II.
Después
de dos días y sus correspondientes noches casi completas de lluvia sin parar,
amaneció un día hermoso con un sol radiante, como si alguna divinidad
responsable, quisiera enmendarse con la humanidad de alguna manera, luego de un
aguacero tan intenso. Úrsula también estaba radiante, muy recuperada y con un
excelente humor tendía al sol parte de su ropa que aún permanecía húmeda en
compañía de su madre, mientras su padre y su hermano habían salido temprano en
busca de algo de madera para reparar algunos muebles, sobre todo la cama,
quebrada a la mitad como si un árbol le hubiese caído encima. Pero, no sólo el
buen clima alimentaba el buen humor de la muchacha, también una idea que se le
había ocurrido y que, tras hablarla con su madre, habían acordado ambas visitar
al padre Benigno en cuanto parara de llover para proponérsela.
Heraldo
Castro era un hombre mayor, dueño de la única hostal de la ciudad, la
“Coronación.” Un establecimiento pequeño pero adecuado para las necesidades del
pueblo, en el que se notaba que se había invertido tiempo y dinero para hacer
del lugar, un sitio agradable y acogedor. Allí se alojaba el, luego de los dos
días de lluvia, moralmente destruido, Ignacio Ballesteros, frustrado, al verse
obligado a perder el tiempo de la forma más absurda e improductiva posible, se
había dedicado a beber coñac para soportar el hastío y poder enfurecerse a
gusto con el maldito clima que lo retenía en ese lugar perdido, solo y lejos de
la vida que estaba acostumbrado a llevar y sin poder hacer nada por encontrar a
su hermana que seguía desaparecida. Heraldo caminaba hacia su negocio luego de
atender los encargos que le había hecho su mujer, cuando encontró en su camino
a Clarita, de pie en una esquina, con las manos atrás y esa expresión en el
rostro de estar misteriosamente ocultando algo tras una sonrisita de
satisfacción, se veía bien, más limpia que de costumbre, con la ropa lavada y
remendada y hasta un poco peinada, tal vez había encontrado alguien que se ocupara
de ella, no parecía haber sufrido mayormente con el despiadado aguacero de casi
cincuenta horas que había caído. El viejo, la saludó y le preguntó con una
sonrisa amable, su mejor sonrisa, la misma que usaba con sus buenos clientes,
que qué estaba haciendo allí parada, “Estoy esperando a mi hermana…” respondió
la niña sin borrar esa iluminada e inocente sonrisilla, digna de alguien que ha
encontrado el secreto de la felicidad, mientras el resto de la humanidad seguía
revolcándose en su miseria. La sonrisa en el rostro de Heraldo se desvaneció con
desilusión, como una sonrisa dibujada en el agua; la niña podía verse mejor,
pero seguía igual de mal de la cabeza, viendo hermanas imaginarias y quién sabe
qué cosas más. La locura: ese era el único secreto de la felicidad. Casi al
mismo tiempo, Ignacio Ballesteros salía del cuarto que alquilaba, dispuesto a
sacar de donde estuviera a su hombre para reanudar la búsqueda de su hermana,
cuando Adelaida, la sonriente, condescendiente y zalamera esposa de Heraldo, lo
detuvo con dulce urgencia para entregarle una carta, un sobre que había
aparecido sobre la mesa de la sala que hacía las veces de recepción, no sabía
cómo o desde cuándo estaba allí, sólo que de pronto, había reparado en él. El hombre
notó que la escritura de su nombre en el sobre, se había hecho con pincel, en
vez de con pluma y con una tinta de pésima calidad, pero aun así, podía decirse
que era la exquisita caligrafía de su hermana, inculcada hasta el hartazgo
desde pequeña, como el piano y el bordado, aunque no tenía remitente, sin
embargo, si cupo alguna duda, al leerla esa duda desapareció. Afuera, Clarita
veía llegar a su hermana Gracia y ambas se echaban a caminar alejándose de la
hostal de Heraldo, con acartonado disimulo, como quien evita torpemente
levantar sospechas, “¿Entregaste la carta?” preguntó la niña mirando hacia los
árboles de la plaza, “La puse sobre la mesa…” respondió Gracia con desgano,
Clarita, en cambio, se veía complacida, “¿Alguien te vio?” volvió a preguntar la
niña, esta vez, mirando con gesto casual un escaparate lleno de zapatos. Gracia
la miró incrédula pero no respondió, sólo se limitó a girar la vista al suelo y
acelerar el paso.
El
hijo de Ismael Agüero detuvo la carreta frente a la casa del padre Benigno para
que su madre y su hermana bajaran y siguió su camino con la promesa de
recogerlas una hora después. Las mujeres fueron atendidas por Guillermina. El cura
y el médico, habían almorzado juntos y ahora bebían una taza de té, para Úrsula
y su madre aquello era particularmente bueno, lo que venían a proponerle al
sacerdote, también le concernía al doctor. Guillermina, por supuesto, quiso
enterarse primero y Lucila la puso al corriente sin problemas. Cuando el doctor
las vio, se puso de pie de un salto para saber si todo estaba bien con Úrsula,
pero antes que ésta dijera media palabra, Guillermina intervino con total
autoridad, “Esta niña dice que, como el doctor no tiene ama de llaves ni nada
todavía, ella puede encargarse de la comida y del aseo en su casa…” Luego, y sin
que nadie se lo preguntara, soltó su opinión personal, “…A mí me parece bien
que la niña trabaje, esa es la mejor medicina decía mi abuela, y ella vivió
muchos años. Así me ayuda un poco a mí también que, a mis años, tampoco puedo
andar de arriba para abajo todo el santo día…” y se quedó de brazos cruzados y
firme como un poste junto a Lucila y su hija que no habían abierto la boca. Era
cierto que el doctor necesitaba de alguien que se encargara de las labores
domésticas como lo hacía María Cruces, antes de que ésta se fuera y no volviera,
y también era cierto que la recuperación de Úrsula era más que evidente y
sorprendentemente rápida, salvo por algunos hematomas que no se habían disipado
del todo aún, pero que estaban en claro proceso de desaparecer, sin embargo,
por otra parte, era demasiado incómodo e incorrecto el hecho de que ambos
fueran jóvenes y solteros y tuvieran que convivir juntos, en una misma casa,
durante el día y durante la noche. Aun sabiendo que ambos eran personas
responsables y temerosas de Dios, no era nada sensato tentar el pecado de una
manera tan imprudente. Esa era la opinión del cura y por lo tanto, la de
cualquiera que se llamara a sí mismo, un cristiano. Fue Úrsula quien mostró de
antemano que aquella no era para nada su intención, declarando que haría el
trabajo solamente durante el día, que estaba acostumbrada a madrugar y que por
la tarde, volvería a su casa para pasar la noche, “Nada de eso, niña…” la
interrumpió Guillermina, con gesto de estar tratando con un completo ignorante,
“…eso de estar yendo y viniendo es una tontería, te vas a poner vieja antes de
tiempo con tanto sacrificio, si en esta casa hay cuartos de sobra. Podemos
arreglar uno junto al mío para que te quedes ahí y asunto arreglado, ¿no es
cierto, Padre?” No hubo objeción, tanto el cura como el médico, y Lucila,
estuvieron dispuestos a probar. Guillermina, conforme de tener la razón y no
recibir objeciones, cogió a la niña y su madre con autoridad, como a un par de
peleles y se las llevó para mostrarles el cuarto que Úrsula podía usar.
Mientras tanto, el sacerdote y el doctor, terminaban su conversación sobre la
interesante visita de éste último a la prisión y el estado de deterioro mental
en el que había encontrado al doctor Ballesteros, lo que confirmaba aquello que
ya suponía luego de leer el diario personal de aquel. El padre Benigno no había
leído tal diario, pero le bastó la exposición que le hizo el médico, “He visto muchos
locos en mi vida, doctor, y Horacio Ballesteros, no era uno de ellos…” el doctor
mantenía el codo apoyado sobre la mesa y la cabeza sostenida con la punta de los
dedos en la frente, como un filósofo o un mentalista “Hay más de un tipo de locura,
padre, la mente es un completo misterio, un terreno inexplorado…” “También el corazón
del hombre…” lo interrumpió el cura con controlada severidad, “…pero no para Dios,
para Él todos somos un libro abierto incapaz de ocultar nada ante sus ojos. Si lo
que Ballesteros quiere es que vaya, iré a verlo. Estoy obligado a guiar las almas
hacia la salvación, aun la del más réprobo de los hombres, ese es mi deber, si éste
así lo desea, pero si es locura o no la culpa de su punible comportamiento, eso
no es algo a lo que yo esté llamado a juzgar”
León Faras.
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