X.
Sus
padres madrugaron para venir desde Casas Viejas a despedirla, Guillermina le
preparó bocadillos para el viaje y hasta el cura se levantó para estar presente
en el momento en que Úrsula y su prometido se iban a la estación montados en la
carreta de Rupano, que no tenía intenciones de despedir a nadie, pero que
igualmente tuvo que hacerlo. Era un viaje de varias horas en tren hasta la
ciudad, un lugar que Úrsula sólo podía imaginar por las maravillas que le había
contado el doctor: el barrio aristocrático y sus mansiones, los enormes
edificios estatales, los caminos pavimentados y el alumbrado público, pero por
otro lado también la cada vez más extensa, fétida e insalubre barriada marginal
que crecía cada día con gente pobre que llegaba en busca de oportunidades y
mejores condiciones y sólo podía encontrar un hueco sucio en la periferia de la
ciudad donde acomodarse junto con los piojos, las ratas y los piojos de éstas.
Pero nada de esto alcanzaría a conocer Úrsula, al menos no en esta oportunidad.
Luego
de ver a su hija montar en el tren y perderse en la neblina, que aquella mañana estaba como para cortarse con un cuchillo, Ismael y su mujer se presentaron
frente al cura, traían la cara de preocupación o arrepentimiento, como si
fueran niños que habían sido sorprendidos haciendo algo malo y esperan a ser
reprendidos, sostenían algo en la mano envuelto en tela que pusieron sobre el
escritorio frente al padre Benigno sin decir palabra, como si se tratara de una
ofrenda, que por algún motivo tácito, el padre ya sospechaba que no era así. El
cura descubrió de entre los dobleces de la tela una cruz de madera chamuscada y
se quedó allí, esperando una explicación que tardaba en llegar. Al cogerla en
las manos para examinar si es que había algo que estuviera pasando por alto,
notó que aún estaba tibia, seguramente porque la traían bien protegida, pero
además de eso, no era más que una simple cruz de madera rescatada del fuego,
“No es una simple cruz de madera, padre…” Se excusó Ismael con humildad, como
si estuviera confesando un crimen ante la autoridad, “¿Es que esta cruz es
capaz de obrar algún tipo de milagro?” preguntó el cura, soltando lo primero
que se le venía a la mente, la pareja de viejos se miró, luego contestó Lucila
negando con la cabeza, “No precisamente, padre…” Y sacó la imagen de la virgen
de Lourdes cuidadosamente doblada de su bolso para enseñarla como evidencia y
narrarle lo sucedido con la cruz incrustada en el muro, con el intento
frustrado de quemarla y con las ascuas que habían “revivido misteriosamente” en
su interior para quemar la imagen de la virgen. La marca en la imagen coincidía
a la perfección con la cruz, el cura lo comprobó, pero por lo demás, la cruz se
veía de lo más ordinaria, “¿Y qué esperan que haga con ella?” preguntó el cura
con auténtico desconcierto, Ismael también parecía confundido, “Pues
esperábamos que usted supiera qué hacer con ella…” dijo encogiéndose de
hombros. Lucila a su lado, agregó, “Tal vez pueda usted santiguarla o algo…
usted sabe, padre, para que la abandone el mal y pueda ser destruida…” El cura
asintió con la cabeza por varios segundos, pensativo “No se preocupen, yo me
haré cargo” dijo poniéndose de pie para estrechar la mano de Ismael, mientras
éste y su mujer se iban satisfechos. El padre envolvió la cruz en la tela nuevamente
y la guardó en el cajón de su escritorio, luego se la entregaría a Guillermina
para que ésta la metiera en su cocina y se asegurara de quemarla. Los
pobladores, aunque creyentes y buenos cristianos, eran personas muy
supersticiosas que podían atribuirle cualidades sobrenaturales a casi cualquier
cosa y de esa manera constantemente se alejaban de la verdadera fe, como ovejas
miopes que siempre necesitan ser devueltas a su redil, pero como sacerdote, ése
era su trabajo.
Casi
inmediatamente después de que los padres de Úrsula se marcharan, apareció un
hombre en casa del cura, uno que Guillermina nunca antes había visto, era un
hombre mayor, calvo, que llevaba unos pequeños anteojos redondos y barba
ermitaña, el anciano preguntó por el cura con un marcado acento extranjero,
Guillermina lo miró con infinito recelo antes de decidir ir a decirle al cura
que le buscaba “un señor con un nombre muy raro y que hablaba como si le
faltara un pedazo de lengua” El padre Benigno se quedó con la boca abierta unos
segundos antes de decirle que lo invitara a pasar. El visitante era un anciano
sumamente educado y amable, “Buenos días, padre, soy el doctor Darwin Werner,
soy el psiquiatra del sanatorio de San Benito” “Un gusto de conocerlo, ¿En qué
puedo ayudarlo?” El doctor se quedó unos segundos en blanco, como si esperara
que con sólo mencionar su nombre, era suficiente para que supieran el motivo de
su visita, pero el sacerdote, al parecer, no se enteraba de nada. El anciano
continuó, “Bueno… usted me envió una carta mencionando el lamentable estado en
el que se encontraba el doctor Ballesteros…” El padre se disculpó avergonzado,
lo había olvidado por completo. Había enviado esa carta, junto con varias
otras, en un intento desesperado en su momento por sacar a Horacio de la
prisión y luego todo se había precipitado de tal manera que se olvidó
completamente del doctor Werner, éste continuó amable, “Conocí personalmente al
doctor Ballesteros, un gran hombre y un buen médico, atendí a uno de sus
pacientes hace tiempo, un joven de apellido Montenegro, lo recuerdo bien. Vine
en cuanto recibí la noticia y podemos ir a verlo cuando usted quiera”
Guillermina entraba en ese momento con dos cafés, había oído la última parte de
la conversación y miraba al doctor Werner con una mezcla de compasión y
vergüenza ajena. Por primera vez en su vida, no sabía qué comentar al respecto.
El sacerdote tuvo que dar explicaciones, “Doctor Werner, lamento decirle que ya
no hay nada que hacer, el doctor Ballesteros falleció hace ya varios días” El
doctor lo lamentó con poco entusiasmo, como a quien le rechazan un préstamo de
poca importancia, “¿Y cuál fue la causa del deceso?” Preguntó. Guillermina
quiso corregirlo levantando la voz como si el doctor fuera sordo, “No, no
descendió. Se murió, ¿Entiende?” El doctor asintió emocionado, como si le
estuvieran contando algo novedoso. Benigno dio las explicaciones del caso sin
exaltarse en lo más mínimo, “Él se suicidó, colgándose con un trozo de tela” El
psiquiatra se acarició su larga barba, pensativo, aquello le parecía muy
curioso, “…eligió la misma muerte que su antiguo paciente, el joven Montenegro.
Es curioso porque, contrario a lo que la mayoría de la gente se imagina, el
suicidio no es un recurso frecuentemente empleado por los orates, de hecho, se
necesita de algo de cordura para considerarlo” “¿Se refiere a Domingo
Montenegro?” Preguntó el padre, estirando el cuello hacia el doctor, éste
asintió con los labios apretados, “Efectivamente” Guillermina no se había
movido, profundamente interesada en las palabras del doctor, “Entonces, dice
que el doctor estaba cuerdo cuando se colgó del cuello…” dijo, con una
innecesaria mímica de quien está siendo estrangulado. El comentario sorprendió
al sacerdote. El doctor se empujó sus diminutos ateojitos buscando las palabras
más adecuadas para responder, “Lo cierto es que la demencia es un pozo sin
fondo al cual apenas le hemos echado un vistazo ¿Cómo saberlo?” Se quedó varios
segundos pensativo mientras Guillermina se iba de vuelta a la cocina con cara
de haber quedado inconforme con la respuesta, “Bueno…” dijo el doctor,
poniéndose de pie “…ya que estoy aquí y que reservé un cuarto en la hostal, iré
a hablar con los encargados de la prisión, ya sólo por curiosidad profesional”
“Si gusta, puedo acompañarlo” Se ofreció el cura, lo que aceptó gustoso el
doctor Werner.
León Faras.
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