LXI.
Cuando
empezó a oscurecer, Urrutia y Vicente se dieron cuenta de que no llegarían al
pueblo donde estaba el circo si no seguían conduciendo durante toda la noche,
pero aun así les fue imposible, porque los caminos interiores estaban llenos de
desvíos y bifurcaciones que no llevaban a ninguna parte ni aparecían en los
mapas y que además eran muy fáciles de confundir, con lo que terminaron en un
descampado en el que se podía ver cómo el mundo y el universo se mezclaban como
uno solo, “¿Tienes alguna idea de dónde estamos?” Preguntó Vicente, encendiendo
un cigarrillo, luego de bajar del vehículo para estirar las piernas y acomodarse
la columna. Urrutia examinó los alrededores deteniéndose a su lado, luego negó
con la cabeza, como cabreado “No se ve un carajo” dictaminó. A Vicente no le
quedó más remedio que aceptar la respuesta, pues él mismo no podía distinguir
nada más allá de la brasa de su propio cigarro.
Hacía
muchos años que Eusebio Monje no era citado por Cornelio Morris a su oficina.
Por la mañana, antes de que el circo iniciara sus presentaciones, Eusebio llegó
allí. Al verlo, no pudo evitar un gesto de profunda preocupación, su aspecto
era lamentable, “Deja de mirarme así que todavía no me he muerto” Gruñó su
jefe, el conductor desvió la vista, pero no cambió su gesto. “Necesito que
enfilen los camiones hacia Valle Verde” Eusebio entendió aquello, pero el
problema era que, “…eso queda bastante lejos de donde estamos…” le explicó,
pero Morris no necesitaba explicaciones, “No estoy diciendo que vayamos hacia
allá directamente, sino que enfiles los camiones en esa dirección, ¿entendido?”
Y luego de que Eusebio asintió, agregó “Tengo un asunto que resolver allí”
Eusebio no tenía ni la más remota idea de qué asunto podía ser ese, pero
tampoco era problema suyo, por lo que solo aceptó la orden con gravedad y se
fue.
El
debut de Sara como Blanca Salomé, fue de lo más improvisado y paupérrimo,
porque de todo lo que tenían planeado, apenas pudieron conseguir una alfombra
medio decente, una mesa, a la que debieron cortarle las patas para que tuviera
la altura adecuada y un par de cojines para sentarse en el piso. También había
una vela que le daba cierto ambiente, pero no estaba como decoración, sino
porque el interior de la tienda de Mustafá era oscuro como una cueva, “¿Ya
estás lista? La gente comienza a llegar” Le preguntó Román a la mujer que
intentaba acomodarse sobre un cojín demasiado pequeño y en un espacio donde
apenas cabían sus piernas, “¡No!” respondió angustiada, “¡Tienes que ayudarme!
No tengo ni idea de qué hacer con esto” Agregó, mostrando las cartas que
Beatriz le había dado. El enano recordaba la forma cómo la vieja Luciana leía
las cartas, “¡Es muy simple! Solo tienes que tomar la baraja así, revolverla de
esta manera y luego sacar tres cartas. Siempre son tres, ¡Así!” Y el enano hizo
todo el proceso hasta dejar tres cartas sobre la mesa frente a Sara, las que
esta miró maravillada, el enano se dio cuenta de aquello y espantado retiró las
cartas de la mesa, “¿Lograste ver algo?” La mujer asintió encantada, Román
soltó el mazo de cartas sobre la mesa como si de pronto le quemaran la mano,
alterado, con la vena en la sien a punto de reventarse “Muy bien, ya sabes cómo
hacerlo. Ahora me voy, tengo cosas que hacer” La mujer lo quiso retener con
timidez, “Pero…” El enano la detuvo con ambas manos en alto y unos ojos
enormes, “¡No me digas nada! No quiero saber qué diablos viste, solo… haz tu
trabajo y yo haré el mío, ¿está bien?” La mujer se atrevió a insistir una vez
más en un tono mucho más débil, “pero…” “¡NO!” la silenció Román, antes de
salir enfadado y casi huyendo de la tienda.
“¡Acérquense
por aquí, damas y caballeros! Ante sus ojos tienen una oportunidad irrepetible
en sus vidas. Ninguno de los misterios del futuro puede ocultarse a sus ojos,
ninguna llave del destino está cerrada para sus sentidos, ella conoce los
planes del Creador para con cada uno de ustedes. Acepten el desafío de conocer
su propio destino y lo que este les depara. Ante ustedes, la princesa del
misterio, la reina de lo oculto e ignoto, el faro de los perdidos en la vida,
la única y verdadera: Blanca Salomé” Una inspirada presentación de Román Ibáñez
que rindió efecto entre los primeros visitantes que se acercaron interesados.
Beatriz, que debía hacer ahora el trabajo de Cornelio con su megáfono, se
contuvo impresionada con la elocuencia del enano. Román siguió animando a las
personas a visitar los aposentos de la pitonisa o a continuar observando las
múltiples maravillas del circo de rarezas de Cornelio Morris mientras veía los
rostros de aquellos que habían visitado a Blanca Salomé, salir embargados bajo
la contundente verdad de sus predicciones, algunas para bien, y otras no tanto.
Al menos, algunos parecían hasta sonreír, pensó Román, lo que sí estaba claro y
no necesitaba ser adivino para saberlo, era que a esta mujer le iría muy bien
con los visitantes. Sin embargo, cuando todo parecía estar funcionando bien de
nuevo después del incendio, otra vez algo se truncaba, como si la predicción de
Sara, no hubiese sido solo para Cornelio, sino también para todo su circo.
Sucedió ya a media tarde, cuando Beatriz presentaba a la fabulosa sirena, los
telones se corrían y Lidia debía aparecer con toda su espectacularidad, pero no
apareció. Beatriz no comprendía qué sucedía, hasta que alguien del público
gritó, “¡Ahí! ¡Está ahí!” Y entre las brumosas aguas del estanque se pudo adivinar el cuerpo de Lidia flotando, totalmente inerte. Aquello no era parte
del espectáculo, “Dios bendito, ¡Lidia!” Gritó Beatriz, arremetiendo con las
palmas contra los cristales, en seguida apareció Sofía gritando por su madre,
“¡Mamá, despierta! ¿Qué te ocurre? ¡Mamá!” sin importarle lo extraño que
aquello sonaba para los visitantes. Al mismo tiempo, los hermanos Monje y Ángel
Pardo movían a la gente que ya comenzaba a entender que algo malo estaba
ocurriendo. Guiados por Sofía, algunos trabajadores trajeron una escalera para
subirse al estanque y comenzar a sacar agua con cubetas para dejar una cantidad
en la que se pudiera entrar, mientras Beatriz corría hasta la oficina de
Cornelio Morris, terriblemente acongojada, imaginando lo peor. Cornelio parecía
demasiado cansado para impresionarse, “No está muerta… créeme, si así fuera, yo
lo sabría” Le dijo, haciendo un gran esfuerzo para sentarse en su sofá, en el
que permanecía tumbado, “Tienes que ayudarla, tienes que sacarla de ahí” Le
rogó la mujer, Cornelio la miró como si se hubiese vuelto loca, “Sabes muy bien
que no puedo hacer eso… hay un contrato que…” “Pues, que firme otro contrato”
Arremetió Beatriz, la que ya estaba hablando sin pensar, pero Cornelio estaba
demasiado débil para enfurecerse como lo haría comúnmente ante la testarudez de sus
subordinados, “Los pactos deben ser respetados, el contrato es solo uno y para
siempre y tú sabes muy bien cuál es la única salida…” Beatriz lo sabía, pero
debía haber algo más que se pudiera hacer. En ese momento irrumpió Sofía en la oficina
gritando sumamente alterada, “¡Un doctor! ¡Necesitamos un doctor!”
León Faras.
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