domingo, 27 de diciembre de 2020

El Circo de Rarezas de Cornelio Morris.

 

LVI.

 

Narciso Flores era un médico al que le iba bastante bien en la vida, aunque ya no era joven era un hombre atractivo, que mantenía un cuerpo atlético, una sonrisa seductora y un cabello rizado con la medida justa de canas. Asistía con sobrada regularidad al club social Del Rey, del que era miembro fundador y en el que no había ningún rey, por supuesto. Un club altamente exclusivo para caballeros con cierto nivel económico y cierta relevancia social superior a la media. Disfrutaba de un coñac y de un cigarro de hoja en uno de sus apartados privados, mientras esperaba a un buen amigo suyo con el que estaba planeando algunos negocios, pero el que llegó, era alguien a quien no se esperaba de ninguna manera. Había conocido a Cornelio Morris, o Julio Monte en esos años, hace bastante tiempo, y había entablado con él una amistad de aquellas basadas en adulaciones y castillos en el aire, pues Narciso se había dado cuenta en seguida de qué clase de persona era Monte. Tres palancas son las que mueven al hombre: el amor, el miedo y el dinero, pero siempre hay una que es la más dominante en cada uno, en el caso de Julio la más fuerte era la última. Hablaron sobre una mina, una en la que según los más expertos y experimentados hombres de mina, el oro estaba incrustado a puñados en las venas de la tierra y apenas a un par de metros de la superficie, ya que sus desafortunados dueños anteriores, habían quebrado estrepitosamente justo antes de alcanzar la veta, madre de todas las vetas y el oro aún permanecía allí, casi de rascarlo con la uña. Para Cornelio aquella era la oportunidad de su vida para coger todos sus ahorros, y multiplicarlos por mil, Narciso solo le hablaba de lo fácil que era enriquecerse con este negocio cuando se tenían datos así y Julio se lo creía todo. La verdad era que tal mina no existía ni mucho menos el oro, no era más que un terreno baldío adquirido a muy bajo costo por el club social y en el que un muy astuto miembro había convencido a unos incautos de invertir en la extracción de oro en ese lugar, con lo que se hicieron las primeras excavaciones, el engaño le resultó tan bien y tan lucrativo, que varios otros miembros habían usado la misma estratagema para estafar a quien lograran convencer y de esa manera, el agujero cada vez se ponía un poco más grande hasta que se derrumbaba y llegaba otro con sus jornales a volver a sacar la tierra con la ilusión de que el oro pronto saldría a borbotones. Para muchos de los miembros del club, aquello no era una estafa, sino un uso legítimo de la inteligencia, la astucia y las oportunidades para obtener beneficios de un terreno prácticamente muerto y motivo de orgullo y prestigio entre sus pares.

 

Cornelio Morris se presentó en el club social Del Rey vestido con soberbia elegancia, cubierto de anillos en los dedos y cadenas en el cuello, rezumando opulencia de tal manera, que nadie se halló capacitado para recordarle que él no era miembro. Narciso lo miró como a una aparición, aunque tardó algunos segundos en reconocerlo bajo toda ese alarde de lujo, “Julio, ¿Cómo estás hombre? te ves bien…” El médico hizo un gesto y al poco rato apareció un vasito de coñac frente a Cornelio, un coñac que se convertiría en el favorito de Cornelio Morris. “Le estaba buscando, amigo Narciso…” Le dijo, estrechándole la mano con fuerza, y luego agregó mientras se sentaba, “…para agradecerle” Narciso no parecía muy confiado, aunque se esforzaba. Con seguridad, el hombre que tenía en frente hace rato ya sabía que había sido estafado “¿Ah, sí? ¿Por qué?” preguntó, dándole una profunda chupada a su cigarro, Cornelio se metió la mano dentro de su abrigo y extrajo una bolsa de tela, de la que salieron tres o cuatro pepitas de oro muy puro, una de ellas, la más grande, la cogió entre sus dedos; era del tamaño de una almendra. Narciso la cogió con respeto y cuidado, y luego de examinarla muy de cerca, llamó al mesonero del club, un hombre llamado Estefan, silencioso, de gruesos antebrazos y cabello largo, con el anticuado aspecto de un pirata del siglo XVII. Estefan cogió la pepita y también la examinó concienzudamente, cuando el color le pareció el correcto, se la puso entre las muelas y le dio una suave mordida y acto seguido, apoyó una rodilla en el suelo y dejó caer el oro sobre el piso de mármol, dos veces. La limpieza del sonido era la prueba definitiva. Devolvió el metal con un gesto de que aquello era oro de verdad. “Julio, hombre ¿De dónde sacaste esto?” Le preguntó el médico, sin poder ocultar la admiración en los ojos y la voz, Cornelio sonrió, “¿Pues de dónde va a ser…?” respondió con fingida emoción, “…de la mina que usted y yo comenzamos a trabajar…” Aquello era imposible, pensó Narciso, esa mina era tan falsa como su sonrisa cuando le vio llegar, nunca había arrojado ni medio gramo de nada valioso, aunque el oro de Julio Monte era real y también su ostentoso atuendo cargado de finas joyas, pero aun así, algo no estaba del todo bien. Cornelio Morris añadió, siguiendo con su narración “…el problema, estimado Narciso, era que estábamos cavando en la dirección incorrecta, ¡Cuando el oro siempre sigue la línea de las aguas!” Dijo, maravillado, como si aquella fuera una de esas fantásticas verdades ocultas a plena vista. Continuó, “…un par de dinamitazos en la dirección correcta, y el oro comenzó a brotar como el agua en las rocas de la Biblia” Narciso se negaba a creerse esa historia, pero miraba el oro entre sus dedos, y este le convencía con la dulzura de una mujer, “¿Quiere decir que aún está usted trabajando esa mina?” Le preguntó muy bajo, cuidándose de no ser oído por nadie más, Cornelio le siguió el juego, hablando casi en un susurro, “Cuando usted se retiró, yo decidí seguir un poco más, ya sabe, para no irme con las manos vacías. Más o menos un mes después, sucedió el milagro, y desde entonces no ha parado de salir…” Narciso quería creer, como un niño al que le leen un cuento fantástico antes de dormir. Cornelio continuó, “…el problema, amigo Narciso, es que no pasará mucho tiempo hasta que la noticia del oro se expanda, y nos llenemos de papanatas ambiciosos dispuestos a cualquier cosa con tal de coger un trozo del pastel. No podemos permitir eso, por eso estoy aquí, para pedirle que volvamos a ser socios, ¡Quién más que usted se merece todo el éxito de esta empresa!” Narciso tomó una decisión, debía averiguar si era cierto lo de la mina o de dónde había salido aquel oro, aceptó con la más seductora de sus sonrisas, mientras Cornelio le extendía un contrato como socio. Luego Narciso iba a pedir un par de coñac para celebrar pero Julio lo detuvo, sacando una pequeña botella del interior de su chaqueta, “Tome esto, amigo Narciso, le aseguro que no ha probado antes nada igual” Le dijo, llenándole el vaso para brindar. Para mayor muestra de sus sinceras intenciones, Cornelio le dejó a Narciso el oro que había traído, el médico no podía estar más feliz en ese momento.

 

Al día siguiente, Narciso fue incapaz de levantarse de la cama, comenzó a debilitarse rápidamente, su cuerpo perdió peso y tamaño mientras los esfuerzos de sus colegas médicos eran infructuosos. La vida se le escapaba inexorablemente, como la arena en un reloj de arena. Al momento de su muerte, su cambio había sido horrendo y dramático, estaba irreconocible, demacrado, seco y avejentado. Cornelio aguardó pacientemente el momento justo para exhumar su cuerpo del cementerio sin que nadie lo viera, con la ayuda de los hermanos Monje, luego cogió el exangüe cuerpo de Narciso Flores y se lo llevó. Siguiendo las instrucciones de David Franco, le cosió los párpados, las orejas y luego de meterle un extraño líquido por la boca, le cosió los labios. Narciso estaba muerto, pero no completamente muerto, aunque jamás volvería a estar vivo como antes. Lo metió con una llave colgándole del cuello dentro de una bonita caja de madera con la cerradura por dentro; ridículamente pequeña para un hombre adulto, pero suficiente para él, en el estado en que había acabado. Dejó de llamarse Narciso Flores para llamarse el Curandero, un ser con la capacidad de coger con los dedos cualquier enfermedad en su forma más etérea, del cuerpo de cualquier persona, para sacarla y absorberla hasta hacerla desaparecer. Cornelio Morris, finalmente, se había vengado.


León Faras.

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