LVIII.
No
mentía Sara cuando decía que zurcir se le daba realmente bien. Con las primeras
luces de la mañana la gente se abocó a la tarea de reparar sus tiendas lo mejor
posible, parchándolas con los trozos de lona que se salvaron, ya que en el
pueblo en el que estaban según sus pobladores, las telas, fueran las que
fueran, debían ser encargadas y podían tardarse hasta un mes en llegar, lo que
no era de extrañarse en sitios tan alejados de la mano de Dios como los que
solía visitar el circo. Sara unía trozos con más precisión que rapidez, sin
importar lo grandes que fueran, como una máquina que no admite distracciones.
Eloísa, a su lado, practicaba su costura con más voluntad que talento,
quejándose constantemente de que las telas que a ella le tocaban eran las más
gruesas o sus agujas las menos puntiagudas y distrayéndose con cualquier cosa, Sara
la miraba con una sonrisita de complacencia, sin decirle nada, convencida de
que la milagrosa lluvia había tenido algo que ver con ella. Cornelio Morris, no
se movió de su oficina, según algunos, estaba jodidísimo, como si lo hubiesen
agarrado tres gripes enormes al mismo tiempo y lo hubiesen dejado con todos los
huesos adoloridos, según Beatriz, se recuperaría pronto, solo necesitaba
descansar, mientras tanto, el circo no atendería a su público ese día,
dejándolo por completo para reparar los estragos del incendio. Von Hagen recortaba
los trozos de lona que eran necesarios para remendar, ayudado por Román Ibáñez,
quien se había atado a la cabeza un pañuelo para enjugarse el sudor que le
brotaba copioso al enano en la frente. El comentario obligado entre todos era
que, según Eloísa, Sara podía predecir el futuro leyendo migas de pan, y no es
que les costara creer aquello, porque Sara, habiendo firmado un contrato con el
circo, algo raro tenía que salir de ahí, más bien, la discusión giraba en torno
a quien estaba dispuesto a conocer su destino con semejante precisión. Román,
aseguraba que no, porque con seguridad no le diría nada bueno, y prefería
evitarse la angustia de vivir con la certeza de que algo horrible le sucederá y
no poder hacer nada para evitarlo, “¿Entiendes? Dejas de vivir esperando que
eso ocurra, y cuando piensas que ya no va a ocurrir, ¡Zas! Ocurre. Recuerda
esto, Horacio: al destino siempre le gusta sorprenderte, por muy bueno que seas
adivinándolo” Lo dijo circunspecto, como un abuelo que le da un importante
lección de vida a su nieto, Horacio lo miró sin creerse ni pizca de lo que
hablaba, “¿Y tú qué rayos vas a saber de eso!” El enano dejó lo que estaba
haciendo y se enderezó a toda su escasa altura, con pose orgullosa “Probablemente
muy poco, pero sí sé algo. Yo conocí a la vieja Luciana, la empleada de los
Neira, descendiente directa de esclavos, ella leía las cartas en secreto a
cambio de cualquier cosa de utilidad, tenía fama de bruja en todos los
alrededores y yo fui a verla un día, solo, era muy joven, y quería saber lo que
todo joven quiere saber…” Notó que Eloísa le estaba poniendo atención mientras
tiraba de su aguja y quiso cohibirse, pero aun así continuó, “…le pregunté por
el amor” Afirmó con gravedad, como si estuviera confesando algo vergonzoso,
“Tenía la pueril esperanza de que me dijera algo bueno, y lo hizo, me dijo que
había una mujer que me amaría, pero inmediatamente después me dijo que ese amor
estaba condenado a terminar en desgracia, en ese momento pensé que eso era
mejor que nada. Ya me había olvidado por completo de las palabras de la vieja
Luciana cuando conocí a Amelia, y no volvieron a aparecer de nuevo en mi
memoria hasta que se cumplieron. Como ya te dije, al destino le gusta
sorprenderte” Horacio se quedó pensando, aquello era posible, pero no tenía que
ser siempre así, y así se lo hizo saber, “Pero también pueden predecir cosas
buenas, quiero decir, no puede ser siempre todo malo” Eso sonaba lógico, al
menos para él, el enano le remarcó lo ingenuo que le había parecido el
comentario con la sola mirada, “Tú no sabes mucho de adivinos, ¿verdad, Horacio?
Entre los verdaderos adivinadores, y no los farsantes, los que anuncian
tragedias son los más comunes, encontrar uno verdadero que anuncie venturas, es
como encontrar una moneda marcada, arrojada al fondo del mar” “¿Y qué hay de
los que anuncian tragedias y dichas por igual?” Propuso Eloísa, especialmente
interesada, manteniendo su aguja suspendida en el mismo punto que antes, Román
se encogió de hombros, “Si encuentras a uno capaz de presagiar venturas, entonces
puede con las desgracias, la tragedia siempre es más fácil, decía la vieja
Luciana” En ese momento llegó Beatriz, quien se estaba haciendo cargo de todo
mientras Cornelio se recuperaba en su oficina, “Sara, ven conmigo un momento”
Cornelio
Morris estaba tendido sobre su sofá, se veía como un estropajo sin fuerzas y con
dificultades para respirar cuando Sara entró a su oficina, Beatriz entró luego
y entre las dos tuvieron que ayudarlo para poder sentarse. Era la imagen de un
hombre muy, muy mayor que luce agotado bajo el peso de la vida, incluso Sara
que apenas le había conocido hace muy poco, se mostró afectada por su
deteriorado aspecto, “Según me han dicho, puedes presagiar el futuro” Le dijo
Cornelio, con una voz mucho más pausada que de común, Sara se había sentado en
una silla frente a él, y tras una pequeña mesita de centro en la que no había
más que un jarro y un vaso con agua. La mujer sonrió nerviosa, “¡Oh no, señor!
Yo no sé nada de eso, y creo que, no podría nunca hacer nada parecido, señor”
Cornelio y Beatriz se miraron, ambos habían oído las afirmaciones de Eloísa
sobre la increíble predicción que la mujer había hecho del incendio, Beatriz,
de pie junto a Cornelio, intervino, “Entonces, ¿cómo es que supiste que el
circo se quemaría?” Aquello la ponía bajo la sospecha de que ella misma lo
habría provocado. Sara la miró con rostro desvalido, “¡Pero si estaba tan claro
que cualquiera podía verlo! ¡Yo no hice nada! ¡Cómo podría yo adivinar algo?” “¿Cualquiera
podía verlo? ¿Cómo que cualquiera?” Preguntó Cornelio clavándole los ojos, los
que ahora lucían unos capilares muy marcados, Sara asintió como una niña
pequeña que asegura decir la verdad, “Sí señor, tan claro que se podía leer con
un solo vistazo. Incluso yo, que nunca he sabido nada de esas cosas, lo vi de
inmediato” En ese momento, Cornelio empezó a toser, como llevaba haciéndolo
todo el día después del incendio, una tos de enfermo que Beatriz se apresuró a
calmar con un poco de agua, cuando por fin la tos aminoró, la mesa había
quedado salpicada por una pequeña multitud de gotitas de agua que Sara
observaba con sobrada atención, “¿Lo ven? ¡Es evidente! ¿Es que no lo ven?”
Beatriz la miró como se le mira a una loca, “¿Ver qué…?” le preguntó. Cornelio
también parecía intentar buscar algo sobre la mesa donde Sara apuntaba con todos
sus dedos, el rostro de esta pasó de la ilusión a la incredulidad y luego a la compasión,
“¿De verdad no lo ven?” Aquello sonó más a un ruego que a una simple pregunta, “¡Ver
qué…!” repitió Beatriz. Sara no podía entender cómo era que solo ella parecía ver
algo que parecía estar escrito en un cartel. Las gotas de agua habían formado una
constelación cuyas posiciones precisas eran muy claras, “Ya llegó a lo más alto,
señor…” Le dijo a Cornelio con infinita lástima en los ojos, no por sus palabras,
sino por la incapacidad de aquel de ver lo evidente, “…ahora solo le queda caer”
Sentenció.
León Faras.
No hay comentarios:
Publicar un comentario