jueves, 17 de diciembre de 2020

El Circo de Rarezas de Cornelio Morris.


LIV.

 

Averiguaron que la mujer se llamaba Sara, que ya no soportaba vivir un día más en ese pueblo bajo las imposiciones de Federico Fuentes y su asfixiante y rígido comité de religiosos radicales, de los cuales uno era su madre, capaces de arrancarse un ojo si con eso creyeran complacer a Dios, y del que llevaba mucho tiempo pensando huir sin saber cómo ni a dónde, hasta que llegó el circo y vio la bondad en los ojos de Ángel Pardo y supo que aquel era un hombre en el que se podía confiar, entonces tomó la decisión más arriesgada de su vida, huir de su casa e irse con el circo durante la noche. Cogió lo que pudo y se escabulló aprovechando la consternación general por la visión del ángel, mas cuando logró salir del pueblo, el circo ya se había ido. Hasta ese momento, aún podía regresar y nadie lo notaría, pero se aferró a la decisión tomada y sobre todo a la esperanza. Más que nunca, debía confiar. El amanecer la sorprendió en un camino desierto, con sembradíos enormes a ambos lados, la gente poco a poco aparecía a hacer sus labores diarias. Aunque preguntó muchas veces, nadie había visto pasar los camiones del circo, aquello tenía sentido, en casi todas partes, la gente llevaba un ciclo de sueño anclado al de las gallinas, ella misma durante la noche no se había encontrado con ningún alma en el camino, aunque había dormido someramente solo por un par de horas. A esa hora de la mañana ya se habrían dado cuenta en su casa de su deserción, una de las faltas más graves dentro de la comunidad, una que podía incluir el repudio por parte de su propia familia. Una falta que solo se purgaba con eternas y humillantes penitencias. Aquello era como conocer el camino de Dios y rechazarlo, cambiarlo por la vida fácil de los desvergonzados que no le temen al Todopoderoso. No, no tenía vuelta atrás. Se emocionaba cada vez que encontraba a alguien que le decía maravillado haber visitado el circo en tal pueblo y se desmoralizaba cuando llegaba a dicho pueblo y no encontraba nada. Tuvo un golpe de suerte cuando un muchacho le contó que la policía había visitado al circo y les había ordenado que no se alejaran demasiado, por lo que el circo estaba cerca ¡Y lo encontró! Una noche, cuando se sentó a descansar luego de haber estado caminando todo el día, lo vio a la distancia, en la oscuridad se encendieron fogatas y se iluminaron las tiendas y los camiones. Estaba lejos y demasiada oscura la noche como para acercarse, por lo que se durmió ilusionada. Al amanecer, cuando ella despertó, el circo ya se había ido, con la desfachatez de una bofetada de revés en la cara, como si solo hubiese soñado con verlo. Estaba hambrienta y había pensado que encontraría el circo antes de verse en la obligación de tener que pedir algo de comer, pero nunca llegaba a tiempo, y comenzaba a sentir que se había equivocado, que Dios en persona desaprobaba su decisión y la hundía a punta de frustraciones. Entonces sucedió el milagro, tal como el sol que sale tras la tormenta, un carretero le señaló el lugar exacto donde se encontraba el circo en ese mismo día, otro señor que transportaba forraje en un carro pequeño tirado por un burro, se apiado de su triste apariencia derrotada y la llevó sentada sobre el forraje por algunos kilómetros, hasta el sendero que la llevaría al pueblo que le habían señalado. Aquel era un día especialmente caluroso, tanto, como para hacerle olvidar el hambre a un hambriento. No tuvo fuerzas ni para alegrarse cuando por fin lo vio al alcance de la mano, se adentró en él y se rindió con el orgullo de la misión cumplida, “…así fue como llegué hasta aquí” Señaló, mucho más recuperada, luego del sándwich de cuero de cerdo frito que le consiguió Román, junto con un vaso pequeño de aguardiente para regular la circulación y templar el ánimo, según se decía, y una buena cantidad de agua, porque la deshidratación, más que el hambre, la había derrotado al final, sin embargo, en ese momento algo llamó su atención en la entrada de la tienda, exclamó un “¡Oh, Dios mío, está aquí!” Y se desvaneció como si le hubiesen pulsado un botón de apagado, Horacio hizo el amague de intentar evitarlo, pero por supuesto, no lo consiguió. En la entrada estaba Eloísa, con los ojos como plato luego de provocarle un desmayo a una completa desconocida, “¿Y esta señora quién es?” Preguntó asustada, como quien ha provocado un accidente, “¡Genial! ¡Acabábamos de despertarla!” Exclamó Sofía con sorna. Mientras esta le contaba la historia a la recién llegada, Pardo se acercó al oído de Horacio, “¿Y ahora qué vamos a hacer con ella?” Preguntó preocupado. El enano se bebía su dosis de aguardiente correspondiente, “Si no quiere volverse a su casa, tendrán que hablar con el jefe, tal vez la convierta en una giganta” Sugirió con picardía, pero la mirada fulminante de Pardo, muy poco común en él, le borró la sonrisa maliciosa, “Está bien, no tienes que poner esa cara, pero es lo que hará, ¿no? Si la deja quedarse, la convertirá en atracción” Horacio estaba de acuerdo en que lo único que podían hacer era hablar con Cornelio y ver lo que él les decía, y estaba dispuesto a hacerlo, pero Pardo lo detuvo con una de sus manotas, “Yo lo haré…” dijo.

 

Ángel Pardo nunca había entrado a la oficina de Cornelio, nunca lo había necesitado, pero ahora que debía se dio cuenta de que no cabría dentro ni parado ni sentado. Cornelio lo atendió de pie en la puerta con forzada paciencia, “¿Qué quieres, Pardo?” Pardo, con extrema humildad, parecía tener dificultades para encontrar las palabras, más bien parecía haberse olvidado de ellas, Cornelio mostró impaciencia y el gigante se animó, “Señor, yo nunca le he pedido nada, nunca he tenido problemas con nadie y siempre hago mi trabajo lo mejor que puedo…” Era verdad, si había alguien en el mundo del que Cornelio no tenía nada de qué quejarse, ese era Pardo, pero su discurso era un auténtico fastidio, “Al grano, Pardo, ¿dime qué diablos quieres? Estoy ocupado” Pardo tragó saliva, sumamente espesa, por cierto, no era la persona más adecuada para hacer eso, pero ahí estaba, “Señor, quiero pedirle algo…” Le explicó que la mujer les había advertido del ataque de Federico Flores, que no podía regresar a su pueblo y por las penurias que había pasado para llegar hasta aquí, “¡Está aquí?” Lo interrumpió Cornelio, “Sí, señor…” Respondió Pardo, y agregó, “…y quería preguntarle si quizá, usted, podría dejarla quedarse, como trabajadora” “No puedo hacer eso” Replicó Cornelio, terminante, Pardo se atrevió a insistir, “Pero, Señor, seguramente sabe cocinar, puede remendar la ropa de todos o asear, será útil, creo que…” Cornelio lo hizo callar aleteando las manos, “No puedo hacer eso, porque todos los trabajadores aquí están muertos, Pardo” el gigante se quedó congelado con cara de idiota, como si las palabras oídas se les hubiesen quedado atascadas en alguna parte sin llegar a su cerebro, Cornelio continuó, “Todos ellos firmaron su contrato en el último segundo de sus vidas y eligieron entre la muerte inminente o seguir vivos sirviendo en el circo. Me extraña que no lo supieras después de todos los años que llevas aquí” Pardo no lo sabía, tenía la cara de quien está completamente perdido en la vida en ese momento. Cornelio tomó una bocanada de aire antes de hablar, “Puede quedarse como atracción” dijo sonando compasivo, al gigante esa idea le aterraba, podía resultar una maravilla como Eloísa o un desastre como lo de Perdiguero, “¿Y qué clase de atracción sería?” Preguntó con más miedo que duda, como si la respuesta le fuera a causar daño, Cornelio fue tajante nuevamente, “Eso no te lo puedo decir” Pardo no tenía nada más que decir, pero no se movía de donde estaba, Cornelio lo despidió con dura cortesía, “Sea como sea, si no firma un contrato no puede quedarse. Tienes hasta mañana en la noche para decidirlo” La puerta de la oficina se cerró y Pardo seguía ahí, perdido, como un niño que se ha soltado de la mano de su madre en una populosa feria.


León Faras.

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