viernes, 25 de agosto de 2023

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

LVII.



El primer gran alivio que sintió Migas, fue ver que su cabaña aún estaba intacta y no había sido incendiada por Nimir. Su perro parecía muy interesado en un rastro en ese momento, pero Migas no tenía tiempo para perseguir liebres, además de que opinaba, al igual como lo hacía su padre, que la carne de liebre sabía peor que la carne de perro, y ellos jamás comían perros. Decidido estaba a ignorar por completo a su compañero canino, cuando este comenzó a ladrar con real urgencia, como aquel que sabe que ha encontrado algo realmente interesante. Migas lo despreció y lo regañó, fastidiado y cansado de esa noche infame, pero el perro insistía en su urgencia ya de forma obsesiva, como diciéndole: “¡Oye amigo! Tienes que ver esto, en serio, ¡tienes que verlo!” Migas lo entendió así y se acercó resignado, forzando la vista al máximo, pues no tenía lumbre a mano, pero al menos era una noche despejada y un trozo generoso de la luna los iluminaba, sin embargo, no veía nada ni remotamente interesante hasta que vio en la dirección correcta y en el ángulo correcto. Aquello era una mano. “Mierda. ¡Nimir!” Pensó el viejo, pero al mover el cuerpo hacia la claridad, descubrió que se trataba de otro hombre, uno con el cuello y media cara destrozada… ¿mordida? ¿mascada? Migas no estaba seguro, no tenía suficiente luz, pero eso fue lo primero que se le ocurrió al ver las heridas. El cadáver tenía un cuchillo en el cinturón que el viejo cogió, porque el suyo se había ido con su caballo y el resto de sus cosas. Pensó en su cerda, en lo fácil que sería para ella arrancarle la cara a alguien de una mordida, pero su cerda jamás haría algo así, es decir, jamás atacaría a un hombre sin razón. Migas se dirigió a la puerta de su cabaña, estaba abierta y el farol de la entrada estaba encendido, y bajo este, otro hombre, uno con aspecto de soldado rimoriano, también tenía la garganta desgarrada y varias mordidas más en los hombros y en los brazos, donde le faltaban algunos trozos de carne. El rastro de sangre que había dejado aquel pobre desgraciado venía del interior de su casa. Con terror en los ojos, Migas, vio el interior de su cabaña, todo estaba patas arriba y había manchas de sangre hasta en las paredes. Su perro ladró dos veces y se quedó parado en la puerta, como diciendo: “Hasta aquí llego yo, compañero.” Entonces Migas oyó algo, un murmullo persistente y monótono como el masticar, ese que en ocasiones se ve alterado por el crujir de algo duro que se rompe entre los dientes de quien mastica, algo como huesos. El viejo cogió con todo sigilo una lámpara que de milagro no se había roto e incendiado todo, y al dar otro paso, su pie chocó con algo en el suelo. Migas cerró los ojos, percibiendo lo que había encontrado sin necesidad de mirar: era el pequeño barril de licor de nísperos… vacío. “Maldito, Nimir. ¡Mierda!” Maldijo para sí. Su segundo gran alivio fue cuando pudo distinguir en la penumbra la figura de su padre esparramado sobre su silla, no se veía muy cómodo con la situación pero al menos parecía intacto. Entonces pudo revisar el extraño murmullo que aún persistía tras su mesa volteada en el suelo. Elevó su lámpara, estiró el cuello, apretó el cuchillo en la mano y buscó el ángulo correcto para ver lo que ocurría sin necesidad de acercarse demasiado. Su perro volvió a ladrar desde la puerta, como diciendo: “¡Cuidado!” Y a Migas se le escapó un gritito, su corazón dio un brinco y por poco suelta la lámpara del susto. Pero ese ladrido hizo que el murmullo cesara y que diera paso a otro sonido, uno muy familiar. Su cerda gruñó desde el otro lado, como disculpándose, en el desorden, una cesta de ciruelas que Migas tenía guardada terminó en el suelo y el animal estaba acabando con ellas una a una hasta los huesos. Tercer gran alivio, por un momento pensó que atraparía a su cerda comiéndose a Nimir, o al revés. Dentro de la cabaña, sentado en el suelo bajo una ventana, había un tercer hombre, joven, con aspecto de niño grande, estaba pálido y bañado en su propia sangre debido a que le habían arrancado una oreja completa, salvo por eso, y su mirada vacía, parecía estar bien, al menos su garganta lo estaba. Migas lo tuvo que patear tres veces, subiendo gradualmente la intensidad del golpe, para que el chico reaccionara. “¿Quién mierda eres tú y por qué estás en mi casa?” Lo increpó. El chico lo miró con asco, como a la cosa más fea del mundo, se buscó la oreja que ya no estaba con una mano izquierda, y con la otra empuñó un cuchillo, grande, afilado y con la punta manchada de sangre fresca. “¡Aléjate de mí, bestia, aléjate de mí!” le gritó, horrorizado, para luego ponerse de pie, lanzarse por la ventana y salir corriendo hacia la noche. Su perro le ladró, pero no se atrevió a perseguirlo. “¿Pero qué mierda…?” Murmuró Migas, incapaz de darle sentido a todo lo que estaba viendo, ni siquiera su padre tenía respuestas para él, por primera vez en mucho tiempo, estaba completamente mudo y encima el bobo de Nimir no estaba por ningún lado. Revisó cada pulgada de la casa y los alrededores sin encontrarlo, en todas partes excepto por una: el hoyo. Muchas veces Migas lo dijo, que ese era el lugar más seguro de su cabaña, porque allí era donde sepultaba a su padre cada vez que quería mantenerlo a salvo. No era una simple tumba como la primera que excavó, ahora podía llamarse sepulcro. Migas lo había agrandado para que su padre se sintiera más cómodo, la escondió bajo el suelo de su cabaña, construyó un cajón nuevo y hasta hizo una escalera para facilitarle las cosas a ambos. Ahora esa escalera estaba manchada de sangre. Su perro gimió como compadeciéndose de su amo y el viejo lo miró preocupado, como compartiendo el mismo sentimiento. Migas tragó saliva antes de empezar a bajar con su lámpara por delante, evitando pisar la sangre que aún estaba fresca y podía ser resbaladiza, solo entonces oyó el suave sonido que provenía del vientre negro y frío de su cabaña; su perro olisqueaba el aire que emanaba del sepulcro con ansia, pero no le siguió, tal vez no era tan valiente como él creía, o más listo de lo que pensaba. No es que ese sitio acostumbrara a oler bien, pero ahora su olor era diferente y desagradable, tal como la vista: yacía allí, en el piso, un cuerpo al que le habían arrancado la mitad de la carne de los huesos a mordidas, junto con las vísceras, como si hubiese sido atacado por una manada de perros salvajes y hambrientos, pero no había perros salvajes allí, solo un sonido que persistía vago en el aire, un sonido que no podía ser más que un triste sollozo. Migas elevó su lámpara, Nimir estaba allí, acurrucado en un rincón contra la pared, abrazado a sus rodillas gimoteando como un niño, Migas sintió genuina compasión, el pobre estaba cubierto de sangre, sobre todo en la boca, el pecho y las manos, olía a mierda porque se había cagado encima y la expresión de su rostro era de total y absoluto miedo. “Ay, Nimir. Pero qué mierda has hecho.” Se lamentó Migas.


León Faras.



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