martes, 24 de marzo de 2020

Autopsia. Cuarta parte.


XI.

Aquella mañana, el tren se veía obligado a mantener una velocidad más que prudente, ya que la visibilidad era muy limitada debido a la densa neblina mañanera y los obstáculos en las vías eran relativamente frecuentes, desde pequeños grupos de vacas que devoraban los hierbajos que crecían entre las líneas, hasta ramas de grueso calibre que se desprendían de los árboles aledaños y podían provocar serios daños al ser arrastradas, o incluso los derrumbes o desprendimientos de rocas que aunque no eran tan comunes, ciertamente podían ser mortales y las zonas de las laderas de los cerros por las que pasaba el tren, no eran pocas. Con mucha suerte para los viajeros en el tren de la mañana, incluyendo al doctor Cifuentes y a su ilusionada prometida, que usaban los primeros vagones destinados a la clase acomodada, un lugareño atento y madrugador que pasaba por allí, a pesar de que por allí no pasaba nunca nadie, porque se trataba de un sitio de monte inhabitado, hosco y sin poblados cercanos, vio el desprendimiento de tierra y roca que había caído sobre las líneas férreas aquella noche y encendió un fuego a varios metros por delante de éste para avisar a tiempo a los conductores de la locomotora que debían detenerse. El tren se detuvo a tiempo y la mayoría de los pasajeros, por no decir todos, bajaron a ver qué sucedía y opinar al respecto. Al pasar las horas y disiparse la neblina, se pudo ver la envergadura del problema: tardarían varios días en despejar las vías, pues necesitarían varios hombres y herramientas que no tenían para mover toda esa tierra y una que otra roca imposible de ser tomada a la ligera. El otro inconveniente era que la locomotora no estaba diseñada para hacer el viaje en reversa, por lo que el armatoste metálico y sus pasajeros estaban irremediablemente estancados allí. El pueblo más cercano estaba a varios kilómetros todavía por lo que algunos hombres fueron despachados en ambas direcciones para dar aviso y conseguir ayuda. Tardarían hasta bien entrada la tarde para volver los primeros con carretas y caballos. El doctor Cifuentes y Úrsula, ya podían ir olvidándose del viaje, la locomotora no correría hasta dentro de varios días y avanzar hasta el siguiente pueblo para hacer el resto del viaje hasta la ciudad en carreta o a caballo era impensable. Lo mejor que pudo hacer, fue enviarle recados al cura con unos muchachos que partieron de regreso al pueblo a pie, con algo de suerte, Rupano llegaría a por ellos antes del anochecer.

Aurelio se bebió directamente de un trago el pequeño vaso de aguardiente que mantenía a su lado e hizo gesto de fastidio cuando vio entrar al padre Benigno acompañado de un anciano que de seguro sería algún obispo o cardenal vestido con ropa de calle, tal vez algún experto en sahumerios o un hechicero poderoso de la iglesia, de los que envían a los espíritus molestos de regreso a donde deben estar, imaginó el carcelero. Lo cierto es que el doctor Darwin Werner no tenía ninguna relación con la iglesia, ni siquiera era cristiano. El padre lo presentó lo mejor que pudo, pero para Aurelio, la visita de un psiquiatra a estas alturas era poco menos que graciosa y particularmente irónica, “Sólo me gustaría hacerle unas preguntas sobre el suicidio del doctor Ballesteros” dijo el doctor Werner con cordialidad, Aurelio los miró como si ambos le estuvieran jugando una broma, una a la que no le encontraba la gracia. Dejó de lado lo que estaba haciendo para centrar toda su atención en el cura “¿Eso fue lo que le dijo, sólo suicidio?” El sacerdote notó cierta arrogancia etílica en el tono del guardia, el doctor quiso saber la razón de tal comentario. Aurelio continuó, “La verdad es que Horacio permanecía solo y con ambas manos atadas a una camilla en el momento en que fue encontrado pendiendo del cuello… un suicidio de lo más peculiar” El doctor Werner miró al cura en busca de confirmación, éste asintió en silencio. “Pero eso es imposible, alguien debe haberle ayudado” afirmó el doctor como una aserción revolucionaria que nadie había considerado, Aurelio lo miró fingiendo profundo agotamiento “Pues si fue así, quien lo haya hecho se evaporó en el aire, ¡se hizo humo! Nunca mejor dicho…” El carcelero sonrió, pero ninguno le devolvió el gesto. Continuó “¡Diablos! El doctor Cifuentes acababa de tranquilizarlo luego de una crisis de ira. Quedó tirado como un muñeco de trapo y completamente solo” “Entonces el doctor Ballesteros era un hombre violento, por eso estaba atado y dopado ¿no?” preguntó el psiquiatra tratando de ordenar sus sospechas, el sacerdote se adelantó esta vez, “No, Horacio nunca se comportó como un hombre violento, él debió ser atado porque ya había intentado quitarse la vida antes y era la única forma de evitarlo…” Para el doctor Werner, la violencia contra sí mismo o contra los demás podía ser una forma tradicional de expresar ciertos tipos de locura, pero el suicidio, como vía de escape, era muy poco probable en casos de demencia, lo más factible era que Horacio no estuviera loco, o no del todo, más bien atormentado por sus propios sentimientos y emociones, un hombre con una profunda degradación interna debido a la culpa y al arrepentimiento, así se lo hizo ver al sacerdote y al guardia, pero mientras el primero asentía con gravedad, el segundo negaba efusivamente, “No, Horacio era un hombre que lo mismo estallaba en risas que en llanto de la nada y sin saber él mismo el porqué, o al poco rato era sorprendido teniendo conversaciones con seres imaginarios que luego negaba, como si ni siquiera se hubiese enterado de que hace un minuto estaba hablando con la jodida muralla. Si eso no es estar como una puta cabra, no sé qué lo sea” El doctor Werner asimilaba todo aquello acariciándose la barba, “¿Diría usted que el doctor Ballesteros tenía episodios en los que parecía estar completamente cuerdo?” preguntó al fin dirigiendo apenas la vista en dirección al guardia, éste miró al cura antes de responder, “Yo diría que sí” Afirmó sin un dejo de duda. El sacerdote también estaba de acuerdo. “Ya veo…” respondió el doctor, satisfecho, “…es lo que yo llamo “Realidad onírica” Un estado de locura muy particular, en el que la mente del sujeto es capaz de mezclar la convicción absoluta de los sueños, por muy absurdos e imposibles que parezcan, con la realidad material que todos vivimos, sin ser capaz de separar una de la otra ni de tan solo reconocerlas…” Explicó el doctor, Aurelio lo miraba con el ceño apretado y la boca abierta, “¿Es eso posible?” preguntó. El doctor Werner continuó con un brillo en los ojos de entusiasmo y una suave sonrisa, “Al parecer sí, querido amigo mío. El suicidio vendría como respuesta del individuo al asimilar, con impotencia, que es incapaz de reconocer lo que es real de lo que no es real, al sueño de la vigilia, y por lo tanto sentir que su propia mente es un ente aparte, cuyo único propósito es acosarlo y jugarle bromas, algunas de ellas, muy crueles, sintiendo que ellos mismos están cuerdos, pero a merced de su propio inconsciente. Al final acaban convencidos de que están poseídos por alguna entidad sobrenatural basada en sus propios miedos y creencias, de la que la única escapatoria, es la muerte.” Aurelio estaba como idiotizado con la explicación, el cura en cambio, se limitaba a oír y asentir en silencio y de brazos cruzados. “La locura es un amplio y yermo terreno al que apenas, y con mucho esfuerzo, hemos rascado la superficie” Concluyó el psiquiatra con resignación.



León Faras.

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