viernes, 13 de marzo de 2020

Autopsia. Cuarta parte.


IX.

“¿Se siente usted bien, padre?” preguntó Guillermina mientras depositaba un plato de lentejas con chorizo frente al cura “Sí Guillermina, gracias” respondió el cura afable. La vieja lo miraba con profunda duda y recelo, como si el cura estuviera tramando algo a sus espaldas. Lo cierto era que el cura no era el mismo desde que había ido a hacer ese sahumerio a la prisión: se había ablandado, envejecido y ahora se veía siempre cansado. Su expresión era diferente y hasta el tono de su voz sonaba extrañamente amable. La mujer estaba realmente preocupada mientras veía al sacerdote comer sus lentejas con dulce parsimonia, ni siquiera le había reprochado la ración extra de chorizo que le había puesto a su plato para tentar su fuerte reacción a los derroches y los excesos. La cosa era tal, que incluso cuando ella le comentó lo de la relación entre Úrsula y el doctor Cifuentes, con intenciones de tantear el terreno para la pareja de jóvenes, él le respondió con una sonrisa satisfecha de lo más sospechosa. En ese momento golpearon a su puerta, Gustavo Gumurria estaba allí, el cura, apenas lo vio le invitó a pasar, “Gustavo, hombre, pase ¿Ya comió?” Guillermina y Gumurria se miraron con el rostro desencajado, en todos sus años trabajando ahí el cura nunca había invitado a nadie a comer junto a él así de esa manera, tan espontánea, Gustavo sólo atinó a poner cara de idiota y disculparse sin saber bien qué decir, la invitación también lo había tomado por sorpresa a él. El hombre sólo venía a dejar unos encargos para la despensa de la casa, como ya lo había hecho muchas veces antes. “Oiga, ¿Y qué carajos le pasa al padre?” preguntó Gustavo en tono confidencial, mientras descargaba una caja con tomates en la cocina, la mujer mantenía la cara contraída de preocupación, “Ay, yo no sé, Oiga, pero está más raro que un perro verde” Gumurria abrazaba un saco de papas, “Pobre hombre, con todo lo que ha pasado últimamente, no me extrañaría nada que se le esté afectando la mollera” “¿Usted cree?” replicó la vieja arrugando la cara, como si estuviera viendo algo muy feo, Gustavo le devolvió un gesto de suficiencia, como si no fuera necesario mucho para darse cuenta de algo que está a la vista, “En este pueblo, ultimadamente, todo el mundo está terminando chalado.” Guillermina se persignó impulsivamente y echó un vistazo fugaz para comprobar que no estaban siendo oídos por el cura, “¡Ay, ni Dios lo quiera, Oiga! ¿Se imagina?” El hombre se detuvo un rato luego de descargar una caja, mitad de pimentones rojos y mitad de zanahorias. Levantó el índice, categórico, “Y no es para menos, con la cochinada que mantenían el doctor Ballesteros y su hija… ¡Si eran como marido y mujer!” Guillermina retrocedió atemorizada y volvió a santiguarse, como si de alguna forma aquello la limpiara o la librara de algo, “¡Ay no! Si era el doctor el que abusaba de su hija” replicó ella, pobre de convicción. Gustavo detuvo en el aire la caja de cebollas que transportaba para responder con gritos susurrados a corta distancia, “¡Si eran los dos! ¡Si el investigador, don Clodomiro, lo descubrió y por eso el doctor se mató! ¡Y por eso su hijo, don Ignacio, se fue y dejó a su hermana aquí!” La vieja se apretaba y estiraba las mejillas con ambas manos, incapaz de digerir tal información, tan repentinamente proporcionada, “¡Por Diosito Santo! ¡Pero será posible!” “¡Es que no lo supo!...” le reprochó el hombre, alarmado, como si se tratara de una enorme irresponsabilidad cometida por la mujer, ésta se limitó a negar con la cabeza, espantada. Gumurria continuó, más tranquilo, como quien se sabe dueño de la verdad, “…Si así fue, si esa chiquilla no es lo que parece, ¡Es el Diablo vestido de señorita! No se extrañe de que ahora esté buscando a otros hombres… y encima, se disfraza muy bien, ¡Si su hermano la tuvo enfrente y no la reconoció, oiga!” ya había terminado de descargar y también le daba los últimos toques a su historia, “…Hay quienes dicen que la han visto metiéndose a la casa del nuevo doctor a mitad de la noche. Así como vamos, vamos a terminar igualito que Sodoma” concluyó, justo antes de asomar la cabeza dentro de la casa y despedirse del cura con un gritito amistoso, el cual hace un rato había acabado sus lentejas y esperaba pacientemente su café. Luego se despidió de la vieja y se montó en su carreta como si nada, mientras la pobre Guillermina no sabía cómo organizar toda esa información.

Cuando llegó Úrsula a casa del cura para dormir, pues aún no estaba debidamente casada y debía seguir usando su cuarto, Guillermina la esperaba como de costumbre, pero esta vez mirándola como asustada, la chiquilla le contó alegre y entusiasmada lo bien que había salido la visita a casa de sus padres y que ya tenían todo listo para visitar a los padres del doctor y que se había puesto muy nerviosa con todo eso pero Hugo (le daba todo el nervio del mundo llamarlo así) la había abrazado y la había tranquilizado. Y a todo eso la vieja no hacía más que asentir sin ganas y responder con sonrisitas hasta que Úrsula ya no pudo continuar, “¿Le pasa algo, Guillermina?” Guillermina quiso hablar, pero con todas las fuerzas de su alma se contuvo de mencionarle las terribles sospechas que le habían metido en la cabeza sobre Elena Ballesteros y sus posibles visitas nocturnas a casa del doctor, a la que, si antes repelía por haber sido capaz de apuñalar a un cura, ahora le parecía casi la encarnación del mal y a la que se le podía culpar de cualquiera de los males que caían sobre la tierra, porque un comportamiento como el suyo, era razón más que suficiente para incentivar y atraer las calamidades de todos los santos en el cielo, y muy en particular la de san Lorenzo, que no era precisamente famoso por su tolerancia. Sequías, pestes y hambrunas. Guillermina se santiguó mentalmente para no asustar a Úrsula que esperaba preocupada una respuesta, “No es nada niña, es que me ha estado doliendo un poco la cabeza y ésta sólo quiere que me meta pronto a la cama, es todo” dijo la vieja, simulando una aflicción inexistente “Métase a la cama entonces que yo le llevo un agua de manzanilla ahora mismo” replicó la muchacha parándose en el acto, servicial. La verdad era que a Guillermina no le dolía nada, pero aún así aceptó el té de buena gana. Ella había tenido una hija hace tiempo, de un hombre al que no volvió a ver nunca, la crió sola, trabajando como un burro, más que un burro, Amparo la llamó. A los dieciséis años la niña se murió de tos, duró un par de meses, ella quiso morirse también, pero la tos no se la llevó a ella, ni la tocó, aunque no se despegó del lado de su hija en todo ese tiempo, como si la condenada peste la hubiese evitado a propósito y se hubiese empeñado en llevarse sólo a su hija. Años después se casó y enviudó, pero por alguna razón, no tuvo más hijos que su Amparo. A su pesar, Úrsula le recordaba a ella, a su pesar porque no quería volver a pasar por lo que ya había pasado.


León Faras

No hay comentarios:

Publicar un comentario