y desde que se habían enterado del terrible
martirio que el santo había soportado antes de morir, siendo quemado vivo,
concretamente, sobre una parrilla, temían ofenderlo de tal manera, que éste les
enviara algún tipo de calamidad, de las que suelen enviar los santos cuando se
ofenden. El padre Benigno, a pesar de la puñalada en su costado, encabezó la
procesión como siempre, cargando en alto la cruz de madera tras el santo, que
era llevado sobre los hombros en actitud de estar viendo algo importante en el
cielo. La herida del sacerdote ya había dejado de ser noticia en el pueblo, y
aunque en un principio le había parecido una pésima idea, finalmente aceptó la
sugerencia de Guillermina de difundir el rumor de que todo no había sido más
que un accidente, producido por una tonta caída y de esa manera acabar con la
creencia de que el cura era un santo que recibía los estigmas de Cristo, como
más de alguno ya andaba pregonando por ahí, para su sorpresa, la mujer lo había
hecho bastante bien, llegando incluso a tratar de “Tontas” a varias de sus
amigas y otras no tanto, por andar creyendo en “supersticiones que no son
verdad.” Llegado el momento de la comida, el padre Benigno se plantaba allí,
con las manos atrás, recto como un alerce, rechazando todo lo que le ofrecían,
pues era un conocido enemigo de los excesos y ver tantas palanganas con carne,
papas cocidas y garrafas de vino, le hacía un nudo en las tripas que le era
imposible de aflojar, como un empacho por los ojos, además de que obligaba a sus
feligreses a moderarse y controlar sus ansias ante tanta tentación culinaria.
Guillermina lo imitaba, parada también, de brazos cruzados, mirando casi con
desprecio como se atiborraban los mesones con comida, cosa que a ella le
encantaba, la multitud reunida en tormo a una buena mesa y un ambiente festivo,
pero frente al sacerdote era capaz de disimularlo o hasta negarlo
descaradamente. Todo el mundo se reunía allí, empleados y patrones; letrados y
analfabetos, todos reunidos allí para compartir una apetecible comilona y la fe
en Cristo. Allí estaba el doctor Cifuentes, parado junto a Guillermina, quien
observaba todo con recelo, como buscando puntos débiles en las personas de los
que aprovecharse después, llegado el momento. También estaba muy cerca Úrsula acompañada
de sus padres e incluso Lina y el viejo Tata habían dejado sus ovejas y sus
perros para asistir a lo que era, uno de los eventos más importantes del año en
la comunidad, Clarita los acompañaba, pero no Gracia, para ella, al parecer
todo aquello se le hacía molesto y desagradable. Una vez que ya estaba todo
listo, el cura daba su pequeño discurso, para recordarle a todo el mundo el
porqué estaban reunidos allí, que a Dios y los santos por supuesto que les
gustaban las comidas, las reuniones y los ambientes festivos, mientras se
mantuvieran con comedimiento y sobriedad, y no desembocara todo en una bacanal
de los que acabaron por condenar a Sodoma y Gomorra. Dos o tres mujeres se
santiguaron en ese momento, que Guillermina las captó de reojo. Luego el padre
Benigno procedía a bendecir la comida y el vino, dar las gracias a Dios y a San
Lorenzo por todo ello y con un vaso de vino que le alcanzaban, un vaso que el
cura era capaz de mantener intacto en su mano durante horas, hacía el primer
brindis y la fiesta comenzaba.
Lo
que sucedió aquella noche, nadie lo comprendió muy bien, salvo quizá por un
viejo médico que se encontraba en prisión en ese momento. Úrsula se sintió un
poco mal, nada grave, sólo un mareo producto tal vez del vaso de vino dulce que
había tomado, era una chica sin la costumbre de beber alcohol y que venía
saliendo de un periodo de grave estrés físico y emocional del que quizá su
cuerpo no se había recuperado del todo. El doctor Cifuentes la examinó en su
casa y luego regresó al festejo para decirle a Ismael que Úrsula, acompañada de
su madre, pasarían la noche en su casa, pues le había dado un relajante a la
muchacha para que descansara, pero que a su juicio, no había nada de qué
preocuparse. Todos sabían que el doctor Cifuentes no era un gran bebedor, y que
además, debido a su obligación como médico, no podía darse la licencia de no
estar en condiciones de atender a cualquiera que lo requiriera. Por lo tanto
aquella noche se fue a la cama en perfecto estado, habiéndose bebido no más que
un par de vasos de vino junto con la comida. Sin embargo, una vez en la cama,
lo invadió un aturdimiento que luego calificaría de anormal, aunque lo podía
explicar con las escasas horas de sueño que últimamente se había dado. Se
durmió profundamente, pero luego fue despertado, en completa oscuridad, apenas
interrumpida por la claridad de la luna a través de las cortinas, y sin sus
gafas puestas, por unas manos suaves que le acariciaban el pecho y unos labios
húmedos y tibios que hurgueteaban en su cuello, sumado a un cabello sedoso que
olía a aceite de romero y flores; un cuerpo femenino tan suave como firme y
caliente, al que llamó Úrsula varias veces y que le hizo el amor en la
oscuridad sin decir palabra y de la forma más pecaminosa que el doctor se podía
imaginar, para la concepción del sexo que le había sido inculcada tanto por su
familia y sus valores, como en su formación profesional, pero
indescriptiblemente placentera hasta extasiarlo y extenuarlo, de tal manera,
que volvió a dormirse profundamente sin siquiera intentar evitarlo. Aún era de
noche cuando volvió a despertar, esta vez sin que nada ni nadie hubiese
interrumpido su sueño, el cuarto aún olía a flores y romero, encendió la vela,
estaba completamente solo, sudado y con el pecho desnudo, pero también,
terriblemente desconcertado. Tenía la garganta seca como un corcho y debió
levantarse por agua a la cocina, ya no estaba seguro si toda la casa olía a
flores y romero o sólo él. Se atrevió a espiar en el cuarto de Úrsula, ella y
su madre dormían, no sabía qué pensar, aquello no podía haber sido un sueño,
pero de ser real, había sido la experiencia más confusa que le había tocado
vivir. A la mañana siguiente, cuando despertó, Úrsula se veía completamente
repuesta de su leve malestar anterior, ella junto a su madre le habían
preparado el desayuno, tenían la intención de pasar aquel día juntas y volver
al trabajo al día siguiente y el doctor no se negó. Todo estaba como si nada,
la chica se veía igual que siempre, o tal vez disimulaba muy bien delante de su
madre. Realmente no sabía qué pensar. Era difícil de creer, pero tal vez había
sido un extraño sueño después de todo.
León Faras.,
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