III.
Desde
hacía ya un tiempo, todos miraban a Elena con una mezcla de miedo y compasión,
sobre todo, desde la muerte de su padre y desde que ella había comenzado a
dejarse ver en el pueblo con más frecuencia. Lo notaba especialmente cuando iba
a misa, donde la miraban como al perrito apestado y hambriento al que todos
quisieran ver mejor, pero al que nadie quiere acercarse por miedo a contagiarse
algo. Era la hija del doctor caído en desgracia, física, económica y moralmente,
cuya familia se había desbaratado por un lado y repudiado por el otro, sus dos
padres habían enloquecido hasta el punto de quitarse la vida y ella, de ser la
señorita del pueblo, admirada por todos, ahora no se veía diferente de
cualquier campesina, esto último a Elena no le importaba, pero para la gente
común, era un cambio demasiado grande, y para peor. Y encima, se hacía
acompañar a todas partes por esa niña que evidentemente estaba mal de la
cabeza, Clarita. No sería nada raro que ella también estuviera enloqueciendo,
como una especie de herencia familiar. La locura y el suicidio, eran como el
resultado de una enfermedad infecciosa que había aparecido de pronto llevándose
varias víctimas, todas relacionadas de alguna manera con su familia, la última
había sido su padre, el doctor Ballesteros, pero la primera, que todo el pueblo
recordaba por el impacto que había causado en su momento, había sido Diana
Ballesteros, su madre.
Diana
Ascalante era el nombre de soltera de la mujer del doctor Ballesteros, una joven
que brillaba en todas partes por sus hermosos
e inusuales ojos celestes y su piel blanca, la hermosa hija única de un
próspero y conocido inmigrante que comerciaba con telas y zapatos. Se casó muy
joven con un hombre que casi le doblaba en edad, pero se casó enamorada, pues
el joven doctor Ballesteros era un soltero codiciado, de buena familia y con
una profesión respetada, aunque, y pronto lo sabría, se trataba de esos
enamoramientos superficiales, sin enjundia, de esos que entran por la vista
como un rayo de luz y desaparecen en cuanto los ojos se acostumbran. Al cabo de
un año tuvieron su primer hijo, una bendición a la que llamaron Ignacio, el
primogénito destinado a seguir la profesión de su padre, la felicidad y el
orgullo personificado, sin embargo, la vida pronto demostró lo ondulante de su
naturaleza, y todo lo que parecía ascender hacia la gloria, dos años después,
cuando Diana apenas cumplía los veinte, y hace cuatro meses que llevaba en su
vientre a su segundo hijo, en este caso una niña a la que llamarían Elena, de
pronto comenzó a ir en picada.
Diana
a los doce años conoció a un chico de su edad llamado Efraín Varas, hijo de un
buen amigo de su padre dueño de un restaurante, con el que empezaría a asistir
al mismo colegio, un chico aficionado a la lectura y a lo oculto, estaba
convencido de que había fuerzas en el universo con las que se podía manipular
casi cualquier cosa en la vida, sólo había que saber cómo acceder a ellas y
como accionarlas a nuestro favor, había recibido tal certeza como una
revelación el día en que dedicó toda una tarde a dibujar en una hoja de papel a
sus seis amigos con los que organizaban juegos todas las tardes, no era un
artista en potencia, pero puso todo su empeño y concentración en dotar de
manera particular a cada uno de ellos de las cualidades únicas que lo
identificaban como individuo, y le quedaron bastante bien, tanto que,
orgulloso, decidió emancipar a cada uno de ellos con unas tijeras. Dos días
después, en medio de sus juegos en casa, se enojó con Marta, una niña con el pelo
largo hasta más abajo de la línea de la cintura y una muñeca siempre
apretujada bajo el brazo, obsesionada con jugar a “papás y mamás” y decidió que
no la quería en su grupo de papel y que la reemplazaría por el Mancha, el perro
del vecino que sí estaba dispuesto a jugar a cualquier otra cosa, cogió el
papel, lo hizo bolita y lo arrojó lejos a la calle, cuál sería su sorpresa al
enterarse al día siguiente de que la verdadera Marta, la de carne y hueso, se
iba porque sus padres se mudaban. Sólo una coincidencia, una jugarreta del
destino, pero que Efraín se lo tomó como algo personal, como el uso
inconsciente de un poder que no sabía que tenía, el resto de sus amigos de
papel los escondió en una caja y los guardó, temeroso, había capturado algo en
ellos y debía averiguar cómo y qué antes de seguir jugando. A los quince años,
Efraín ya tenía práctica en conjuros y rituales, había experimentado mucho, y
aunque aún no era completamente eficiente y preciso con los resultados, sentía
que la magia era como cocinar, un pequeño desajuste en los ingredientes y se podían
obtener resultados muy diferentes, eso lo había aprendido de su padre,
trabajaba mucho en ajustar sus recetas y a ratos, parecía que lo lograba.
También a esa edad ya se había instalado en él un fuerte interés amoroso por
Diana, aunque para ella, Efraín era muy poco atractivo por razones que nada
tenían que ver con su aspecto, le parecía un chico autoritario, hermético y muy
poco sensible y se lo había hecho saber de la forma más clara y suave posible,
pero a Efraín eso parecía no importarle, confiaba en que se podía encontrar la forma
de manipular los sentimientos de cualquiera y ya había obtenido de ella su
sangre, mediante un pañuelo y una herida en la rodilla y varios retratos hechos
de memoria, aquellos eran los más poderosos, según había aprendido, y con eso
trabajaba en la forma de manipular los sentimientos de la muchacha. Un año
después, supo que la chica era cortejada por un hombre mayor, un médico joven
de buena familia contra el que él no tenía nada qué hacer, o casi nada. Eso lo
obligaba a consultar a un experto para acelerar los resultados: don Anselmo.
Don Anselmo era un desempleado con fama de brujo al que todos temían pero al
que no dudaban en recurrir para enderezar cualquier torcimiento en el amor,
para alejar la mala suerte de un negocio, sanar enfermedades raras, atraer
espíritus para comunicarse con ellos o alejarlos definitivamente, cuando éstos
no se querían ir. Tenía pinta de vagabundo pero uno preocupado por su aspecto,
dentro de lo que cabía, siempre bien peinado y con la ropa remendada y sin arrugas.
Lo encontró parchando los parches de la casucha en la que vivía, se suponía que
ese hombre era capaz de alejar la miseria de la gente con un puñado de rezos y
un par de amuletos, “…le quita la pobreza a otros y no es capaz de quitársela
usted mismo, don Anselmo” Le comentó Efraín, repitiendo un comentario que, lo
sabía, estaba en boca de la mitad escéptica del pueblo, y en la mente de la
otra mitad, Anselmo lo miró como si fuera una mosca que se acaba de parar en su
comida, “No cites las escrituras así o algún día terminarás cagando tu propia
lengua, muchacho” Efraín aceptó el consejo con una sonrisilla con los labios
apretados, se conocían desde hace un tiempo a fuerza de compartir la misma
afición, pero en el fondo del corazón se menospreciaban mutuamente, “Tengo un
amigo al que, la chica que le gusta, la van a casar con otro, ¿Qué cree usted
que se pueda hacer, don Anselmo?” dijo el muchacho siguiendo al viejo que
entraba a su chabola, “Nadie puede ser tan tonto como para atender en serio los
caprichos amorosos de un muchacho de quince años…” “Ya, pero algo se podrá
hacer, ¿no?” respondió el joven estirándole un billete por la consulta, “Sí…”
respondió el viejo, mirando largamente el dinero y luego a los ojos del
muchacho “…hacerse el tonto” Cogió el billete. El viejo se sentó en su sillón
frente a su mesa de consulta, donde había todo tipo de artilugios sobre un
mantel negro, desde un vaso de agua que no era para bebérsela, hasta una
calavera humana en cuya cuenca habitaba una araña con más años de los que debía,
pasando por velas, crucifijos, rocas, un plato con ceniza, un trozo de madera
apolillada y varias cosas más. Efraín se sentó enfrente, en un sofá que recientemente
había sido tapizado por un cliente satisfecho, intuyendo lo que el viejo iba a
hacer para darle, “No pues, don Anselmo, yo no quiero un amuleto santiguado
nomás, yo vine acá para ver a La Dama…” le dijo con esa molesta expresión
ladina de sabelotodo en la cara que solía usar, el viejo lo miró como si
acabara de faltarle el respeto a una hija o algo así, “¿No dijiste que era para
un amigo?” Efraín sonrió amanerado, el viejo continuó, “…dime muchacho, ¿Tú
estás tonto? ¿Crees que la Dama es cosa de juego, una atracción de circo?” El
muchacho cogió de su bolso un puñado de billetes arrugados, tal y como los tomó
del restaurante de su padre, “No don Anselmo, no creo que sea cosa de juego,
creo que ella es la única capaz de torcer el destino… de volver el agua en
vino” Anselmo ojeó los billetes arrugados sobre su mantel negro, era el equivalente
de tres consultas, “Otra vez citando las escrituras, chico tú no tienes
respeto, no llegarás lejos en este oficio, dime, ¿Qué es lo que quieres con esa
pobre muchacha tuya?” Efraín volvió a soltar su risita comprimida al oír que
Diana era suya, “Es que la van a casar obligada con un viejo que tiene mucha
plata. Está desesperada la pobre, por eso estoy aquí, porque la Dama es la
única capaz de ayudarla…” Su actuación fue descaradamente manipuladora, pero
convincente, Anselmo eligió apostar a que el muchacho tenía algo de criterio y
sentido común en las venas, “Sabes que la Dama lee el corazón de las personas y
que a ella no se le engaña, ¿verdad?” “Sí don Anselmo…” respondió Efraín,
obediente. “Y sabes que ella actúa en base a lo que llevas dentro de ti, no a
lo que sale de tu boca” “Sí don Anselmo” repitió Efraín. El viejo respiró
hondo. Diez segundos de duda y finalmente cogió los billetes, eso daba por
cerrado el trato, “Bien” Se puso de pie cogiendo sus llaves del bolsillo.
La
Dama, era el cadáver resecado de una menuda mujer quemada en la hoguera estando
embarazada. Aún conservaba gran parte de su piel chamuscada, y bajo ésta, el
corazón intacto y los restos del niño en su vientre. Según se sabía, había sido
acusada de llevar al hijo del Diablo en sus entrañas, y cierto o no, las
autoridades de la época decidieron no arriesgarse. Estaba ataviada con un
bonito vestido azul, impecable, un par de anillos de oro, una corona de flores,
multitud de collares ofrendados y una peluca de cabellera negra que brillaba,
aceitada y cepillada con esmero. Su pose acuclillada abrazándose las rodillas y
la rigidez de sus miembros, hacía preguntarse a más de uno cómo era que se le
vestía, además, aquellos que la habían visto, siempre a solas, nunca llegaban a
ponerse de acuerdo en el color del vestido o en la exacta posición de su
cuerpo, lo que hacía crecer el misterio. Estaba dentro de una habitación
pequeña como un cuarto de baño sin ventanas con las paredes pintadas de negro y
rojo, todo iluminado con velas, muchas velas, las velas y las flores eran la
ofrenda más común. El olor al entrar, era fuerte, concentrado por el encierro,
había un perfume que se solapaba con el olor de las velas, la peste de las
flores muertas y sus aguas podridas, algo descomponiéndose escondido en algún rincón y la
humedad salida quien sabe de dónde. En las cuencas, la Dama tenía dos piedras
pulidas que brillaban y titilaban al compás de las candelas, una de color
esmeralda y la otra de color miel. Frente a ella había una bandeja con cráneos
de recién nacidos de otra época, dispuestos como si fuesen manzanas en una
frutera. Efraín entró embobado, como un niño ante la viva imagen de su
superhéroe favorito, toda aquella decoración le parecía fantástica, poderosa, Anselmo
sólo le miró la cara maravillada de crío ante un enorme regalo de navidad y ya
se arrepentía del trato que había hecho, aun así decidió darle cinco minutos a
solas con la Dama por el dinero que había pagado, craso error, no pasaron ni
tres minutos cuando la casa entera pareció dar un pequeño brinco, como un sismo
breve, Anselmo se acercó a la puerta de dos zancadas, sintió una oleada de
calor como la furiosa caldera de una locomotora, o más probablemente como una
pira encendida, supo que el cerrojo de la puerta estaba ardiendo. Nunca le
había sucedido algo así y temió que ese chico hubiese prendido fuego a su casa.
Tomó una cacerola con agua de la cocina a su lado y se la vertió encima al
cerrojo para poder abrirlo, buena parte del líquido se volvió vapor al tacto
con un siseo efervescente, el humo negro comenzó a emerger por el borde de la puerta
que permanecía cerrada, “¡Maldito muchacho, sal de ahí ahora mismo! ¿Qué
haces!” el viejo golpeó la puerta con los puños pero un golpe más fuerte desde
dentro lo hizo retroceder un paso. Segundos después la puerta se abrió y la
mitad de Efraín cayó afuera como si hubiese estado apoyado en ella, Anselmo lo
arrastró afuera, el muchacho estaba desmayado y se había meado encima, el humo
se convertía en hollín y cubría todo de negro excepto por la Dama que
permanecía incólume, desviando la mirada inocente como el perro que acaba de
romper algo en medio de sus juegos, frente a su amo. El viejo jadeaba, miraba
con cara de estúpido al muchacho y a la Dama, sin entender qué había sucedido y
sin que ninguno pudiera responder nada. Una hora después, mientras limpiaba el
desastre en el cuarto de la Dama, se dio cuenta de que ésta tenía una navaja
enterrada en el pecho con un pañuelo manchado de sangre en el que se había
hecho un retrato de una muchacha y varios símbolos de magia negra. De la herida
en la Dama brotaba una gota de sangre fresca. Intentó remover el cortaplumas
pero éste estaba atascado en el hueso, en ese momento oyó la puerta de su casa,
Efraín había despertado y había salido huyendo en el acto. Nunca más volvió a verlo.
Ese
evento cambió la vida del muchacho quien abandonó las ciencias ocultas para siempre,
también dejó de lado sus aspiraciones amorosas con Diana, aunque jamás la olvidó.
Con el tiempo convirtió su habilidad y pasión por la investigación en una profesión,
estudió periodismo, cuando empezó a irle bien, Efraín Varas consideró que su nombre
carecía de la personalidad carismática que deseaba proyectar y lo cambió por uno
que a él le sonaba más potente: Clodomiro Almeida.
León Faras.
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