jueves, 4 de febrero de 2021

El Circo de Rarezas de Cornelio Morris.

 

LXIII.

 

Con la luz del día, Urrutia pudo comprobar algo que ya más o menos sospechaba: que el lugar donde habían ido a parar, le era totalmente desconocido, “¿Estamos perdidos?” Preguntó Vicente, alarmado, Urrutia lo miró, como se le mira a un niño ajeno haciendo una pataleta, “No, solo debemos tomar el mismo camino de regreso para volver a orientarnos” Era muy simple, pero les llevó varias horas encontrar el camino principal, entre una maraña de senderos que solo existían para guiar a los nativos a sitios indeterminados y engañar a los forasteros, y tampoco fue fácil dar con el pueblo correcto con la cantidad de caseríos aislados que tenía la región y que ni siquiera aparecían en los mapas. Por la tarde, y mientras Damián Corona llegaba al edificio para hablar con el sargento Leopoldo Jiménez sobre la última ubicación conocida del circo de Cornelio Morris, su hermano Vicente junto a Orlando Urrutia entraban en un pueblo desierto, en el que solo algunos perros se habían quedado para montar guardia. Cuando parecía que se habían equivocado una vez más de lugar, una multitud de gente comenzó a llenar las calles como por arte de magia, todos parecían venir del mismo sitio, en cuanto pudieron hablar con un lugareño, este les contó lo sucedido con la sirena y como el circo había tenido que largarse lo más rápido posible en busca de un médico, “Podemos seguirlos…” Sugirió Urrutia con determinación, “No, no podemos…” Afirmó Vicente con conocimiento de causa, “…esos camiones son más rápido de lo que parecen, además, necesitamos conseguir combustible si no queremos quedar varados en medio de la nada. Al menos ya sabemos hacia dónde se fue el circo” Concluyó, haciendo alarde de sensatez. Urrutia lo miró con disgusto, pero aceptando que su compañero tenía toda la razón. El lugar del incendio, estaba marcado por una gran cicatriz de tierra chamuscada, y restos inservibles de lonas y sogas a medio quemarse, “Dicen los lugareños, que el incendio fue apagado por una lluvia milagrosa…” comentó Urrutia en tono de burla, Vicente no compartía su humor, “Cosas más raras se han visto” comentó sin interés. Al parecer, allí el combustible era tan escaso como los médicos, y cuando pudieron conseguirlo, la noche ya se les venía encima otra vez, Urrutia era partidario de conducir durante toda la noche una vez más, pero Vicente lo convenció de que buscaran una cama donde dormir, la ciudad no estaba tan lejos, aparecía en el mapa y podían hacer el trayecto con más seguridad a primera hora de la mañana, y así evitar perderse y tener que pasar la noche durmiendo encogidos dentro del diminuto vehículo de Urrutia otra vez.

 

A esa hora, el circo había instalado su campamento en las afueras de la ciudad y humeaban los fondos con un guiso pastoso de constitución indeterminada, pero de apetitoso aroma, que era la cena de sus habitantes. Sara, sentada en la litera junto a Pardo, miraba el suelo con preocupación, como si algo muy malo estuviera sucediendo allá abajo, fue Von Hagen, quien había aceptado el desafío de Eloísa de jugar una nueva partida de ajedrez, el que lo notó, “No te preocupes, Lidia está muy bien ahora” Sara lo miró un poco espantada, como si hubiese sido arrancada bruscamente de sus cavilaciones, “No, sé que ella está bien, el que me preocupa mucho es el señor Morris” Comentó con timidez, “¿Cornelio, qué pasa con Cornelio?” Preguntó Eloísa, con un vistazo rápido, como temiendo que alguna de sus piezas se moviera sola al menor descuido, “No sé qué es, pero algo malo va a suceder… lo vi, yo lo vi…” Von Hagen estaba a punto de ganar la partida nuevamente, pero se detuvo, “¿A qué te refieres? ¿Algo malo le sucederá a él?” “Más jodido de lo que ya está, no puede estar…” Comentó Román Ibáñez, quien en ese momento entraba con un plato de guiso caliente en las manos y un pan amasado bajo el brazo, luego agregó “…Florentino hizo el pan, y ese hombre tiene las manos de una monja” Von Hagen hizo el amago de ponerse de pie para ir por su cena, pero Eloísa lo detuvo sin quitar la vista del tablero, “Si abandonas la partida, gano yo…” Sentenció. Al final, el bueno de Pardo trajo la ración de todos en una olla que luego repartieron. Por la mañana, la responsabilidad de animar a las personas para que se acercaran al circo, recayó, para sorpresa de todos, en las pequeñas manos de Román Ibáñez. Ni él mismo era capaz de creerlo cuando Beatriz le alcanzó el megáfono de Cornelio Morris, se sentía como si estuviera recibiendo alguna especie de báculo de mando o algo así, Beatriz sonreía levemente, aunque su sonrisa parecía algo cínica, “…te escuché ayer cuando presentaste a Sara y quiero que hagas lo mismo con los demás, eso es todo” Y el enano lo hizo, encaramándose sobre una caja, con la ayuda del amigo de todos, Ángel Pardo, y el megáfono en la boca, comenzó a gritar con su voz aguda y aguardentosa  las maravillas del circo, “¡Acérquense, Damas y caballeros! No dejen para después lo que solo podrán ver hoy. El animal más extraño de la naturaleza, mitad hombre, mitad mono; habitante del frío, cazador de focas, lobos… y hombres” La gente se agrupaba para oírlo divertida, como si él mismo fuese una atracción en sí. Desde corta distancia, en su jaula y ya listo para actuar, Von Hagen oía incrédulo de que aquella fuese su presentación, Beatriz por otro lado, cobraba las entradas conforme de haber puesto al enano allí, quien no paraba de gritar y gesticular como un muñeco mecánico incapaz de cansarse, “¡Pasen, señores! No sean cicateros, que este no es solo un espectáculo más, es una experiencia única que jamás olvidarán en toda su vida” El circo se llenó de abundante público, y el enano seguía yendo de un lado para otro gritando sin parar cuanto salía de su cabeza, “Si creían haberlo visto todo, ¡El circo de las Maravillas de Cornelio Morris les mostrará lo equivocados que están y…!” Su voz y su entusiasmo se extinguieron en ese momento, a tan solo un par de metros de él estaba parado Cornelio Morris con su decrépita figura sujeta en un bastón, quien ya comenzaba a ponerse de pie, aunque solo fuese capaz de hacerlo durante algunos minutos. El enano se quedó sin habla, como si hubiese visto al mismísimo diablo, pero Morris, sin abrir la boca, asintió con la cabeza y le animó a seguir con un leve gesto de la mano, Román no comprendía nada, solo pudo asentir con nerviosa rapidez y seguir con su repertorio. Hasta Cornelio debía admitirlo: el enano hacía un excelente trabajo, y su pequeña y estrambótica figura, era un imán para la gente, que disfrutaba con solo verlo y oírlo, y que lo seguían como un rebaño de jóvenes gansos a su madre. Unos segundos después, Román echó un nuevo vistazo a su jefe, pero este ya no estaba, y por más que lo buscó con la vista no logró verlo. Cornelio Morris ya descansaba nuevamente en su sofá, gracias a los hermanos Monje quienes lo transportaron de regreso a su oficina sin pérdida de tiempo, literalmente. “¿Entonces, zarpamos esta misma tarde?” preguntó Eusebio, con el rostro contraído, mientras Cornelio recibía un té con un corto de coñac de manos de Eugenio, “Sí…” respondió su jefe, y agregó “…ya no podemos pasar tanto tiempo en un solo sitio, no tengo las mismas fuerzas de antes” Los mellizos asintieron obedientes. Antes de salir, Cornelio les recordó su propósito, “Recuerden, quiero que enfilen hacia Valle Verde, tengo un asunto que atender allí” Los hermanos se miraron, pero ni Eugenio ni Eusebio tenían alguna idea de qué asunto podría tener su jefe en ese lugar, por lo que solo se limitaron a volver a asentir.


León Faras.

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