viernes, 4 de diciembre de 2020

El Circo de Rarezas de Cornelio Morris.

 

L.

 

Tanto Jacobo Estola como su compañero Fermín Núñez, tuvieron que darse un par de minutos sentados en su automóvil para asimilar lo que acababan de ver. La chica alada de la que había hablado Jiménez era real. La sirena había sido increíble, pero es que Eloísa había roto con todo lo que hasta ese momento creían posible. Y sí, habían perdido la apuesta y debían pagarla, como hombres de palabra que ambos se consideraban, pero es que eso ni siquiera importaba ahora, luego de haber visto a Eloísa, ya nada era igual. Regresaron antes del mediodía, y llegaron a sus casas, apena entrada la noche. Jacobo era un hombre con cuarenta años de matrimonio a cuestas y con dos hijos que les visitaban con regularidad. Núñez era un tipo que vivía solo, alimentándose de comida rápida y porquerías casi todos los días, lo que le estaba haciendo crecer un abdomen poco compatible para su menudo tamaño. Aquella misma noche, Núñez contactó a los hermanos Corona para que se reunieran con ellos al día siguiente.

 

“¡Qué! ¿Un enano? ¿Cómo que un enano?” Vicente no lo podía creer, si le había dado una descripción en la que la altura del sujeto quedaba bastante clara. Damián en cambio, no estaba tan convencido. “Tratándose de ese circo, no me extrañaría que ahora Perdiguero fuese un enano… o un gnomo, ¡o yo qué sé!” Comentó. Estola les tranquilizó, “Esto solo ha sido una primera llegada, un tanteo del terreno. Mi trabajo es buscar la verdad, no hacer lo que las personas desean que haga, para eso hay otro tipo de personas. Entonces, para descubrir la verdad, deben aceptarse todos los testimonios, porque todos son solo puntos de vista, y la verdad se construye con muchos de ellos, no solo con uno” En ese momento entraba Núñez, siempre con papeles en las manos, “Pero, ¿registró el circo?” Insistió Vicente, Estola le aseguró que había mirado en cada rincón, Vicente continuó, “Entonces, seguramente vio al tipo ese que tienen encerrado en una jaula, que parece ciego, que no habla y que se alimenta de ratones” Jacobo lo recordaba, era aquel pobre rescatado de un sanatorio donde iba a ser sacrificado. Los hermanos Corona le miraron como si de pronto el inspector oliera mal, “¿Sacrificado? ¡Nada de eso! ¡Ese es Diego Perdiguero!” Estola miró a Núñez y luego de vuelta a los Corona, “Pero ustedes dijeron que Perdiguero trabajaba antes para ustedes, ¡Es imposible que…!” Estola iba a decir algo, pero Damián lo interrumpió, “Pues Diego Perdiguero, era un tipo completamente normal, inspector, como usted o como yo, antes de tener la desgracia de caer en manos de ese circo” Aquello era completamente diferente, y era algo que debieron decírselo antes, Damián hizo una mueca de risa contenida, “Tenía que primero verlo para que nos creyera, escuche, a Perdiguero lo envenenaron, le dieron algún tipo de brebaje, una droga o algo que lo dejó como idiota, o como un animal salvaje, para encerrarlo y exhibirlo en su espectáculo” Estola miró a su compañero, “¿Qué opina usted, Núñez?” Fermín tenía su propia teoría, “Yo creo que ese tipo estaba actuando como los demás… ” Damián lo negó enfático, “Eso no puede ser. Yo lo vi comiendo ratas vivas. Nadie que esté actuando come ratas vivas” Fermín no parecía impresionado, “No sé si coma ratas vivas o no, o cómo lo hace, pero les diré una cosa: su jaula no olía a mierda. Cualquiera que se haya acercado a la jaula de un animal encerrado durante varios días, sabe de lo que hablo, además, el tipo llevaba puesto zapatos y pantalones, ¿un hombre de las cavernas con zapatos y pantalones? claramente este hombre entra y sale de su jaula cuando le da la gana” Vicente no podía comprender que alguien tuviera tal teoría, “¿Me está diciendo que Perdiguero está en ese circo por voluntad propia?” Fermín se puso firme, “Le estoy diciendo que aquí hay más que solo un hombre drogado y encerrado en una jaula, pero con lo que sabemos hasta ahora, no podemos asegurar nada…” entonces se formó una pequeña discusión entre Fermín Núñez y los hermanos Corona, que alegaban que no había nada que investigar, que se trataba de un secuestro y que solo debían ir y sacar a Perdiguero de ahí lo antes posible, mientras el otro respondía que ellos eran inspectores, y no mafiosos que entraban a cualquier lugar a punta de pistola para conseguir lo que querían, una discusión en la que Estola no participó en lo más mínimo, ensimismado, de pronto dijo, “Eso es cierto…” y cuando todos se callaron para oírle hablar, agregó, “La jaula, no olía a mierda… ¿por qué?”

 

Sofía ya se había apoderado del camión de Eugenio, colgando su conejo de trapo como si fuera un estandarte, atado del cogote al espejo frontal, como un ahorcado que gira resignado, mirando a uno y a otro con expresión lastimosa, aunque habría que decir que esa era la misma cara que siempre había tenido. También conducía a veces el camión de Eusebio, pero cuando este se lo pedía, era generalmente solo porque se sentía demasiado cansado y prefería dormir. Sofía no sabía de dónde había salido ese conejo, solo sabía que siempre lo había tenido, más de alguna vez se lo había preguntado e imaginaba que podía ser lo único que su madre le había dado antes de ser convertida en sirena, pero lo cierto era que Beatriz lo había hecho con sus propias manos cuando ella no tenía más que un año. Se instalaron en las afueras de un pueblo como cualquier otro e inmediatamente, el campamento que acababan de empacar y subir a los camiones, volvía a ser bajado e instalado para que los habitantes del circo pudieran cenar y dormir. Cuando el sol ya se ponía y dejaba de ser una amenaza para los ojos de Diego Perdiguero, este se volvía dócil y sumiso, entonces, uno o dos trabajadores lo cogían por el cuello con una correa, como si de un perro se tratara, y lo sacaban de la jaula, donde Perdiguero, tullido por el encierro en ese lugar estrecho, salía caminando poco menos que como un simio. Su vista mejoraba por la noche, aunque en realidad, solo descansaba de la ausencia de luz, su mente, en cambio, siempre estaba en aparente inactividad, su voz interna se había silenciado y se le hacía muy difícil pensar. Como si de un ritual se tratara, de inmediato Perdiguero comenzaba a tener violentas arcadas que lo obligaban a vomitar, aunque solo expulsaba egagrópilas, bolas de pelo y hueso de ratón que no podía digerir. Cuando terminaba podía cenar comida normal, hacer sus necesidades y luego dormía a la intemperie, con una correa al cuello y una capucha en la cabeza que ni siquiera intentaba quitarse, pues era, más que todo, para evitar que el amanecer le dañara los ojos.


León Faras.

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