LXVI.
La
luz del día despertó a los habitantes del circo en un nuevo pueblo my diferente
de los anteriores, de hecho, era el sitio más miserable en el que jamás habían
encallado. Las casas, a pesar de ser todas diferentes, no había una sola que
destacara, todas parecían chabolas endebles construidas con desechos y
desperdigadas sin orden, unas amontonadas por aquí y otras aisladas por allá,
sin cultivos, como si a ese lugar no hubiese alcanzado a llegar la agricultura,
aunque al menos se debía decir que ya dominaban el fuego, pues se podían ver
algunas columnas de humo a primera hora de la mañana. El pueblo estaba
atravesado a lo largo por un camino de barro, largo y afilado como una cicatriz,
un barro formado por los mismos habitantes que arrojaban sus aguas a la vía
pública. Estos habitantes, que observaban el campamento con recelo y
curiosidad, como aborígenes que ven llegar barcos a sus costas, lucían como
esclavos de una mina de carbón: sucios, flacos y zarrapastrosos; seres capaces
de asustarse de su propio reflejo en un espejo, “¿Dónde diablos nos hemos
venido a meter?” Comentó Román en un susurro que apenas llegó a los elevados
oídos de Ángel Pardo, este, desde su privilegiado punto de vista, podía ver que
el poblado era más grande de lo que parecía a simple vista y que estaba
establecido en una tierra estéril en la que no crecía más que algunos hierbajos
inservibles. El principal sustento de aquellas gentes, podía oírse y olerse:
criaban cerdos, mucho mejor alimentados que sus supuestos amos, mientras que
los niños, eran expertos cazadores de ratas. Beatriz dejó a Cornelio cuando
este comenzó a extrañarse de que pasaban los minutos y no se oía la voz de
Román a través del megáfono invitando a la gente a pasar, la mujer se encontró
con todos los habitantes del circo admirando la miseria en su máximo esplendor,
incluso Eloísa había salido de su tienda y observaba a un niño en cuclillas,
con la piel oscura de mugre, que la observaba con su grandes ojos sin sorpresa,
a pesar de la majestuosidad de sus alas, mientras se hurgaba la nariz con afán.
Tanto Sofía, como los hermanos Monje, no se explicaban cómo habían caído ahí
sin darse cuenta de la evidente pobreza del lugar, que contractaba duramente
con la bella y ordenada ciudad que habían dejado atrás hace tan poco. El único personaje
del circo que parecía causarles alguna impresión a los desgraciados habitantes
de ese lugar, era Horacio, a pesar de que este ya estaba fuera de su jaula y
fuera de su papel de bestia de los fríos bosques del norte. El enano miró a
Beatriz con duda, pero esta lucía tan confundida como él, por lo que se animó a
levantar su megáfono e invitar a esa gente a ver el espectáculo, que de seguro,
algún dinerito tendrían para gastar, “¡Acérquense, damas y caballeros! Les
aseguro que no encontrarán nada igual al circo de Cornelio Morris. Será una…
experiencia…” Pero su voz se extinguió ante la indiferencia de las personas de
ese lugar, Volvió a mirar a Beatriz, “¿Qué hacemos?” preguntó preocupado, esta
pensaba que debían irse mientras tuvieran tiempo que aprovechar en otra parte,
sobre todo ahora, que el circo se estaba movilizando todos los días, pero antes
de eso, Sofía se acercó a uno de los habitantes del pueblo para preguntarles
qué sucedía en ese lugar, por qué vivían así. Un hombre muy, muy flaco y de
ojos asustados, solo le contestó señalando un punto del pueblo en el que se
alzaba una delgada columna de humo blanco, allá fue la muchacha, seguida de su
tía, Horacio, Román y Eloísa, hasta llegar a un precario cobertizo donde un
viejo semidesnudo y con una barba muy larga y enmarañada, esculpía una cruz de
madera alimentando el fuego con las virutas, Román, que parecía más joven y
rechoncho al lado de ese viejo, le preguntó al Escultor por qué vivían así,
pudiendo emigrar a tierras mejores, más fértiles, “…no hay tierras fértiles para
nosotros, ya no…” respondió el viejo sin dejar de trabajar la madera con sus manos
nudosas y plagadas de venas, rodeado de varios hombres, mujeres y niños que
parecían muy respetuosos e interesados en su monótono trabajo, junto a él, una
maceta colgada con un cedazo en su interior, goteaba insistentemente dentro de
un cuenco de greda, un agua de color ocre suave, “Sean bienvenidos, hace mucho
tiempo que no recibimos visitas, pero por su bien, es mejor que se vayan de
aquí lo antes posible… esta es una tierra maldita” Les recomendó el viejo,
tomando el cuenco de greda y bebiendo un sorbo de él, “¿Maldita? ¿Por qué?”
preguntó Sofía, con una sonrisa mal disimulada, como si las palabras del viejo
le hubiesen sonado de lo más desproporcionadas. El Escultor detuvo su trabajo
para mirarla con unos ojos que parecían tener mil años, “Hace muchos años, fue
cometido un pecado imperdonable y fuimos castigados por él…” El viejo quiso
retomar su trabajo, pero antes agregó, “…la muerte de un inocente…” Román bufó
burlesco, “Inocentes mueren todo el tiempo” dijo sonriendo confiado, el
Escultor detuvo su trabajo en el acto, “No todo lo que llamas inocente,
realmente lo es…” dijo con severidad,
como si estuviera corrigiendo a un pupilo insolente, y añadió, “…hay algunos
que no deben ser asesinados…” El enano arrugó el ceño, como quien sabe que está
oyendo una hipérbole descarada, Sofía intervino de nuevo, “Bueno, ¿Y qué pasó?”
El viejo miró a los tristes e inexpresivos rostros de sus compañeros, pero no
encontró nada en ellos, “Vino la gran noche…” Eloísa se acuclilló como para
escuchar mejor, “¿Qué es eso de la gran noche?” Preguntó interesada. El
Escultor la miró sin siquiera la más mínima atención en sus espectaculares
alas, “El sol dejó de salir durante treinta y tres días, nos quedamos en la más
absoluta oscuridad. Antes de que el último fuego se apagara, cogimos lo poco
que teníamos y a diez de nuestros cerdos y empezamos a caminar, como una manada
de ciegos encerrados en la noche absoluta, caminamos todo ese tiempo sin
toparnos con nada ni con nadie, cogidos unos de otros para no perdernos, cuando
por fin el sol volvió a salir, nos encontrábamos aquí, en este yermo estéril y
supimos que aquí debíamos quedarnos…” “¿Una noche de treinta y tres días?”
Preguntó Horacio, incrédulo, “Así fue…” respondió el escultor, y agregó,
“…Cuando llegamos, once de los nuestros habían desaparecido, sin hacer un solo
ruido en la oscuridad, a pesar de que nuestros oídos eran lo más atento que
teníamos… de los cerdos, no se perdió ni uno” concluyó, dispuesto a reanudar su
trabajo. Mientras esculpía, agregó, “Nos establecimos aquí, y esperamos la
conclusión de nuestra pena, que sabemos que será muy, muy larga…” Román echó un
vistazo en derredor, mientras los cerdos estaban gordos, las personas lucían
escuálidas hasta los huesos, “¿Con qué alimentas a los cerdos? si aquí no hay
nada” preguntó desafiante, el viejo negó con la cabeza, “Eso no te lo puedo
decir…” dijo, arrojando un nuevo puñado de virutas a su fuego. “Interesante historia,
abuelo…” intervino de pronto Beatriz, y luego, dándose la vuelta, agregó, “…muy
bien, no hay nada que hacer aquí, nos vamos, mientras aún podemos aprovechar este
día en otra parte” El Escultor estiró uno de sus magros brazos y cogió una de las
muchas cruces que colgaban allí, era apenas del tamaño de un cigarrillo, pero de
ángulos y proporciones perfectas, digna de alguien que no hacía otra cosa en su
vida, más que hacer cruces, y se la estiró a Sofía, “Toma…” le dijo, “…nadie puede
irse de aquí sin llevarse una cruz” la muchacha la aceptó con un “gracias” aunque
no entendió a qué se refería el viejo exactamente.
León Faras.
No hay comentarios:
Publicar un comentario