viernes, 16 de diciembre de 2022

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

XXIX.



El general Fagnar acomodaba sus cosas en el antiguo y modesto escritorio del general Rodas, cuando un soldado llegó llamándolo con cierta urgencia, diciéndole que su capitán le mandaba a buscar porque debía ver algo, “¿Ver qué?” Preguntó el general, un poco malhumorado por la impaciencia, el joven soldado no supo qué decir, o mejor dicho, qué palabra usar, “No lo sé general… Hum, ¿magia?” Fagnar no tenía tiempo para tonterías, pero suponía que aquel capitán no lo mandaría a llamar para hacerle perder su tiempo, así que cogió su caballo y siguió al soldado. Allí, donde estaban sepultando los cadáveres de la guerra, había una rueda de curiosos, especialmente soldados, y en medio de esta, un viejo estrafalario parado en una postura como si estuviera posando para un retrato, con una sonrisa de gusto tan marcada en su rostro, que francamente daban ganas de borrársela de una bofetada. El capitán, cuyo nombre no es importante, le presentó a aquel viejo extraño, cuyo nombre era Larzo, y este le estrechó la mano con tal gesto de confianza y energía, que Fagnar le dirigió una mirada de impaciencia a su capitán y este aceleró el proceso, “¡Haga su demostración ya, hombre!” Entonces el viejo cogió de su cinturón uno de los tiros que tenía preparado y se lo enseñó al general, era un cilindro de papel impregnado de aceite ya seco, en cuyo interior había una bola de hierro y una cantidad justa y calculada de sus polvos explosivos, a los que aún no había bautizado adecuadamente, luego introdujo el cartucho en la boca de su tubo de hierro y lo empujó hasta el fondo con una varilla, todo esto, con el gesto ceñudo y profesional de un curtido marinero enseñándole nudos a un grumete, luego comprobó por una pequeña abertura en una cámara encima del tubo, que el pedernal estuviera en su sitio y apuntó a un cuerpo dispuesto a unos metros de distancia, que además del agujero en la frente que lo había llevado hasta allí, tenía ahora otro idéntico en la espalda. El general francamente estaba a punto de perder la paciencia, y hablar seriamente con ese capitán sobre las desagradables consecuencias de hacerle perder el tiempo cuando un estallido en sus oídos lo hizo dar un respingo, el aire se llenó de humo y de un olor que nunca había sentido antes pero que sería difícil de olvidar, además de que, al cadáver de prueba, le había aparecido un nuevo agujero en el lomo que antes no tenía. El viejo había vuelto automáticamente a la postura y gesto de antes, la de alguien que en ese momento se siente pasando a la posteridad, y Fagnar, perdido como un niño en la feria, no pudo menos que preguntar qué rayos acababa de suceder.



Era increíble que en ese desierto llamado Tormenta de Piedras, pudiera encontrarse agua fresca, abundante y lista para beber, y es que la garganta de Sera descendía tanto en la tierra que acababa en una pequeña laguna de profundidad ignota, pues las cavernas continuaban descendiendo y nadie, ni los más valientes ni los más desesperados, habían intentado averiguar hasta donde. Pero esa agua había que transportarla desde el fondo hasta la superficie y para ello, no eran pocos los prisioneros que estaban dispuestos a hacerlo con tal de gozar de un poco de luz solar en sus miserables vidas. “¿Qué clase de caballos son estos?” Preguntó Vádrid, viendo cómo los dromedarios se acercaban a beber el agua que les traían, mientras Batu se empapaba la cabellera y el cuello para refrescarse, “Estos son caballos del desierto, amigo” Respondió este, sacudiéndose el pelo como un perro mojado. El rimoriano se quedó pensando unos segundos y luego dijo, “Vaya, si eso le hace el desierto a un caballo, imagina lo que le hará a un hombre” Batu rio, en cierto modo estaba de acuerdo, “No son muy rápidos, pero son tan resistentes como el rencor y pueden recorrer el desierto de cabo a rabo sin necesidad de beber una sola gota de agua, así que si alguien intenta huir de uno de estos, ten por seguro que caerá antes que él” “El desierto…” Repitió Vádrid mentalmente, dirigiendo su vista al horizonte llano e infinito, “¿Alguna vez lo has cruzado?” Preguntó de pronto y sin venir a cuento, el otro lo miró divertido, como si aquello fuese el inicio de un chiste que no continuó, “Claro que no, no estoy tan chalado” Respondió Batu, y añadió, “Pero lo hemos recorrido durante días persiguiendo a algún prófugo que se adentró en él y todo lo que he visto es más de lo mismo, solo llano seco y piedras sin fin. Gisli dice que una vez llegó hasta el Corazón de Tormenta y que la cosa no cambia.” Se decía que al otro lado de ese desierto, la tierra se volvía agua y el Mar lo cubría todo hasta donde alcanzaba la vista, Vádrid lo comentó y Batú contrajo el rostro disconforme, “No creeré en eso del Mar, hasta que lo vea con mis propios ojos.” Dijo.



Darlén sintió fuertes deseos de no estar allí, pues ver el rostro de aquella mujer, con sus ojos tan separados y esas inquietantes pupilas horizontales le daba un repelús casi insoportable, “No tienes nada que temer, muchacha” La tranquilizó Gilda, sin mucho éxito, mientras Circe se le acercaba con algo parecido a una sonrisa en su extraño rostro, “Déjala, está bien, no todos pueden solo mirarme sin alarmarse… ¿sabes por qué estás aquí?” Preguntó con una voz tan clara y dulce, que si se escuchaba con los ojos cerrados, podía atribuírsele a la más hermosa de las mujeres. Darlén señaló a la anciana que tenía a su lado como la responsable de haberla llevado hasta allí, lo que hizo sonreír a la bruja, “Sí, ¿pero por qué?” La muchacha negó con la cabeza, solo sabía lo que Gilda le había dicho por el camino y todavía no estaba muy convencida de ello, “Sí, lo sabe” Intervino la vieja, “Ven, niña” Dijo Circe, ofreciéndole la mano, una mano completamente normal, por cierto. Darlén la cogió débil y sin convicción, pero le sorprendió lo suave que era la piel de esa mujer, “Eres una de las elegidas de los dioses para portar con el más bello de los dones otorgados a la humanidad: la magia, el arte de hacer posible, lo imposible. Dime, ¿alguna vez has maldecido?” Estaban de pie frente a una diminuta ventana de cuatro cristales incrustada dentro de esas gruesas paredes, allí en el alféizar, tomaba los rayos del sol una pequeña planta apenas más alta que un pulgar, en un pequeño macetero. Darlén negó enérgica con la cabeza a aquella pregunta, las chicas bien educadas no maldecían; la bruja, quien siempre se mantenía en las sombras, le pidió que maldijera aquella planta, “No pasa nada, solo quiero saber qué tan fuerte es tu conexión con la vida y la muerte que te rodea” Le explicó, la chica obedeció, más por el deseo de acabar pronto e irse de ese lugar, que porque realmente quisiera hacerlo, pero sus palabras apenas fueron audibles y Circe le pidió que las repitiera pero con algo más de convicción, como si aquella plantita le hubiese hecho algo muy malo, “Yo te maldigo” Repitió Darlén, esta vez en voz alta y apretando el ceño, procurando sonar convincente como le pedía la bruja, y vio con alivio como sus palabras no habían tenido la más mínima repercusión en la planta, sin embargo, Circe supo de inmediato que, de no intervenir, aquella planta moriría irremediablemente aquella misma noche por el maleficio. “¿Y qué piensas?” Preguntó Gilda, cogiendo a la chica por los hombros para llevársela, “No hay duda. Puede volver cuando esté dispuesta” Dijo Circe, volteándose allí donde estaba, donde la luz era un poco más abundante gracias a la ventana próxima, entonces Darlén la vio, y por un segundo, pudo ver que la bruja poseía un hermoso rostro a plena luz, mientras que su aspecto caprino se formaba de nuevo cuando se envolvía en las sombras. El rostro de la muchacha era elocuente, incapaz de cerrar la boca o de siquiera pestañear ante tal visión. Gilda la arreaba hacia el exterior con empujones cada vez más rudos, cuando la bruja le preguntó, “¿Cuál crees que es mi verdadero rostro?” Consciente de lo que la chica había visto. Darlén lo pensó por unos segundos antes de responder, “Creo que las sombras son engañosas, mientras que la luz siempre dice la verdad” Dijo, parada en la puerta, ya lista para ser sacada de allí por Gilda. La bruja asintió pero no dijo nada, solo regresó a su trabajo.


León Faras.

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