jueves, 7 de enero de 2021

El Circo de Rarezas de Cornelio Morris

 

LVIII.

 

No mentía Sara cuando decía que zurcir se le daba realmente bien. Con las primeras luces de la mañana la gente se abocó a la tarea de reparar sus tiendas lo mejor posible, parchándolas con los trozos de lona que se salvaron, ya que en el pueblo en el que estaban según sus pobladores, las telas, fueran las que fueran, debían ser encargadas y podían tardarse hasta un mes en llegar, lo que no era de extrañarse en sitios tan alejados de la mano de Dios como los que solía visitar el circo. Sara unía trozos con más precisión que rapidez, sin importar lo grandes que fueran, como una máquina que no admite distracciones. Eloísa, a su lado, practicaba su costura con más voluntad que talento, quejándose constantemente de que las telas que a ella le tocaban eran las más gruesas o sus agujas las menos puntiagudas y distrayéndose con cualquier cosa, Sara la miraba con una sonrisita de complacencia, sin decirle nada, convencida de que la milagrosa lluvia había tenido algo que ver con ella. Cornelio Morris, no se movió de su oficina, según algunos, estaba jodidísimo, como si lo hubiesen agarrado tres gripes enormes al mismo tiempo y lo hubiesen dejado con todos los huesos adoloridos, según Beatriz, se recuperaría pronto, solo necesitaba descansar, mientras tanto, el circo no atendería a su público ese día, dejándolo por completo para reparar los estragos del incendio. Von Hagen recortaba los trozos de lona que eran necesarios para remendar, ayudado por Román Ibáñez, quien se había atado a la cabeza un pañuelo para enjugarse el sudor que le brotaba copioso al enano en la frente. El comentario obligado entre todos era que, según Eloísa, Sara podía predecir el futuro leyendo migas de pan, y no es que les costara creer aquello, porque Sara, habiendo firmado un contrato con el circo, algo raro tenía que salir de ahí, más bien, la discusión giraba en torno a quien estaba dispuesto a conocer su destino con semejante precisión. Román, aseguraba que no, porque con seguridad no le diría nada bueno, y prefería evitarse la angustia de vivir con la certeza de que algo horrible le sucederá y no poder hacer nada para evitarlo, “¿Entiendes? Dejas de vivir esperando que eso ocurra, y cuando piensas que ya no va a ocurrir, ¡Zas! Ocurre. Recuerda esto, Horacio: al destino siempre le gusta sorprenderte, por muy bueno que seas adivinándolo” Lo dijo circunspecto, como un abuelo que le da un importante lección de vida a su nieto, Horacio lo miró sin creerse ni pizca de lo que hablaba, “¿Y tú qué rayos vas a saber de eso!” El enano dejó lo que estaba haciendo y se enderezó a toda su escasa altura, con pose orgullosa “Probablemente muy poco, pero sí sé algo. Yo conocí a la vieja Luciana, la empleada de los Neira, descendiente directa de esclavos, ella leía las cartas en secreto a cambio de cualquier cosa de utilidad, tenía fama de bruja en todos los alrededores y yo fui a verla un día, solo, era muy joven, y quería saber lo que todo joven quiere saber…” Notó que Eloísa le estaba poniendo atención mientras tiraba de su aguja y quiso cohibirse, pero aun así continuó, “…le pregunté por el amor” Afirmó con gravedad, como si estuviera confesando algo vergonzoso, “Tenía la pueril esperanza de que me dijera algo bueno, y lo hizo, me dijo que había una mujer que me amaría, pero inmediatamente después me dijo que ese amor estaba condenado a terminar en desgracia, en ese momento pensé que eso era mejor que nada. Ya me había olvidado por completo de las palabras de la vieja Luciana cuando conocí a Amelia, y no volvieron a aparecer de nuevo en mi memoria hasta que se cumplieron. Como ya te dije, al destino le gusta sorprenderte” Horacio se quedó pensando, aquello era posible, pero no tenía que ser siempre así, y así se lo hizo saber, “Pero también pueden predecir cosas buenas, quiero decir, no puede ser siempre todo malo” Eso sonaba lógico, al menos para él, el enano le remarcó lo ingenuo que le había parecido el comentario con la sola mirada, “Tú no sabes mucho de adivinos, ¿verdad, Horacio? Entre los verdaderos adivinadores, y no los farsantes, los que anuncian tragedias son los más comunes, encontrar uno verdadero que anuncie venturas, es como encontrar una moneda marcada, arrojada al fondo del mar” “¿Y qué hay de los que anuncian tragedias y dichas por igual?” Propuso Eloísa, especialmente interesada, manteniendo su aguja suspendida en el mismo punto que antes, Román se encogió de hombros, “Si encuentras a uno capaz de presagiar venturas, entonces puede con las desgracias, la tragedia siempre es más fácil, decía la vieja Luciana” En ese momento llegó Beatriz, quien se estaba haciendo cargo de todo mientras Cornelio se recuperaba en su oficina, “Sara, ven conmigo un momento”

 

Cornelio Morris estaba tendido sobre su sofá, se veía como un estropajo sin fuerzas y con dificultades para respirar cuando Sara entró a su oficina, Beatriz entró luego y entre las dos tuvieron que ayudarlo para poder sentarse. Era la imagen de un hombre muy, muy mayor que luce agotado bajo el peso de la vida, incluso Sara que apenas le había conocido hace muy poco, se mostró afectada por su deteriorado aspecto, “Según me han dicho, puedes presagiar el futuro” Le dijo Cornelio, con una voz mucho más pausada que de común, Sara se había sentado en una silla frente a él, y tras una pequeña mesita de centro en la que no había más que un jarro y un vaso con agua. La mujer sonrió nerviosa, “¡Oh no, señor! Yo no sé nada de eso, y creo que, no podría nunca hacer nada parecido, señor” Cornelio y Beatriz se miraron, ambos habían oído las afirmaciones de Eloísa sobre la increíble predicción que la mujer había hecho del incendio, Beatriz, de pie junto a Cornelio, intervino, “Entonces, ¿cómo es que supiste que el circo se quemaría?” Aquello la ponía bajo la sospecha de que ella misma lo habría provocado. Sara la miró con rostro desvalido, “¡Pero si estaba tan claro que cualquiera podía verlo! ¡Yo no hice nada! ¡Cómo podría yo adivinar algo?” “¿Cualquiera podía verlo? ¿Cómo que cualquiera?” Preguntó Cornelio clavándole los ojos, los que ahora lucían unos capilares muy marcados, Sara asintió como una niña pequeña que asegura decir la verdad, “Sí señor, tan claro que se podía leer con un solo vistazo. Incluso yo, que nunca he sabido nada de esas cosas, lo vi de inmediato” En ese momento, Cornelio empezó a toser, como llevaba haciéndolo todo el día después del incendio, una tos de enfermo que Beatriz se apresuró a calmar con un poco de agua, cuando por fin la tos aminoró, la mesa había quedado salpicada por una pequeña multitud de gotitas de agua que Sara observaba con sobrada atención, “¿Lo ven? ¡Es evidente! ¿Es que no lo ven?” Beatriz la miró como se le mira a una loca, “¿Ver qué…?” le preguntó. Cornelio también parecía intentar buscar algo sobre la mesa donde Sara apuntaba con todos sus dedos, el rostro de esta pasó de la ilusión a la incredulidad y luego a la compasión, “¿De verdad no lo ven?” Aquello sonó más a un ruego que a una simple pregunta, “¡Ver qué…!” repitió Beatriz. Sara no podía entender cómo era que solo ella parecía ver algo que parecía estar escrito en un cartel. Las gotas de agua habían formado una constelación cuyas posiciones precisas eran muy claras, “Ya llegó a lo más alto, señor…” Le dijo a Cornelio con infinita lástima en los ojos, no por sus palabras, sino por la incapacidad de aquel de ver lo evidente, “…ahora solo le queda caer” Sentenció.


León Faras.

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