domingo, 23 de febrero de 2020

Autopsia. Cuarta parte.


VI.

Dos días después del incidente, fue retirado el Cristo roto, y pasarían muchos días más antes de contar con uno nuevo para la iglesia, no era sencillo ni era barato conseguir uno nuevo. La cruz de madera, al menos quedó en su sitio, lucía desnuda con una mancha pálida en el centro, como el ánima lívida de su antiguo morador, el cual había sido retirado porque representaba un gran peligro para cualquiera que tuviera que estar parado bajo él. Por supuesto, no hubo nadie con las agallas suficientes como para destruirlo y desecharlo, así que la figura de yeso fue relegada a la oscura y polvorienta bodega de la iglesia a hibernar por tiempo indefinido junto con otros muebles y artículos de iglesia abandonados allí. El padre Benigno se preparaba para cumplir su promesa a Aurelio, pero no pensaba hacerlo gratis si podía reclutar fieles en ese lugar. De todos los guardias de prisión, al único que había visto en su iglesia, al menos un par de veces, era a Pedro Canelo, un hombre que, se sabía, leía la biblia y era temeroso de Dios. Del resto, a ninguno, nunca y ni hablar del sacramento de la confesión. Su jefe debía dar el ejemplo. Cuando le dijo esto a Aurelio, éste reaccionó como si le estuviera cobrando un “ojo de la cara” por algo que claramente no lo valía, “Pero padre, si aquí nadie tiene tiempo libre, los muchachos ni ven a sus familias, los que la tienen, si estamos tan presos como los mismos presos. Los muchachos sólo ansían algunas horas libres a la semana para emborracharse y buscar el calor y los favores de alguna mujer dispuesta a soportarlos…” El sacerdote respondió accionado por un resorte, “¡Lo ve! ese tipo de vida que llevan, de pecado y tinieblas, permanentemente alejada de la guía de Dios, es la responsable de que en este lugar, ni los muertos puedan descansar…” Aurelio rió cínico, “Pero padre, no puede ser tan duro y condenar a esos pobres muchachos así, no ve que son hombres que aún son jóvenes y que necesitan desahogar sus pasiones, o de lo contrario pueden quedar tarados, además, lo del sagrado vínculo del matrimonio, padre, es imposible para cualquiera en este trabajo, ¿Qué mujer va a aguantar a un hombre que no duerme nunca en su casa? ¡Ninguna! ¡No lo voy a saber yo! Que estaba casado y tenía dos hijas pequeñas que ahora ya deben de ser mujeres y desde que llegué aquí, no supe más de ellas… simplemente se desvanecieron con el paso del tiempo… hasta desaparecer” Aurelio se había ensombrecido y había bajado el tono de la voz, había removido algo dentro que no solía remover, “Dios… Ya son más de diez años de eso…” agregó. Las ansias de defender su punto de vista del padre Benigno también se habían disipado, “¿Cómo se llamaban, Aurelio… sus hijas?” preguntó el cura, el guardia lo miró derrotado, como un viejo samurái que ha perdido su combate y ahora sólo espera ser ejecutado, “No se moleste padre, hace mucho que ya no viven aquí… una era Beatriz, la mayor… y la otra, mi pequeña Lidia…”Con esta última, Aurelio, rebosaba de ternura en la mirada, cargada de recuerdos. El cura ni siquiera las conocía, veinte años era mucho tiempo. De pronto Aurelio pareció recomponerse y recuperar la postura para volver a la carga, y terminar con la negociación “Está bien, padre, arreglaré que los muchachos asistan a misa al menos una vez al mes, pero ni hablar de obligarlos a confesarse o usted y yo vamos a necesitar toda una vida para eso, ¡Se lo aseguro!” Benigno asintió pensativo, luego pareció recibir un nuevo aire, “El pecado no es más que una gran bolsa llena de rocas con las que debemos cargar a donde quiera que vamos, incómoda y pesada. La confesión nos hace libre de ese lastre. Es un alivio para el alma” Para el cura, Aurelio era un hombre inteligente, aunque siempre insistía en estar cubierto de una capa de grosería y vulgaridad, como una caparazón, tal vez una técnica de supervivencia para el medio hostil en el que debía subsistir, “Le reconozco sus buenas intenciones, padre, pero ya debe saber que aquí hay suficientes piedras como para construir otra prisión igual a esta, y para serle honesto, yo prefiero guardarme las mías bien adentro, aunque después tenga que mearlas. Dios sabe lo que he hecho y por qué lo he hecho, no creo que contárselo ahora sirva de algo…” “Tiene usted razón, Aurelio…” convino el cura, para la sorpresa del guardia, “…no hay nada nuevo que podamos contarle a nuestro Señor que Él ya no sepa, pero no olvide que hay sentimientos como la culpa o la tirria, que se enraízan en el cuerpo y envenenan la sangre de un hombre hasta destruirlo y condenarlo, y sólo porque sienten que no hay nadie en el mundo dispuesto a escucharlos y perdonarlos. Ése es mi trabajo, Aurelio, oír a los arrepentidos y recordarles que también son hijos de Dios y que el amor del Padre eterno es incondicional y para todos… aunque a veces, sólo con oírlos es suficiente” Aurelio asintió riendo por la nariz, “Está bien, padre, tal vez un día de estos, antes de que me muera, le contaré un par de buenas historias sobre un Aurelio muy diferente del que ya conoce” El cura también esbozó algo parecido a una sonrisa, “No dude en avisarme cuando llegue ese día, Aurelio” Entonces, el sacerdote se colgó su estola al cuello, luego de besarla, cogió la botella de agua bendita y su biblia y se dispuso a hacer su trabajo. En los pasillos los hombres le esperaban con los fusiles en la espalda y las gorras en la mano, en actitud humilde, algunos sostenían una biblia con la que no sabían bien cómo interactuar, los presos cercanos hincaron la rodilla junto a los barrotes de sus celdas al ver llegar al padre para alcanzar su bendición, “Dios es nuestro amparo y fortaleza, nuestro pronto auxilio en las tribulaciones. Por tanto no temeremos, aunque la tierra sea removida…” Y comenzó a salpicar agua bendita en todas direcciones.

Realmente le habían afectado las palabras de Guillermina al doctor Cifuentes, llenándole la cabeza de fantasmas que no lo dejaban concentrarse en el día ni dormir por la noche, sin poder descifrar exactamente lo que la mujer sabía y le había querido decir. Pero más le afectaba la aparente naturalidad de Úrsula, que ya comenzaba a verla como actuada y que en todo momento le parecía estar a punto de decirle algo, o tal vez esperando a que él le dijese algo, y es que de tanto pensar, ya no sabía qué pensar, estaba acorralado por ese sentimiento terrible de que si habla, estará errado en sus sospechas y terminará asumiendo su propia culpabilidad gratuitamente. Cuando Úrsula fue a su estudio de trabajo a anunciarle que la comida estaba lista, él decidió actuar como un hombre, pero como un hombre cauto, con toda la prudencia del mundo, aunque le tomara todo el día, “Quiero hablar con usted, Úrsula, pero me gustaría mucho que nuestra conversación quedara entre los dos, ¿Comprende?” Úrsula se sentó con las manos y los pies juntos, muy recta. Asintió. “Me gustaría preguntarle, cómo se ha sentido… es decir, físicamente” Úrsula lo miró con una mezcla de duda y decepción. El doctor comenzó siendo tan ambiguo que incluso a él le molestaba, “¿Se refiere a las náuseas del otro día? Pues no he vuelto a sentir náuseas…” Respondió la muchacha con inocencia infinita, sin entender realmente por qué una pregunta como esa debía quedar entre los dos, mientras Cifuentes se preguntaba si ella sospecharía en algún momento a dónde quería llegar. Lo cierto es que en poco tiempo lo absurdo de la charla llegó al punto en el que Úrsula comenzó a sentirse tratada como una tonta o a sentir que estaba siendo interrogada por uno y debió pedirle al doctor que por favor dejara de dar rodeos, entonces el doctor se puso de pie, se masajeó el rostro, se refregó la frente, dio dos pasos de ida y dos pasos de vuelta para finalmente armarse del valor suficiente para soltar la gran duda que lo atormentaba, “¿Está embarazada usted, Úrsula?” La muchacha abrió los ojos tanto como pudo, “Doctor, eso usted debería saberlo, ¿no?” y luego ocultó la mirada en el suelo. Cifuentes no lo sabía, ¿Cómo lo podía saber? Como doctor, no le había hecho ningún examen, y como hombre, no estaba seguro de con quien había estado durante la noche de San Lorenzo, y ella no parecía otorgarle ni una sola pista, podía percibir la mano de Guillermina en las palabras de la muchacha, ella la había adiestrado bien en lo que debía responder. Ya había comenzado a ser directo y seguiría siéndolo. Se puso de rodillas y tomó la mano de la muchacha, “Perdóneme Úrsula, pero no lo sé, y no sé por qué dice usted que debería saberlo” Admitió. Fue tan honesto en sus palabras que casi se sintió desnudo, la chica lo miró con compasión y ternura, como si el hombre más feo del mundo le estuviera pidiendo a la mujer más buena, que lo ame. Ella también decidió ser honesta, “Porque sólo con usted he estado… aunque usted no lo recuerde” Cifuentes se quedó de piedra, sin saber si asustarse o saltar de alegría, “En la noche de San Lorenzo, ¿verdad?” preguntó ilusionado, el rostro de la chica se iluminó, “¡Lo recuerda! para mí fue como un sueño” Literalmente. El doctor se puso de pie sólo para derrumbarse sobre la silla, para él también había sido como un sueño, tanto, que todo ese tiempo había estado pensando que nada había sido real. Úrsula no cabía en sí de alegría, el doctor se sentía por fin liberado de un peso enorme. Deberían confirmarlo, pero el embarazo era casi un hecho, luego de eso, y ambos ya lo sabían, deberían casarse.



León Faras.

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