domingo, 22 de marzo de 2020

Autopsia. Cuarta parte.


X.

Sus padres madrugaron para venir desde Casas Viejas a despedirla, Guillermina le preparó bocadillos para el viaje y hasta el cura se levantó para estar presente en el momento en que Úrsula y su prometido se iban a la estación montados en la carreta de Rupano, que no tenía intenciones de despedir a nadie, pero que igualmente tuvo que hacerlo. Era un viaje de varias horas en tren hasta la ciudad, un lugar que Úrsula sólo podía imaginar por las maravillas que le había contado el doctor: el barrio aristocrático y sus mansiones, los enormes edificios estatales, los caminos pavimentados y el alumbrado público, pero por otro lado también la cada vez más extensa, fétida e insalubre barriada marginal que crecía cada día con gente pobre que llegaba en busca de oportunidades y mejores condiciones y sólo podía encontrar un hueco sucio en la periferia de la ciudad donde acomodarse junto con los piojos, las ratas y los piojos de éstas. Pero nada de esto alcanzaría a conocer Úrsula, al menos no en esta oportunidad.

Luego de ver a su hija montar en el tren y perderse en la neblina, que aquella mañana estaba como para cortarse con un cuchillo, Ismael y su mujer se presentaron frente al cura, traían la cara de preocupación o arrepentimiento, como si fueran niños que habían sido sorprendidos haciendo algo malo y esperan a ser reprendidos, sostenían algo en la mano envuelto en tela que pusieron sobre el escritorio frente al padre Benigno sin decir palabra, como si se tratara de una ofrenda, que por algún motivo tácito, el padre ya sospechaba que no era así. El cura descubrió de entre los dobleces de la tela una cruz de madera chamuscada y se quedó allí, esperando una explicación que tardaba en llegar. Al cogerla en las manos para examinar si es que había algo que estuviera pasando por alto, notó que aún estaba tibia, seguramente porque la traían bien protegida, pero además de eso, no era más que una simple cruz de madera rescatada del fuego, “No es una simple cruz de madera, padre…” Se excusó Ismael con humildad, como si estuviera confesando un crimen ante la autoridad, “¿Es que esta cruz es capaz de obrar algún tipo de milagro?” preguntó el cura, soltando lo primero que se le venía a la mente, la pareja de viejos se miró, luego contestó Lucila negando con la cabeza, “No precisamente, padre…” Y sacó la imagen de la virgen de Lourdes cuidadosamente doblada de su bolso para enseñarla como evidencia y narrarle lo sucedido con la cruz incrustada en el muro, con el intento frustrado de quemarla y con las ascuas que habían “revivido misteriosamente” en su interior para quemar la imagen de la virgen. La marca en la imagen coincidía a la perfección con la cruz, el cura lo comprobó, pero por lo demás, la cruz se veía de lo más ordinaria, “¿Y qué esperan que haga con ella?” preguntó el cura con auténtico desconcierto, Ismael también parecía confundido, “Pues esperábamos que usted supiera qué hacer con ella…” dijo encogiéndose de hombros. Lucila a su lado, agregó, “Tal vez pueda usted santiguarla o algo… usted sabe, padre, para que la abandone el mal y pueda ser destruida…” El cura asintió con la cabeza por varios segundos, pensativo “No se preocupen, yo me haré cargo” dijo poniéndose de pie para estrechar la mano de Ismael, mientras éste y su mujer se iban satisfechos. El padre envolvió la cruz en la tela nuevamente y la guardó en el cajón de su escritorio, luego se la entregaría a Guillermina para que ésta la metiera en su cocina y se asegurara de quemarla. Los pobladores, aunque creyentes y buenos cristianos, eran personas muy supersticiosas que podían atribuirle cualidades sobrenaturales a casi cualquier cosa y de esa manera constantemente se alejaban de la verdadera fe, como ovejas miopes que siempre necesitan ser devueltas a su redil, pero como sacerdote, ése era su trabajo.

Casi inmediatamente después de que los padres de Úrsula se marcharan, apareció un hombre en casa del cura, uno que Guillermina nunca antes había visto, era un hombre mayor, calvo, que llevaba unos pequeños anteojos redondos y barba ermitaña, el anciano preguntó por el cura con un marcado acento extranjero, Guillermina lo miró con infinito recelo antes de decidir ir a decirle al cura que le buscaba “un señor con un nombre muy raro y que hablaba como si le faltara un pedazo de lengua” El padre Benigno se quedó con la boca abierta unos segundos antes de decirle que lo invitara a pasar. El visitante era un anciano sumamente educado y amable, “Buenos días, padre, soy el doctor Darwin Werner, soy el psiquiatra del sanatorio de San Benito” “Un gusto de conocerlo, ¿En qué puedo ayudarlo?” El doctor se quedó unos segundos en blanco, como si esperara que con sólo mencionar su nombre, era suficiente para que supieran el motivo de su visita, pero el sacerdote, al parecer, no se enteraba de nada. El anciano continuó, “Bueno… usted me envió una carta mencionando el lamentable estado en el que se encontraba el doctor Ballesteros…” El padre se disculpó avergonzado, lo había olvidado por completo. Había enviado esa carta, junto con varias otras, en un intento desesperado en su momento por sacar a Horacio de la prisión y luego todo se había precipitado de tal manera que se olvidó completamente del doctor Werner, éste continuó amable, “Conocí personalmente al doctor Ballesteros, un gran hombre y un buen médico, atendí a uno de sus pacientes hace tiempo, un joven de apellido Montenegro, lo recuerdo bien. Vine en cuanto recibí la noticia y podemos ir a verlo cuando usted quiera” Guillermina entraba en ese momento con dos cafés, había oído la última parte de la conversación y miraba al doctor Werner con una mezcla de compasión y vergüenza ajena. Por primera vez en su vida, no sabía qué comentar al respecto. El sacerdote tuvo que dar explicaciones, “Doctor Werner, lamento decirle que ya no hay nada que hacer, el doctor Ballesteros falleció hace ya varios días” El doctor lo lamentó con poco entusiasmo, como a quien le rechazan un préstamo de poca importancia, “¿Y cuál fue la causa del deceso?” Preguntó. Guillermina quiso corregirlo levantando la voz como si el doctor fuera sordo, “No, no descendió. Se murió, ¿Entiende?” El doctor asintió emocionado, como si le estuvieran contando algo novedoso. Benigno dio las explicaciones del caso sin exaltarse en lo más mínimo, “Él se suicidó, colgándose con un trozo de tela” El psiquiatra se acarició su larga barba, pensativo, aquello le parecía muy curioso, “…eligió la misma muerte que su antiguo paciente, el joven Montenegro. Es curioso porque, contrario a lo que la mayoría de la gente se imagina, el suicidio no es un recurso frecuentemente empleado por los orates, de hecho, se necesita de algo de cordura para considerarlo” “¿Se refiere a Domingo Montenegro?” Preguntó el padre, estirando el cuello hacia el doctor, éste asintió con los labios apretados, “Efectivamente” Guillermina no se había movido, profundamente interesada en las palabras del doctor, “Entonces, dice que el doctor estaba cuerdo cuando se colgó del cuello…” dijo, con una innecesaria mímica de quien está siendo estrangulado. El comentario sorprendió al sacerdote. El doctor se empujó sus diminutos ateojitos buscando las palabras más adecuadas para responder, “Lo cierto es que la demencia es un pozo sin fondo al cual apenas le hemos echado un vistazo ¿Cómo saberlo?” Se quedó varios segundos pensativo mientras Guillermina se iba de vuelta a la cocina con cara de haber quedado inconforme con la respuesta, “Bueno…” dijo el doctor, poniéndose de pie “…ya que estoy aquí y que reservé un cuarto en la hostal, iré a hablar con los encargados de la prisión, ya sólo por curiosidad profesional” “Si gusta, puedo acompañarlo” Se ofreció el cura, lo que aceptó gustoso el doctor Werner.



León Faras.

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