martes, 3 de enero de 2023

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

XXXI.



Cuando decidieron separarse para cubrir la ciudad, Emmer ya sabía de antemano qué haría ese día y no se iba a poner a patear las calles sin rumbo como un perro callejero. Si quería encontrar a alguien, lo lógico era acercarse al lugar donde todo el mundo debía ir al menos una vez al día, el pozo de agua, y esperar allí a que llegara la persona que busca, el asunto era que en Bosgos había tres pozos de agua, por lo que tampoco era un plan perfecto, pero el pozo elegido era un muy buen pozo, generoso, concurrido, en el que se manejaba muchísima información a su alrededor: nacimientos, defunciones, líos de alcoba o chismes varios, lo que lo convertía en un buen lugar para probar suerte, pero no tuvo más suerte de la que le tocó a su compañero. A eso del mediodía y medio hambriento, ya había visto a la mitad de la gente de la ciudad aglomerándose al rededor del pozo en animadas conversaciones que aunque no comprendía del todo su contexto, le servía al menos para mantenerlo entretenido husmeando en el intrincado mundo del parloteo ajeno. En eso estaba, cuando vio pasar una carreta conducida por una anciana, era la primera cara conocida que veía en el día, aquella era la mujer que le había comprado la pieza de carne curada, e iba acompañada esta vez de una chica realmente bonita, la que se cubría la cabeza con un pañuelo en muestra de recato, o tal vez solo para protegerse el cabello del sol y el polvo, pero su rostro parecía esculpido por el más talentoso de los artistas. Emmer las vio pasar y un segundo después se quedó con el rostro contraído y la vista en el suelo, estudiando una alarma que acababa de encenderse en su cabeza, “Esa chica… ¿Acaso no era… Cómo se llamaba? Era… era…” Tuvo que agudizar los sentidos de sus recuerdos para obtener la revelación que buscaba, “¡Esa era la chica que cuidaba Qrima, la que tenía un hijo del príncipe Rianzo! ¡O sea Janzo!” Un rostro como ese era difícil de pasarlo por alto, pero para cuando lo recordó, la carreta ya se había alejado y era engullida por la multitud.



Según como acordaron, Janzo estaba de regreso al mediodía; más desanimado que cansado y más sudado que sediento. Su amigo no estaba por ningún lado así que buscó un lugar donde sentarse a esperarlo. Frente a él, en el pozo, la gente iba y venía sin parar y pensó que hubiese sido una buena idea quedarse allí a solo esperar, en vez de salir a recorrer la ciudad sin un rumbo claro. La gran mayoría de las personas que frecuentaban el pozo eran mujeres con sus hijos pequeños a cuestas, atados a sus espaldas o caminando agarrados a sus faldas, como si pendieran de ellas. Muchos niños, pero ninguno era su pequeño Brelio, y es que si no estaba su mujer allí, difícilmente estaría su hijo, aunque por un momento le pareció verlo caminando aferrado a la falda de una mujer que no era Darlén, la que cargaba un bebé a la espalda y un cubo de agua en los brazos. El niño, sin embargo, estaba lejos y de espaldas a él, y la verdad era que, a esa distancia, podía ser cualquier otro niño similar a su hijo, y aquella ilusión no eran más que sus deseos por encontrar a su familia, pero cuando quiso abandonar la idea, no pudo, porque su cabeza estaba obstinada en decirle que ese niño era Brelio, y además, en recordarle que Darlén estaba junto con la mujer de Emmer cuando huyeron y que aquella tenía un bebé, y que esa mujer que había visto con su hijo, en realidad era Nila y que ahora debería correr si quería alcanzarla. Su cabeza se lo demandó, Janzo incluso se puso de pie de un brinco, pero ya era tarde, ya no los veía y de pronto ya no estaba tan convencido de que aquel niño hubiese sido en realidad su hijo. Estaba allí, consolándose de la duda y resignándose al engaño de sus sentidos, cuando Emmer regresó, venía jadeante y brillante de sudor, diciendo que le pareció haber visto pasar a Darlén en una carreta, pero que la perdió y no pudo comprobarlo, así que no podía estar seguro de lo que había visto, “¿Qué hacemos ahora?” Preguntó este último, Janzo volvió a sentarse y se cruzó de brazos, ya había vendido incluso al caballo y no le quedaba nada más por hacer, “No sé tú, pero yo no pienso moverme de aquí hasta no ver pasar delante de mí un rostro conocido…” Emmer se dejó caer a su lado, tampoco era que tuviera algo mejor que hacer, y dejaron pasar varias horas hasta que, por las últimas de la tarde, una carreta se detuvo frente a ellos por sí sola y un rostro conocido y malhumorado los miró. Era el viejo Qrima.



Oh, padre, aún queda algo por hacer antes de sacarte de ahí… ten paciencia por favor” Decía Migas, hurgando entre los restos chamuscados de su cabaña buscando cualquier cosa que pudiera salvarse, “Lo sé, padre, lo sé… ¿pero es que acaso tenemos otra opción?” Se miraba con desagrado las manos ennegrecidas por el hollín, pensando en que se ensuciaría todo con esa porquería y luego sería un fastidio darse un baño de cuerpo completo para quitársela, cuando una idea se le cruzó por la cabeza, “Oh, padre, ¡pero que gran idea! ¿En serio crees que funcione?” Y empezó a fregarse las manos con ganas, entre ellas y por toda la cara, como si se tratara del más aromático jabón. Continuó esparciéndose el hollín cubriendo hasta las orejas y los brazos hasta los codos; cuello y nuca también. Lo hizo con meticuloso cuidado, pues no contaba con nada parecido a un espejo y la idea era parecer un hombre de piel oscura y no solo alguien que se ha ensuciado con carbón a propósito, luego, y asumiendo el sacrificio de su misión, se cogió su querido cabello en una cola de caballo que cortó con su cuchillo, con eso, más una capa, no lo reconocería ni su propia madre, si esta aún viviera, y si no hubiese sido ciega desde tan joven. Había tomado, junto con su padre, la drástica decisión de regresar a Cízarin por el cuarto de oro enterrado en el suelo de su casa, bajo la calavera de su madre, y que ahora necesitaba para reconstruir su cabaña, oro que, por cierto, su padre en sus años mozos hurtó al mismísimo rey de Cízarin, al anterior del anterior, pero que al conseguirlo, no supo qué hacer con él más que enterrarlo, pues no podía usarlo y explicar de dónde lo había sacado. Desde entonces que estaba allí escondido. Migas sentía pesar, pues siempre había sentido ese oro como una pequeña fortuna que lo ponía, en secreto, un poquito por encima de los demás, aunque no le fuera de ningún provecho, lo reconfortaba saber que estaba ahí, pero ahora debía hacer lo que un hombre debe hacer, hacerse cargo de la situación, y eso es lo que haría, reconstruiría su hogar.


León Faras.

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