lunes, 14 de diciembre de 2020

El Circo de Rarezas de Cornelio Morris.

 

LIII.

 

La verdad era que Sofía no sabía que Beatriz hubiese tenido un hijo, ahora que sabía que ella no lo era, pero no le sorprendió. Aun en los espacios más pequeños, la gente guardaba secretos. La muchacha no podía evitar preguntarse cómo había sido, si un amor malogrado o un romance fugaz. Había más posibilidades, pero esas eran sus favoritas definitivamente. Con respecto a la muerte del bebé, las posibilidades eran infinitas, en los tiempos que corrían, la mortandad infantil era tan alta, como si el espíritu de Herodes el Grande y sus huestes todavía recorrieran las calles del mundo asesinando inocentes. Lo que no podía entender, era por qué no había vuelto a tener más hijos, con todo el tiempo que llevaba en el circo junto a Cornelio.

 

“Por favor, dime que no hablas en serio” Damián sujetaba los hombros de su hermano con fuerza, como si este pretendiera salir volando, “¿Viste a Diego metido en esa jaula, o no lo viste?” Vicente tenía complejo de héroe y un sentido de lealtad desarrollado, tristemente, ambos solían rayar en la estupidez, o la locura, ambas muy parecidas a veces. Damián no tenía más remedio que admitir, él sí había visto a Perdiguero encerrado en esa jaula, eso esperaba su hermano, pero Damián ya no se sentía seguro de nada, “No lo sé…” respondió con gesto de infinito cansancio. Era debilidad pura. Su hermano reaccionó como si aquello hubiese sido una traición, “¿Qué no lo sabes? ¡Qué clase de mierda es esa? ¡Antes estabas muy seguro!” Damián se sintió tentado a decir que antes no sabía que las personas podían volar o que los camiones desaparecían como por arte de magia, pero solo se dejó caer en el sofá de su estudio con expresión derrotada y repetir que no lo sabía, “…el tipo que vi se parecía, pero solo un poco, además, ni siquiera me reconoció cuando me acerqué, ni reaccionaba a los gritos de la gente ¡Era otra persona! ¡No era más que un monigote parecido a Diego Perdiguero!” Vicente se restregó la cara con frustración y rabia. Lo que lo enfurecía, no era que dudara, sino que lo hiciera ahora, “¡Pero si estuvimos a punto de raptarlo con jaula y todo! ¿Por qué no dijiste en ese momento que no estabas seguro!” Damián parecía un delincuente sometido a un rudo interrogatorio, buscando excusas para justificarse, “¡Es que eso me pareció! Pero ahora, mientras más lo pienso, más me parece una locura que sea él” Vicente no lo podía creer, su hermano solo decía eso para evadir la responsabilidad que a ambos le cabía en el cautiverio de Perdiguero, “Hay que estar seguros…” Dijo, testarudo. Su plan era una fotografía, una fotografía lo mostraría tal como era, como sucedió con la sirena y sería una buena prueba, pero Damián reaccionó como si le estuvieran proponiendo cortarse el brazo derecho, “¡No puedes hacer eso! ¡Nos arruinaremos buscando el circo por todas partes! Y aunque lo encontremos, no puedes fotografiarlo” “Buscaremos la forma de que no nos descubran, siempre lo hacemos” Argumentó Vicente, Damián negó tajante, “No entiendes, no puedes fotografiarlo porque necesitas luz, y él odia la luz. No te lo permitirá” Vicente lo pensó, eso era cierto, no podían fotografiarlo si no lo ponían en un plano iluminado y Perdiguero no hacía más que refugiarse en las sombras, aun así, a Vicente le dolía en los huesos claudicar, “¡Debe haber algo que podamos hacer!” Concluyó.

 

Por la mañana, el circo se puso en funcionamiento como de costumbre. Aquel fue un día particularmente caluroso, en un pueblo particularmente seco. El abundante polvo no se movía porque hasta la brisa parecía estar adormecida con el calor, Von Hagen era sin duda el que más lo sufría debido a su intenso pelaje, su jaula no era el lugar más fresco y su actuación había sido la más mortecina de toda su carrera como atracción de circo, debido al bochorno que parecía espesarle la sangre y robarle el oxígeno. Sin embargo, nada de aquello era impedimento para que la gente asistiera en multitud ruidosa, pegajosa y hedionda a sudor, a ver las maravillas de un espectáculo que era toda una experiencia. Muchos engalanados con sus mejores atuendos, y al mismo tiempo, los menos adecuados para soportar las condiciones climáticas. Cornelio Morris, en chalequillo y manga de camisa, no parecía verse afectado ni en su estampa ni su vozarrón a la hora de presentar sus atracciones. Ángel Pardo, inmune al ridículo, se paseaba en camiseta sin mangas, luciendo sus desmesurados y delgados brazos, que causaban más asombro en las personas con las que se cruzaba. También había tomado la precaución de ponerse un pañuelo húmedo sobre la cabeza, sobre todo, porque su altura lo posicionaba siempre más cerca del sol que los demás. La multitud de mocosos semidesnudos que le revoloteaban encima, tampoco parecía verse afectada por el desconsiderado calor. Una vez terminada todas las presentaciones, y concluido el acto de Eloísa, y luego de dos casos de principio de insolación por parte de los visitantes, Cornelio, con forzada resignación, dio por terminado el espectáculo, porque a esas alturas, no había nadie que no estuviera con desesperación buscando un trozo de sombra donde guarecerse. Román sudaba como un herrero cuando fue liberado de Mustafá, incluso se mareó cuando quiso andar. En poco tiempo, los habitantes del circo desaparecieron de cualquier sitio iluminado por el sol y se refugiaron en las sombras. En ese momento, una silueta se adentró en el campamento desierto como un forastero que se adentra en un pueblo del Oeste. Se tambaleaba como si no le quedara más que un último aliento en el cuerpo, como si el sol le estuviera evaporando el espíritu, una vez allí, la silueta cayó sobre sus rodillas y se precipitó hacia delante sin fuerzas. Sofía fue la primera en verla desde la puerta de su tienda, a pesar de que no era la más cercana. Cuando ya se acercaba casi corriendo, Von Hagen también salía de su tienda, mucho más cerca. Era una mujer de unos cuarenta años, su rostro le sonaba de alguna parte a Horacio, pero su mente no tuvo tiempo de rememorar, pues la mujer parecía muerta, y eso no era nada bueno. Cuando lograron revivirla con suaves palmadas en la cara, la mujer solo tuvo energía para soltar una palabra, “Hambre…” En ese momento llegaba Ángel Pardo con su trote de ave zancuda. Miró a la mujer con espanto, como se le mira a un mal presagio, pero no soltó palabra, no bajo ese sol, Von Hagen sí tuvo que hacerlo, no si un evidente esfuerzo, “¡Hay que llevarla a la sombra!”

 

Era como si se pusieran de acuerdo, Román Ibáñez llegaba a ver qué ocurría, cuando metían a la mujer a la tienda de Horacio, vestido con camiseta blanca y pantalones marrón con suspensores negros, exactamente igual que Pardo, como una ridícula versión diminuta de este. De no estar la mujer moribunda ahí, a más de alguno le hubiese causado gracia la imagen. Mientras Sofía mojaba un trapo para ponérselo en la frente a la desmayada, Horacio le ordenó a Román que consiguiera algo de comer, el enano tardó medio minuto en procesar la orden, “¿Qué…? ¿Y yo qué tengo que ver en esto?” “¡Por favor!” Imploró Sofía, “Tú siempre consigues cosas, nadie sabe cómo” El enano soltó un resoplido de disgusto, pero se puso en marcha, sin ninguna prisa, eso sí. Ángel Pardo seguía contemplando a la mujer con la misma cara de preocupación, tanto que logró generarle curiosidad a Sofía, “¿La conoces?” El gigante asintió con pesar, como si se tratara de algo muy malo. Aquella mujer era la que les había advertido que la turba de fanáticos, dirigida por Federico Fuentes, llegaba dispuesta a quemar el circo. De alguna manera, y pese a la distancia que habían recorrido, los había encontrado, eso sin duda era una toda una hazaña.


León Faras.

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