L.
Tanto
Jacobo Estola como su compañero Fermín Núñez, tuvieron que darse un par de
minutos sentados en su automóvil para asimilar lo que acababan de ver. La chica
alada de la que había hablado Jiménez era real. La sirena había sido increíble,
pero es que Eloísa había roto con todo lo que hasta ese momento creían posible.
Y sí, habían perdido la apuesta y debían pagarla, como hombres de palabra que
ambos se consideraban, pero es que eso ni siquiera importaba ahora, luego de haber
visto a Eloísa, ya nada era igual. Regresaron antes del mediodía, y llegaron a
sus casas, apena entrada la noche. Jacobo era un hombre con cuarenta años de
matrimonio a cuestas y con dos hijos que les visitaban con regularidad. Núñez era
un tipo que vivía solo, alimentándose de comida rápida y porquerías casi todos
los días, lo que le estaba haciendo crecer un abdomen poco compatible para su
menudo tamaño. Aquella misma noche, Núñez contactó a los hermanos Corona para
que se reunieran con ellos al día siguiente.
“¡Qué!
¿Un enano? ¿Cómo que un enano?” Vicente no lo podía creer, si le había dado una
descripción en la que la altura del sujeto quedaba bastante clara. Damián en
cambio, no estaba tan convencido. “Tratándose de ese circo, no me extrañaría
que ahora Perdiguero fuese un enano… o un gnomo, ¡o yo qué sé!” Comentó. Estola
les tranquilizó, “Esto solo ha sido una primera llegada, un tanteo del terreno.
Mi trabajo es buscar la verdad, no hacer lo que las personas desean que haga,
para eso hay otro tipo de personas. Entonces, para descubrir la verdad, deben
aceptarse todos los testimonios, porque todos son solo puntos de vista, y la
verdad se construye con muchos de ellos, no solo con uno” En ese momento
entraba Núñez, siempre con papeles en las manos, “Pero, ¿registró el circo?”
Insistió Vicente, Estola le aseguró que había mirado en cada rincón, Vicente
continuó, “Entonces, seguramente vio al tipo ese que tienen encerrado en una
jaula, que parece ciego, que no habla y que se alimenta de ratones” Jacobo lo
recordaba, era aquel pobre rescatado de un sanatorio donde iba a ser sacrificado.
Los hermanos Corona le miraron como si de pronto el inspector oliera mal,
“¿Sacrificado? ¡Nada de eso! ¡Ese es Diego Perdiguero!” Estola miró a Núñez y
luego de vuelta a los Corona, “Pero ustedes dijeron que Perdiguero trabajaba
antes para ustedes, ¡Es imposible que…!” Estola iba a decir algo, pero Damián
lo interrumpió, “Pues Diego Perdiguero, era un tipo completamente normal, inspector,
como usted o como yo, antes de tener la desgracia de caer en manos de ese
circo” Aquello era completamente diferente, y era algo que debieron decírselo
antes, Damián hizo una mueca de risa contenida, “Tenía que primero verlo para
que nos creyera, escuche, a Perdiguero lo envenenaron, le dieron algún tipo de
brebaje, una droga o algo que lo dejó como idiota, o como un animal salvaje,
para encerrarlo y exhibirlo en su espectáculo” Estola miró a su compañero,
“¿Qué opina usted, Núñez?” Fermín tenía su propia teoría, “Yo creo que ese tipo
estaba actuando como los demás… ” Damián lo negó enfático, “Eso no puede ser.
Yo lo vi comiendo ratas vivas. Nadie que esté actuando come ratas vivas” Fermín
no parecía impresionado, “No sé si coma ratas vivas o no, o cómo lo hace, pero
les diré una cosa: su jaula no olía a mierda. Cualquiera que se haya acercado a
la jaula de un animal encerrado durante varios días, sabe de lo que hablo, además,
el tipo llevaba puesto zapatos y pantalones, ¿un hombre de las cavernas con
zapatos y pantalones? claramente este hombre entra y sale de su jaula cuando le
da la gana” Vicente no podía comprender que alguien tuviera tal teoría, “¿Me
está diciendo que Perdiguero está en ese circo por voluntad propia?” Fermín se
puso firme, “Le estoy diciendo que aquí hay más que solo un hombre drogado y
encerrado en una jaula, pero con lo que sabemos hasta ahora, no podemos
asegurar nada…” entonces se formó una pequeña discusión entre Fermín Núñez y
los hermanos Corona, que alegaban que no había nada que investigar, que se
trataba de un secuestro y que solo debían ir y sacar a Perdiguero de ahí lo
antes posible, mientras el otro respondía que ellos eran inspectores, y no
mafiosos que entraban a cualquier lugar a punta de pistola para conseguir lo
que querían, una discusión en la que Estola no participó en lo más mínimo,
ensimismado, de pronto dijo, “Eso es cierto…” y cuando todos se callaron para
oírle hablar, agregó, “La jaula, no olía a mierda… ¿por qué?”
Sofía
ya se había apoderado del camión de Eugenio, colgando su conejo de trapo como
si fuera un estandarte, atado del cogote al espejo frontal, como un ahorcado
que gira resignado, mirando a uno y a otro con expresión lastimosa, aunque
habría que decir que esa era la misma cara que siempre había tenido. También
conducía a veces el camión de Eusebio, pero cuando este se lo pedía, era
generalmente solo porque se sentía demasiado cansado y prefería dormir. Sofía
no sabía de dónde había salido ese conejo, solo sabía que siempre lo había
tenido, más de alguna vez se lo había preguntado e imaginaba que podía ser lo
único que su madre le había dado antes de ser convertida en sirena, pero lo
cierto era que Beatriz lo había hecho con sus propias manos cuando ella no
tenía más que un año. Se instalaron en las afueras de un pueblo como cualquier
otro e inmediatamente, el campamento que acababan de empacar y subir a los
camiones, volvía a ser bajado e instalado para que los habitantes del circo
pudieran cenar y dormir. Cuando el sol ya se ponía y dejaba de ser una amenaza
para los ojos de Diego Perdiguero, este se volvía dócil y sumiso, entonces, uno
o dos trabajadores lo cogían por el cuello con una correa, como si de un perro
se tratara, y lo sacaban de la jaula, donde Perdiguero, tullido por el encierro
en ese lugar estrecho, salía caminando poco menos que como un simio. Su vista
mejoraba por la noche, aunque en realidad, solo descansaba de la ausencia de
luz, su mente, en cambio, siempre estaba en aparente inactividad, su voz
interna se había silenciado y se le hacía muy difícil pensar. Como si de un
ritual se tratara, de inmediato Perdiguero comenzaba a tener violentas arcadas
que lo obligaban a vomitar, aunque solo expulsaba egagrópilas, bolas de pelo y
hueso de ratón que no podía digerir. Cuando terminaba podía cenar comida
normal, hacer sus necesidades y luego dormía a la intemperie, con una correa al
cuello y una capucha en la cabeza que ni siquiera intentaba quitarse, pues era,
más que todo, para evitar que el amanecer le dañara los ojos.
León Faras.
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