sábado, 24 de septiembre de 2022

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

XXI.



El tabernero, un hombre al que ya habían visto antes, con una amplia calvicie rodeada por una mata de pelo tan negro como el carbón acabada a ambos lados en un par de robustas patillas, y al que todos llamaban Mozi, miró a Emmer con el ceño apretado y la mandíbula floja como si estuviera frente a alguien que no tiene ni la más remota idea de lo imbécil que es. Aquel tipo, que sonreía confiado como quien sabe perfectamente lo que hace, quería que les diera de cenar y además un techo donde pasar la noche, a cambio de un puñado de monedas rimorianas, que en Rimos podían ser suficientes para lo que quisiera, pero en Bosgos apenas alcanzaba para pagar la cena y sin incluir las bebidas, el otro, en cambio, que parecía más enterado mirando a su amigo con cara de “Te lo dije…” le ofreció su caballo como pago, pero Mozi se negó meneando la cabeza y haciendo un puchero. Sin decir palabra, pues era un hombre de muy pocas palabras, casi inexistentes, lo que él consideraba muy conveniente en su oficio, señaló el cuchillo que Janzo llevaba al cinto, el fino cuchillo de un príncipe cizariano, y aunque valía más que la poco atractiva pero nutritiva mazamorra verdosa bañada en grasa de cerdo y chicharrones que el tabernero ofrecía aquel día como plato principal, con sus tortillas de cebada para untar y las jarras de cerveza que la acompañaba, Janzo se lo dio sin chistar, pues a él ya no le interesaba ser príncipe de nada y el elegante cuchillo no hacía más que delatarlo. El tabernero hizo una mueca parecida a la sonrisa de un muerto y Emmer se guardó las monedas, ofendido. Las cervezas llegaron traídas por una jovencita regordeta que no paraba de sonreírle a ambos, mordiéndose el labio inferior con una coquetería tan descarada que podía descolocar al más osado, y que continuó con lascivas miradas desde un rincón, luego de que la muchacha regresara a su puesto tras la barra. Los hombres estaban desconcertados, la chica no parecía prostituta y el local desde luego no era un lupanar, además de que ellos mismos estaban tan sudorosos y desaliñados luego del viaje que ya de por sí era raro que llamaran la atención de alguna mujer. Cuando Mozi llegó con los platos, le preguntaron quién era aquella señorita tan sonriente, el tabernero le echó un vistazo a la muchacha, quien se comportaba como la dama más recatada cuando él la estaba mirando, y se inclinó sobre la mesa de sus huéspedes con gesto hostil, “Es Nina, mi hija ¿Por qué?” Emmer y Janzo se miraron y al mismo tiempo lo recordaron como uno de los hombres que discutían por sus hijos al llegar a Bosgos, y de inmediato pudieron cambiar el tono de su pregunta, “¡Ah, entonces la pudo encontrar y está bien!” Celebró Janzo, Mozi se enderezó entonces, más relajado al reconocer sus rostros, “¡Y por los pelos! Ese viejo sucio está de vuelta, ¡Y la tenía atada dentro de su cabaña! De no haber llegado a tiempo…” Mozi sintió de pronto que ya había hablado demasiado y que debía seguir con su trabajo, “Hay que mandarlo de vuelta, nadie está seguro con él aquí” Concluyó.



Teté no sabía qué hacer. Con el trabajo que le habían impuesto de hacerse cargo de una princesa recién nacida, de cuya salud y bienestar dependía su vida, según ella; apenas instalándose en un lugar extraño y lleno de gente que no conocía, y en el que aún no estaba segura ni siquiera de dónde debía hacer sus necesidades fisiológicas, qué haría con la pequeña Rubi, porque no estaba en su casa donde podría acogerla con toda libertad, ni tan solo tenía una propia, y aún no le habían dicho si podía recibir visitas o tener mascota, aunque estaba bastante segura de que no se lo permitirían. Para cuando emergió de esa avalancha de dudas y preocupaciones que ella misma se imponía a menudo, Dana la miraba entre sorprendida y admirada, “Debiste de ser muy joven cuando diste a luz. Es una suerte que hayas sobrevivido…” Teté quería explicar que ni siquiera había estado con un hombre todavía y que después de lo visto con la princesa Delia, le había cogido tirria a los partos, pero solo salieron balbuceos de su boca antes de que la mujer la volviera a interrumpir, “Está bien. Cuando te vi llegar pensé que serías una chiquilla a la que habría que explicarle todo, pero ya veo que hasta tienes experiencia” Sí, tenía experiencia con niños, sobre todo con los revoltosos, pero casi nada con bebés y solo esperaba aprender algo de las nodrizas de Falena. Dana continuó, mientras se despedían secamente del abuelo ese al que ninguna de las dos conocía de nada y reanudaban su camino, “Tranquilízate, si es tu hija puedes llevarla contigo, pero tendrán que compartirlo todo, incluyendo la comida, porque no recibirás nada más y tu primera obligación seguirá siendo la bebé. Por ella estás aquí.Si Dana podía aceptar la presencia de Rubi con tal facilidad, Teté se sentía aliviada de no tener que rechazarla; conocía a esa niña y sabía que su especialidad era la de pasar inadvertida y no estorbar y a veces incluso hasta podía ser útil, por lo que la cogió de la mano y se la llevó con ella a donde vivía, tal como la pequeña esperaba. Mientras andaban, la muchacha no podía entender cómo esa niña tan pequeña se había atrevido a salir de Rimos a buscarla ella sola, o ayudada por desconocidos, y es que la determinación era una cualidad de la que Teté carecía casi por completo, y por ello no la podía comprender, y mientras algunas personas podían coger un objetivo y avanzar hacia él sin distraerse ni perderlo de vista hasta alcanzarlo, tardase lo que tardase, ella era de las personas que solo podían ver con miedo la incertidumbre de la vida y la fragilidad de todas las cosas, en especial de las buenas, dejándose llevar por su entorno, mucho más grande y poderoso que ella, y engordado de pequeños y grandes temores en el que cualquier cosa que pudiera desear se desvanecía rápidamente en la bruma de sus dudas, como un náufrago que no importa cuanto reme, siempre siente que la corriente lo está alejando de cualquier costa en vez de acercarlo, mientras sufre viendo cómo sus provisiones se agotan.



Éscar, el instructor cizariano, era un hombre de unos cincuenta años, de cabello gris, corpulento aunque no obeso, y con el ojo izquierdo totalmente nublado, como si le hubiese caído un chorrito de crema de leche dentro, bajo la cual, su pupila se movía como un barco fantasma atrapado en la niebla, lo que provocaba respeto instantáneo mezclado con un poco de temor instintivo en los novatos, excepto en Demirel, quien no parecía impresionado por un ojo con catarata, manteniendo una obstinada actitud marcial en todo momento, incluso mientras descansaba, una obediencia absoluta por sus superiores y una total inmunidad a las burlas de estos o de sus compañeros, en su mayoría, unos palurdos más verdes que él, que creían que ser soldado era vestir una armadura brillante y andar con una espada para todas partes impresionando a las chicas. Apenas lo vio, Éscar le impuso que no comería nada ese día ni ningún otro hasta que él se lo ordenara porque estaba muy gordo para ser soldado, y tuvo que repetir la orden porque el chico se mantuvo tan impasible, que parecía que estaba con la cabeza en las nubes y no había atendido nada, pero no, solo estaba haciendo alarde de su impecable disciplina que le impedía mover un músculo mientras su instructor le estaba hablando. Éscar comprobó sin sorpresa al final de la jornada, que el muchacho no se había llevado a la boca nada más que agua ese día, sin haberse quejado ni una sola vez, y que mientras todos cenaban, él estaba sentado a la mesa recto y orgulloso sin prestarle atención a la sopa de vísceras con avena que los demás tragaban sin entusiasmo. Le agradaba el muchacho, tenía vocación, pero como todos, él también sabía que el chico había ingresado por orden directa del general Fagnar, y no le gustaban los que partían con ventaja, aunque siendo honesto, Demirel jamás hubiese sido aceptado de otra manera.


León Faras.



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