LXXIV.
Beatriz
lloraba en silencio sentada en el escritorio de Cornelio Morris, lloraba porque
ahora que Cornelio estaba destruido se daba cuenta de que nunca había dejado de
amarlo y de todo lo que había hecho y perdido por ese amor. Lloraba porque
había amado toda su vida al hombre que asesinó a su hijo y encerró a su hermana
en una prisión permanente y no había valido para nada que valiese la pena, “No
hubiese valido para nada…” Dijo Cornelio de repente con un hilo de voz cansado,
la mujer lo miró espantada, como si le hubiese leído los pensamientos, Cornelio
giró un poco la cara para agregar, “…el Curandero, nada podía hacer por mí…”
Luego de volver la vista al frente otra vez, añadió algo más, “…pensé que
llorabas por eso” Pasaron varios segundos y más de algún amago por parte de la
mujer de querer decir algo, pero justo cuando por fin se decidía a hacerlo,
Cornelio se le adelanto, “Mi abuelo, murió a los ciento veintiún años y murió
porque la viga de una carreta le cayó encima de la cabeza y le rompió el cuello,
porque los años no se le veían por ninguna parte…” Hizo una pausa, que Beatriz
no podía interpretar porque no sabía si ya había terminado aquella historia
sobre su abuelo que no venía a cuento para nada, o aún le quedaba más. La mujer
probó hacer un amague de querer hablar algo y funcionó. Cornelio continuó, “En
mi familia, siempre hemos sido más lentos para envejecer, mi padre decía que
era un don, como un regalo de Dios o algo así. Tenía ciento diecisiete años él
cuando yo dejé mi pueblo, edad que no demostraba, y era guarda de un piojento
cementerio en un pueblo miserable…” Cornelio sonrió con malicia y un poco de
esfuerzo mirando la imagen de su padre proyectada en su mente, “…En eso se
gastaba el “regalo de Dios”, en arrancarle la maleza seca a tumbas que ni el nombre
les quedaba, y mi tío Cipriano, tres años menor, no era mejor, él no hizo en su
vida nada más que reparar carretas y herrar caballos, como mi abuelo… y vino…”
Cornelio pareció reflexionar sobre esto último, luego asintió convencido, “Sí,
hacía un buen vino mi tío, pero era más lo que se bebía él, que lo que vendía…”
Beatriz hace rato ya no lloraba, la verdad, ya no sabía bien qué hacer en ese
momento, solo guardó silencio y esperó. Cornelio no tardó en continuar, “¡Quién,
carajo, quiere vivir tanto para nada!” Dijo, como queriendo reprender a alguien
invisible frente a él, negó con resignación y volteó la cara hacia la mujer
“¿Quieres darme un trago?” Le suplicó a Beatriz, la mujer dudó, en su estado
podía hasta matarlo un vaso de coñac, pero negárselo era una crueldad, así que le
llenó el vaso hasta la mitad y se lo alcanzó. Al menos Cornelio podía
llevárselo a la boca y beberlo por sí solo, “Quiero que hagas una última cosa
por mí…” dijo luego de tragar una buena dosis de licor, la mujer lo miró con
las cejas arqueadas, aquello de “última cosa” le sonaba preocupante. Cornelio
continuó sin esperar una respuesta verbal, “…Quiero que me alcances el arma, y
salgas de aquí” La mujer le miraba como si no hubiese comprendido bien, luego,
y por instinto, comenzó a negar con la cabeza, Cornelio la miró a los ojos,
“Mírame. No me voy a recuperar de esto, solo será peor y no quiero que me sigan
arrastrando de pueblo en pueblo como un bulto que no puede ni cagar por sí solo.
No lo permitiré” Hablaba con cierta dificultad, pero su mirada era poderosa
como en sus mejores años. Trató de respirar hondo, “Solo hay una salida, para
ti, para mí, para todos, siempre lo has sabido y mi elección no es tuya…”
Beatriz no se movía, solo lo miraba, pero ya no negaba con la cabeza. Parecía
muy confundida. Cornelio continuó, “Yo no sé si exista el cielo o el infierno,
pero francamente no me importa, porque creer en esas tonterías es renunciar a
tu vida y solo cuando renuncias a vivir, comienzas a tener miedo a morir.
Pierdes el tiempo, porque haya lo que haya del otro lado, lo único que no hay
es memoria… recuerda eso” Sonrió con amargura, hizo una pausa de otro trago de coñac
y luego agregó con sequedad, “Solo dame la maldita arma…” Beatriz se puso de
pie, pero inmediatamente se dirigió a la salida, “¡Beatriz!” Su voz sonó lo
suficientemente poderosa como para detenerla antes de salir.
Cuando
Beatriz salió y cerró la puerta de la oficina de Cornelio Morris tras ella,
todos los habitantes del circo, a excepción de Román y Eloísa, estaban reunidos
fuera, aguardando a ver qué sucedía. Algunos curiosos también permanecían por
allí, amontonados en pequeños grupos que aún cuchicheaban y observaban sin nada
mejor que hacer con sus vidas en ese momento. Los que sí estaban esperando a
averiguar algo eran los hermanos Corona, que luego de ver lo que le había
ocurrido a Eloísa y entender que algo malo estaba sucediendo con Cornelio
Morris, porque este no se había dejado ver en todo el día, se daban cuenta de
que aquel no era un día normal en el circo. Beatriz caminaba acongojada,
restregándose los brazos con las manos como si sintiera frío, Sara, sujeta a
las faldas del saco de Pardo, la miraba expectante, “¿Y cómo está?” Preguntó
Sofía adelantándose a todos, “¿Se recuperará?” Agregó Eugenio, como si aquella
fuese una doctora que acaba de visitar a su paciente. Beatriz solo miraba el
piso, evadiendo la mirada de los demás “Él… él…” Sara hundió el rostro en el vientre
de Pardo y comenzó a sollozar sin razón alguna, Beatriz continuaba intentando
decir algo, “Él… lo que él quiere…” Beatriz generó tal grado de expectación, y
todos estaban tan concentrados en sus palabras liberadas con un cuentagotas,
que la detonación los hizo encogerse de hombros y cerrar los ojos a todos, y
Sara ahora sí, reventó en llanto sin aprensiones. No había duda, el disparo era
de la poderosa Colt45 y había sonado dentro de la oficina de Cornelio Morris, y
hasta donde se podía deducir, él estaba allí solo, sin embargo no sería
necesario corroborarlo, puesto que Sofía, admirada, tocó la piel blanca y
ligeramente velluda del brazo de Von Hagen, quien además de su poblada barba
color cobre añejo, era perfectamente normal. Sara había alcanzado el hombro de
Ángel Pardo cuando se despegó de él, y no era que había crecido, como le dio la
impresión en un primer momento, sino que él había recuperado su estatura normal,
la misma que cuando llegó al circo, que por cierto, era bastante similar a la
de ella. Beatriz había envejecido de golpe un poco, y los mellizos Monje había
perdido para siempre su magia. En ese momento alguien gritó, y hasta los
hermanos Corona, junto a Gloria, pudieron ver absolutamente estupefactos, como
el estanque de agua de Lidia había desaparecido con agua y todo y la mujer
permanecía encerrada en un precario gallinero, el cual ya habían visto antes en
la fotografía, del que gritaba como no lo había hecho en años, llamando a su hija.
No tardó en ser liberada, cubrirse con el saco de Pardo y abrazar a Sofía y Horacio,
pero se separó de ellos en cuanto vio a su hermana Beatriz. Esta no se lo
esperaba, pero Lidia no hizo más que correr hacia ella y colgarse de su cuello
en un abrazo largo y de profundo cariño, “Gracias por cuidar de mi hija todos
estos años” Le dijo. Vicente Corona se acercó en ese momento para recordarles
que se estaban olvidando de alguien, y hizo un diminuto gesto con el dedo para señalarlo:
el hombre de las cuevas de Pravia ya no era más tal cosa, sino que solo un
Diego Perdiguero desorientado y confundido que no entendía donde estaba ni
cuánto tiempo había pasado, porque no recordaba nada desde el día en que llegó
al circo y despertó en un sitio oscuro. Cuando salió de su encierro, caminaba
con dificultad, debido al entumecimiento por el tiempo pasado dentro de esa
estrecha jaula, también la vista le molestaba, aunque solo tardaría unos minutos
en acostumbrarse a la pobre luz del atardecer, pero eso no era todo, porque en ese
momento su estómago comenzó a hacer contracciones muy fuertes, junto con el
diafragma y los músculos del esófago hasta expulsar hacia afuera una egagrópila
que Perdiguero miró con todo el asco y la sorpresa del mundo, “Pero qué
mierda…” Gloria se quedó perpleja, Damián puso cara de lástima y Vicente fue el
único que sonrió mientras se quitaba la chaqueta y se la ponía sobre los hombros
de Perdiguero, “Tranquilo amigo, ya te contaremos todo lo que ha pasado…”
León Faras.
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