martes, 26 de marzo de 2019

El Circo de Rarezas de Cornelio Morris.


XXIII.

A la mañana siguiente, las cosas no empezaban bien para Cornelio, Eusebio Monje lo despertaba de madrugada, prácticamente al alba, con sendos golpes en la puerta de su oficina. Más le valía tener una buena razón para hacer eso y sí que la tenía, Beatriz Blanco abrió la puerta, cubierta con una bata de levantarse, exagerando contrariedad en su voz y ademanes, el gemelo fue escueto y directo como un dardo, “Eugenio está mal.” Nada más, y se dio la vuelta y volvió por donde había venido. No era un hombre de muchas palabras, más bien pocas, duras y directas, lo contrario de su hermano, conciliador, evasivo y sensible, pero tampoco era que la mujer le agradara demasiado. Beatriz cambió el rostro, cerró la puerta y dos minutos después salía vestida y corriendo a la tienda de los gemelos. Eugenio había llegado a significar mucho para ella, era el tipo de hombre al que le hubiese gustado amar, pero por el que nunca pudo sentir más que un gran cariño, él sí la amó, alguna vez, y estuvo dispuesto a huir, a dejar el circo, incluso a abandonar a su hermano para irse con ella, pero ella no lo siguió, lo quería, pero en realidad, no deseaba abandonar a Cornelio Morris y no lo hizo. Eugenio lo aceptó, con todo el dolor de la decepción, pero él era un hombre bueno y no la iba a odiar por eso, ella no lo amaba y no había forma de que eso cambiara, luego, su habilidad para manipular el tiempo, hizo que se fuera poniendo viejo junto con su hermano, mucho más rápido que el resto de las personas y poco a poco sus ambiciones con Beatriz se fueron disipando hasta quedar relegadas a algún cajón olvidado en las bodegas del inconsciente. Sin embargo, su hermano Eusebio desde ese día comenzó a odiar a la mujer por el desprecio hacia su hermano, un odio mudo, inocuo, pero odio al fin y al cabo, y ese no se disipaba, estaba ahí, plantado como un árbol, que aunque no hiciera nada, era imposible de ignorar. Cuando llegó Cornelio, encontró a Beatriz arrodillada en el suelo junto al lecho de Eugenio Monje, tomando la mano de éste y acariciando su frente. Se veía de pronto mucho más viejo y débil, inconsciente, sudoroso y con una respiración apenas perceptible. Al otro lado estaba Eusebio, sentado sobre su litera, se veía profundamente agotado, era evidente que no había dormido nada en toda la noche, Morris le dirigió una mirada y sin una palabra se lo dijeron todo, estaban varados ahí, sin su hermano, el circo no iría a ningún lado. Eloísa se acercó a observar qué pasaba, “Trae al Curandero…” Susurró Eusebio a su jefe, Beatriz también lo miró anhelante, “Eso tiene un precio, además…” alcanzó a responder Morris, Eusebio lo interrumpió “Yo le daré la sangre que quiera…” Cornelio se lo negó, el mellizo insistió y Morris acabó la discusión con su vozarrón de capitán de barco “¡Idiota! de qué me sirve que salves a tu hermano si luego te mueres tú” “Yo le puedo dar la sangre…” dijo Beatriz con la voz más suave del mundo, pero Cornelio ni siquiera la tomó en serio, se dio la vuelta con una sonrisa de desprecio y salió de la tienda.

De pronto, las ratoneras para capturar ratones vivos, habían vuelto a hacerse muy populares en el circo. Se habían esparcido por todas partes y cada cierto tiempo, alguien tenía que revisarlas, como no, Von Hagen era uno de ellos. Éste estaba parado allí con una pequeña ratonera en la mano, en la que dos ratoncitos se colgaban de los alambres de la reja en busca de una salida. Estaba de pie frente a la jaula “del nuevo” Diego Perdiguero, quien permanecía acuclillado en un rincón con la cara pegada a la pared donde los barrotes estaban cubiertos por una lona gruesa, evitando a toda costa los rayos del sol. Lo escuchaba balbucear palabras como para sí mismo, mientras se preguntaba en qué nefasto momento de su vida había tenido la infeliz idea de pedir trabajo en este circo, cuando escuchó su nombre gritado estridentemente por Cornelio Morris, “¡Horacio, ven aquí!” Eloísa lo seguía expectante. Von Hagen se quedó ahí parado como un idiota hasta que escuchó el grito de su jefe por segunda vez, “¡Ahora!” entonces dio un respingo, soltó la ratonera y salió corriendo. “Ve al pueblo, busca un médico y tráelo aquí” Horacio dudó unos segundos, cuánto tiempo hacía que no salía de dentro de los dominios del circo, pero cuando por fin echaba a correr, Cornelio lo detuvo para darle algo de dinero para el doctor. Horacio se atrevió a preguntar para quién era el médico, Morris lo miró como si estuviera intentando cuestionarlo, pero pronto recapacitó y suavizó el rostro. Le entregó el dinero, “Es para Eugenio, está muy mal. ¡Date prisa!”

Horacio se internó en el pueblo como un animal salvaje se interna en los dominios del hombre, asustado y fuera de su hábitat y de la misma manera la gente con la que se encontró lo recibió, con sorpresa, incluso miedo, como si se tratara de alguna criatura peligrosa escapada de un circo. Muchos que ya habían visto el circo, pensaron de hecho que así había sido. Les costaba ver a un ser humano debajo de todo ese pelo que le cubría la cara y todo el cuerpo, además Von Hagen no era un gran socializador dentro del circo y mucho menos fuera de él, con completos desconocidos, sólo se limitaba a pedir un doctor a viva voz, preocupando aún más a las personas que de inmediato se imaginaban que el pobre tenía una enfermedad rarísima que con toda seguridad sería contagiosa y pronto todo el pueblo estaría criando pelos hasta los ojos. Casi como si se tratara de un leproso, una bondadosa mujer, con la boca y la nariz tapada con el delantal, le indicó una dirección que seguir con el dedo y dos palabras rápidas, que más parecía que lo estaba tratando de sacar lo antes posible de su barrio, pero en realidad la indicación sí era correcta. Un poco más allá, un señor un poco borracho, a pesar de la hora, pero con los prejuicios ahogados en alcohol, incluso asegurando que en su vida había conocido hombres mucho más peludos que él, le señaló con exactitud, y un tufo que pateaba como una mula, el lugar exacto donde el único médico del pueblo atendía: un edificio de dos pisos, rojo con los bordes blancos, apretujado contra el final de la calle, con una escalera en la entrada y una placa de metal junto a la puerta que rezaba “Remigio Parragorda. Médico” Sí, en cuestión de apellidos, uno se podía encontrar cosas muy raras.

Una mujer madura, pero muy maquillada, con un peinado de salón y unos coquetos anteojos en la punta de una naricilla afilada, se puso de pie de un salto y con un agudo gritito de adolescente, al ver irrumpir en su recepción a un hombre parecido a un orangután atolondrado, urgido por ver a un doctor. Sólo se tranquilizó cuando éste depositó en su escritorio un puñado de billetes arrugados y ovillados entre sí. La mujer volvió a sentarse con desconfianza y la punta de los dedos de su mano izquierda en medio de su prominente busto, como queriendo calmar su acelerado corazón después del susto, “El doctor está ocupado ahora. Tiene que esperar unos minutitos, ¿Sí?” le dijo con sus delineadas cejas bien levantadas y mirando por encima del marco de los anteojos, Von Hagen intentó explicar que el doctor no era para él, sino para que lo acompañara al circo donde un amigo se había puesto muy enfermo, pero la mujer, ya completamente repuesta del susto, le repitió con voz de estar hablándole a un niño pequeño, que aquellos minutitos eran sagrados y le recalcó que no había absolutamente nada que se pudiera hacer al respecto, entonces sonó el teléfono y la mujer respondió. Horacio recordó la foto en su bolsillo trasero, el número anotado allí, pensó que allí no habría peligro. Se preguntó si la mujer le permitiría hacer una pequeñísima llamada.

Veinte minutos después, un chico corría a toda velocidad, enviado por el turco Emre con un mensaje para Vicente Corona.



León Faras.

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