viernes, 1 de enero de 2021

El Circo de Rarezas de Cornelio Morris.

 

LVII.

 

Tal como Cornelio lo había dicho, el circo montó todas sus cosas en los camiones con el último rayo de sol, el que los acompañó hasta el lugar y momento en que debían armar todo de nuevo. Para Sara, fue su primera lección sobre lo extraño que podía ser el lugar en el que se había metido. Cuando llegó la hora de viajar y todo fue empacado y apilado en los camiones, ella se preguntó con curiosidad infantil dónde era que viajaban las personas, fue una horrible sorpresa darse cuenta de que las personas, trabajadores y atracciones se apiñaban en los pequeños espacios disponibles, de pie, pegados unos a otros y con pocas posibilidades siquiera de respirar. Creyó que moriría, que el viaje sería eterno, por muy corto que fuera, sin embargo, apenas unos segundos después las puertas de los camiones y acoplados volvían a abrirse, como si hubiesen oído sus pensamientos y reconsideraban la denigrante e inhumana forma de tratarles, solo que cuando volvió a salir, se trataba de un sitio completamente diferente; franqueado de álamos que antes no estaban y cubierto de hierbajos secos que tampoco estaban. Se dio cuenta con sorpresa de que la gente descargaba las cosas apenas haberlas montado arriba hace apenas unos minutos atrás y de que a nadie pareciera extrañarle que se hubieran movido a un pueblo completamente diferente, sin moverse en absoluto. Eloísa solo supo explicarle que los viajes siempre habían sido así en el circo, y que no había nada de que sorprenderse; como si se tratara de lo más natural del mundo y Sara le miraba con profunda preocupación, como a una pobre criatura cuya torpeza le impedía enterarse siquiera de lo que ocurre a su alrededor.

 

Y tal como Sara lo había predicho, el incendio se produjo, exactamente trece horas después de que lo anunciara y sucedió gracias a un rastrero viento nocturno de aquellos que no arrastran más que malos propósitos, como el aliento de Satanás, que avivó las inocentes ascuas de las fogatas que a esa hora se consumían pacíficamente como todas las noches, luego de que sus amos ya se hubieran retirado a sus camas. El fuego comenzó a devorar la hierba cercana, resecada por el sol y poco a poco se volvió más hambriento, encariñándose con las cajas, barriles e infinidad de lonas y rollos de sogas apilados por aquí y por allá, hasta comenzar a escalar también alguno de los arboles cercanos. Von Hagen se despertó al ver la preocupante y luminosa danza que se reflejaba en las telas de su tienda, era demasiado grande y demasiada la luz que proyectaba. Con una olla y una cuchara comenzó a despertar a todo el campamento junto con su compañero Ángel Pardo que no paraba de gritar “¡Fuego, fuego!” en todas direcciones. Eloísa despertó de pronto, como quien ha tenido que salir de un sitio muy, muy profundo, su tienda estaba siendo iluminada por una lengua de fuego que escalaba por los pliegues de la entrada, Sara también estaba despierta desde antes, pero estaba paralizada, incapaz siquiera de gritar, a pesar de que se moría de ganas de hacerlo. Una cubeta de agua le cayó encima desde afuera apagando el fuego y luego, la cara del gigante y una de sus manotas se asomaron para obligarlas a reaccionar, “¡Salgan, salgan!” Beatriz salía de su tienda organizando lo mejor posible a los trabajadores que luchaban contra el incendio, aun sabiendo que no tenían agua suficiente ni aunque usaran la de la sirena, mientras otros trabajadores luchaban por controlar a Perdiguero, quien estaba enloquecido con las llamas. Sofía corría hacia los camiones para moverlos, no solo por lo valiosos y necesarios que eran, sino también porque en uno de ellos estaba su madre. El pequeño Román golpeaba con desesperación el suelo con su chaqueta, haciendo lo posible por mantener el fuego a distancia de sus escasas pertenencias, una batalla que con solo verla ya se podía considerar perdida. Cornelio fue el último en salir a ver qué ocurría, y se quedó horrorizado, a esas alturas el fuego era incontenible y varias tiendas estaban comenzando a ser consumidas, entonces Beatriz le ordenó con autoridad, “¡Vamos, hazlo!” Cornelio no se movió, entonces la mujer lo increpó severa, “¡Tienes que hacerlo!” y Cornelio la miró ofuscado, como si le estuvieran obligando a hacer algo que no quería, pero luego volvió a encerrarse en su oficina. Momentos después, y mientras el fuego se volvía más y más poderoso y Sara se abrazaba a la cintura de Pardo, como una niña asustada se aferra a la cintura de su padre implorando a Dios un milagro, sucedió algo de lo más raro. Comenzó a caer agua del cielo, pero era una lluvia sin ninguna nube, en una época del año en la que, hasta las nubes eran cosa rara. Todos se voltearon a ver el cielo, plagado de estrellas, que parecían estar cayendo sobre sus cabezas en forma de gotas de agua. Para la mayoría, aquello era un fenómeno que solo se podía explicar con la rareza misma del circo que todos habían experimentado de alguna manera, aunque para unos pocos, entre ellos, Sara, aquello solo podía ser un milagro, un milagro gracias a que el circo contaba con un ángel de verdad, a pesar de que Eloísa, insistía en negarlo, con las plumas medio chamuscadas, y luchando por sofocar el fuego que consumía su tienda con una manta, con gritos que ya comenzaban a sonar con un buen grado de molestia, “¡Que yo no soy un ángel!” La lluvia creció en intensidad hasta sofocar las llamas, y cuando la última de estas se apagó, la lluvia se detuvo de forma tan inexplicable como había aparecido, en ese momento, un puñado de pobladores llegaba con cubetas, herramientas y un carro tirado por un asno con dos barriles de agua encima, alertados por el humo, pero se detuvieron en seco al ver la imagen de cómo todo el sector donde estaba el circo y todos sus habitantes, estaban empapados, con pozas en el suelo y pequeños lodazales aquí y allá, que podían ver gracias a las lámparas que portaban para iluminarse el camino y a que era una noche completamente despejada. Ninguno se atrevió a preguntar qué había ocurrido, parecía que había llovido, pero solo allí, lo que era completamente absurdo hasta de suponer, solo pudieron volver a sus casas decepcionados y confundidos, echando vistazos atrás de vez en cuando con la vaga esperanza de una explicación. Cuando Cornelio volvió a salir, se veía débil, hasta un poco más viejo, incluso cojeaba, una cojera que desde ese día, lo obligaría a usar un bastón por el resto de su vida, aquel milagro excepcional había tenido también un precio excepcional, un precio que probablemente no estaría dispuesto nadie a pagar dos veces, pero él sí, si es que con eso podía salvar su circo. Por la mañana, Eloísa le haría un comentario de lo más interesante: la increíble precisión con la que Sara había predicho aquel incendio. Después de todo, la mujer sí se había vuelto una atracción después de firmar el contrato.


León Faras.

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