LXIII.
Con
la luz del día, Urrutia pudo comprobar algo que ya más o menos sospechaba: que
el lugar donde habían ido a parar, le era totalmente desconocido, “¿Estamos
perdidos?” Preguntó Vicente, alarmado, Urrutia lo miró, como se le mira a un
niño ajeno haciendo una pataleta, “No, solo debemos tomar el mismo camino de
regreso para volver a orientarnos” Era muy simple, pero les llevó varias horas
encontrar el camino principal, entre una maraña de senderos que solo existían
para guiar a los nativos a sitios indeterminados y engañar a los forasteros, y
tampoco fue fácil dar con el pueblo correcto con la cantidad de caseríos
aislados que tenía la región y que ni siquiera aparecían en los mapas. Por la
tarde, y mientras Damián Corona llegaba al edificio para hablar con el sargento
Leopoldo Jiménez sobre la última ubicación conocida del circo de Cornelio
Morris, su hermano Vicente junto a Orlando Urrutia entraban en un pueblo
desierto, en el que solo algunos perros se habían quedado para montar guardia.
Cuando parecía que se habían equivocado una vez más de lugar, una multitud de
gente comenzó a llenar las calles como por arte de magia, todos parecían venir
del mismo sitio, en cuanto pudieron hablar con un lugareño, este les contó lo
sucedido con la sirena y como el circo había tenido que largarse lo más rápido
posible en busca de un médico, “Podemos seguirlos…” Sugirió Urrutia con
determinación, “No, no podemos…” Afirmó Vicente con conocimiento de causa,
“…esos camiones son más rápido de lo que parecen, además, necesitamos conseguir
combustible si no queremos quedar varados en medio de la nada. Al menos ya
sabemos hacia dónde se fue el circo” Concluyó, haciendo alarde de sensatez.
Urrutia lo miró con disgusto, pero aceptando que su compañero tenía toda la
razón. El lugar del incendio, estaba marcado por una gran cicatriz de tierra
chamuscada, y restos inservibles de lonas y sogas a medio quemarse, “Dicen los
lugareños, que el incendio fue apagado por una lluvia milagrosa…” comentó
Urrutia en tono de burla, Vicente no compartía su humor, “Cosas más raras se
han visto” comentó sin interés. Al parecer, allí el combustible era tan escaso
como los médicos, y cuando pudieron conseguirlo, la noche ya se les venía
encima otra vez, Urrutia era partidario de conducir durante toda la noche una
vez más, pero Vicente lo convenció de que buscaran una cama donde dormir, la
ciudad no estaba tan lejos, aparecía en el mapa y podían hacer el trayecto con
más seguridad a primera hora de la mañana, y así evitar perderse y tener que pasar
la noche durmiendo encogidos dentro del diminuto vehículo de Urrutia otra vez.
A
esa hora, el circo había instalado su campamento en las afueras de la ciudad y
humeaban los fondos con un guiso pastoso de constitución indeterminada, pero de
apetitoso aroma, que era la cena de sus habitantes. Sara, sentada en la litera
junto a Pardo, miraba el suelo con preocupación, como si algo muy malo
estuviera sucediendo allá abajo, fue Von Hagen, quien había aceptado el desafío
de Eloísa de jugar una nueva partida de ajedrez, el que lo notó, “No te
preocupes, Lidia está muy bien ahora” Sara lo miró un poco espantada, como si
hubiese sido arrancada bruscamente de sus cavilaciones, “No, sé que ella está
bien, el que me preocupa mucho es el señor Morris” Comentó con timidez,
“¿Cornelio, qué pasa con Cornelio?” Preguntó Eloísa, con un vistazo rápido,
como temiendo que alguna de sus piezas se moviera sola al menor descuido, “No
sé qué es, pero algo malo va a suceder… lo vi, yo lo vi…” Von Hagen estaba a punto
de ganar la partida nuevamente, pero se detuvo, “¿A qué te refieres? ¿Algo malo
le sucederá a él?” “Más jodido de lo que ya está, no puede estar…” Comentó
Román Ibáñez, quien en ese momento entraba con un plato de guiso caliente en
las manos y un pan amasado bajo el brazo, luego agregó “…Florentino hizo el
pan, y ese hombre tiene las manos de una monja” Von Hagen hizo el amago de
ponerse de pie para ir por su cena, pero Eloísa lo detuvo sin quitar la vista
del tablero, “Si abandonas la partida, gano yo…” Sentenció. Al final, el bueno
de Pardo trajo la ración de todos en una olla que luego repartieron. Por la
mañana, la responsabilidad de animar a las personas para que se acercaran al
circo, recayó, para sorpresa de todos, en las pequeñas manos de Román Ibáñez.
Ni él mismo era capaz de creerlo cuando Beatriz le alcanzó el megáfono de
Cornelio Morris, se sentía como si estuviera recibiendo alguna especie de
báculo de mando o algo así, Beatriz sonreía levemente, aunque su sonrisa
parecía algo cínica, “…te escuché ayer cuando presentaste a Sara y quiero que
hagas lo mismo con los demás, eso es todo” Y el enano lo hizo, encaramándose
sobre una caja, con la ayuda del amigo de todos, Ángel Pardo, y el megáfono en
la boca, comenzó a gritar con su voz aguda y aguardentosa las maravillas del circo, “¡Acérquense, Damas
y caballeros! No dejen para después lo que solo podrán ver hoy. El animal más
extraño de la naturaleza, mitad hombre, mitad mono; habitante del frío, cazador
de focas, lobos… y hombres” La gente se agrupaba para oírlo divertida, como si
él mismo fuese una atracción en sí. Desde corta distancia, en su jaula y ya
listo para actuar, Von Hagen oía incrédulo de que aquella fuese su presentación,
Beatriz por otro lado, cobraba las entradas conforme de haber puesto al enano
allí, quien no paraba de gritar y gesticular como un muñeco mecánico incapaz de
cansarse, “¡Pasen, señores! No sean cicateros, que este no es solo un
espectáculo más, es una experiencia única que jamás olvidarán en toda su vida”
El circo se llenó de abundante público, y el enano seguía yendo de un lado para
otro gritando sin parar cuanto salía de su cabeza, “Si creían haberlo visto
todo, ¡El circo de las Maravillas de Cornelio Morris les mostrará lo
equivocados que están y…!” Su voz y su entusiasmo se extinguieron en ese
momento, a tan solo un par de metros de él estaba parado Cornelio Morris con su
decrépita figura sujeta en un bastón, quien ya comenzaba a ponerse de pie,
aunque solo fuese capaz de hacerlo durante algunos minutos. El enano se quedó
sin habla, como si hubiese visto al mismísimo diablo, pero Morris, sin abrir la
boca, asintió con la cabeza y le animó a seguir con un leve gesto de la mano,
Román no comprendía nada, solo pudo asentir con nerviosa rapidez y seguir con
su repertorio. Hasta Cornelio debía admitirlo: el enano hacía un excelente
trabajo, y su pequeña y estrambótica figura, era un imán para la gente, que
disfrutaba con solo verlo y oírlo, y que lo seguían como un rebaño de jóvenes
gansos a su madre. Unos segundos después, Román echó un nuevo vistazo a su
jefe, pero este ya no estaba, y por más que lo buscó con la vista no logró
verlo. Cornelio Morris ya descansaba nuevamente en su sofá, gracias a los
hermanos Monje quienes lo transportaron de regreso a su oficina sin pérdida de
tiempo, literalmente. “¿Entonces, zarpamos esta misma tarde?” preguntó Eusebio,
con el rostro contraído, mientras Cornelio recibía un té con un corto de coñac
de manos de Eugenio, “Sí…” respondió su jefe, y agregó “…ya no podemos pasar
tanto tiempo en un solo sitio, no tengo las mismas fuerzas de antes” Los
mellizos asintieron obedientes. Antes de salir, Cornelio les recordó su
propósito, “Recuerden, quiero que enfilen hacia Valle Verde, tengo un asunto
que atender allí” Los hermanos se miraron, pero ni Eugenio ni Eusebio tenían
alguna idea de qué asunto podría tener su jefe en ese lugar, por lo que solo se
limitaron a volver a asentir.
León Faras.
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