martes, 1 de agosto de 2023

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

LIV.



Teté se cubrió los ojos agobiada, ya no quería más su don. De toda la gente que veía alborotada en la ciudad aledaña de Bosgos, muchos de ellos estaban señalados por el dedo del Recolector, demasiados. “¡Hay que irnos de aquí! ¿Dónde está ese paparote de Yurba?” Preguntó Rubi, oteando en todas direcciones, y su hermana le respondió que aquel andaba en busca de una bruja para ayudarla a ella. “¡Ya lo sé! ¡Pero por qué aún no vuelve?” Replicó Rubi, enojada. “¡Hay que irnos!” Insistió, con los puños apretados. Las antorchas comenzaban a encenderse y la gente a amontonarse y organizarse para cargar contra el invasor. No podían ver nada desde ahí, pero se oía claramente la refriega que se estaba armando, silenciada de tanto en tanto por el estruendo de un Tronador y luego nuevamente avivada por la ira de la gente. “Mi casa está cerca, vengan conmigo. Tendrán refugio.” Las invitó Brelio, tratándose de tres mujeres forasteras y desamparadas en una noche de lo más inusual.



¡Por los huesos de mi madre!” Soltó Yurba, cuando la vio. Había llegado hasta allí de la forma más rara, como guiado por un instinto que desconocía completamente tener, pero tan claro y fuerte como una soga de esparto… atada a su corazón. “Tú me buscabas, y el que me busca siempre me encuentra.” Señaló la mujer, si es que se le podía llamar mujer, con ese desagradable rostro triangular, con los ojos muy separados, igual al de una cabra. La casa era pequeña, bonita y aislada dentro del monte. De haberla buscado, jamás la hubiese encontrado, pensó Yurba, pero allí estaba. “¿Tú eres la bruja Gilda?” Preguntó. La mujer estaba parada fuera de su casa, como esperando a alguien. El estruendo de la guerra y sus Tronadores se oía lejano, a pesar de que no podía estar tan lejos. “No es a Gilda a quien buscas.” Replicó Circe, abriendo la puerta de su casa, y al ser iluminada por el farol sobre su cabeza, Yurba podía jurarlo, por un segundo vio el rostro de una mujer hermosa, de hecho, podía ser la más hermosa mujer que él hubiese visto nunca. “Por los huesos de mi madre…” Repitió, pero esta vez en un susurro solo para él. Aunque, una vez dentro de la penumbra interior, su rostro caprino volvía a ser tanto o más feo que afuera. Yurba no quería entrar, siendo honesto, pero su naturaleza le impedía que pudiera demostrar duda o temor alguno ante nadie, y negarse a entrar era una forma muy clara de hacerlo, por lo que entró, pedante, pero mirando en todas direcciones como si previera una emboscada. “¿Para qué me buscas?” Pregunto Circe. Yurba seguía tenso, dejando en claro que no se fiaba de nada. El interior de la cabaña olía raro, como a hierbas aromáticas, frutos maduros, flores y mierdas así, no como una cabaña debía oler, aun así, eso no era ni de cerca lo más extraño de ese lugar. Yurba le contó sobre la mujer que veía la señal de la muerte sobre su hija y que quería ayudarla. “Extraño don…” Aceptó la bruja, y añadió: “Pero es un don, no se lo puedo quitar, los dones no se quitan. Todo el mundo sabe eso.” Explicó Circe, con la indescriptible autoridad de quien sabes que sabe, pero Yurba no lo sabía. “¿Pero puedes alejar al Recolector de almas?” Preguntó entornando los ojos, con la cabeza torcida y el mentón en alto, soberbio. Circe negó con la cabeza. “Pero puedo ocultarla de él.” Admitió la bruja. Yurba se cruzó de brazos. “¿Y puedes esconderme a mí?” La bruja asintió. “Puedo, pero no es algo que yo recomiende, ni a ti ni a nadie, no es bueno jugar con ciertas cosas, además, el precio es elevado. Pero si tú quieres…” Yurba se restregó la nariz con rudeza. “Tengo dinero, me fue bien en los dados.” Aseguró. Circe encendió una lámpara junto a ella y su rostro hermoso apareció otra vez. También un curioso puñado de pequeñas mariposas amarillas, quién sabe de dónde. “No hablo de dinero, aunque tendrás que pagarme, por supuesto. Hablo de la muerte de un inocente.” Yurba respiró hondo. “Muchos inocentes morirán hoy.” Afirmó, perturbado por la repentina belleza de la mujer a quien ahora podía ver de cerca e iluminada. “Entonces te diré cómo.” Susurró Circe, muy cerca de él y Yurba notó que el perfume de flores que inundaba el lugar venía de ella. En realidad era muy atractiva, tanto como para embobar a un hombre y obligarlo a cometer una locura. Yurba despertó de pronto, sacudiendo la cabeza y los brazos como si se quitara telarañas de encima. Esa mujer no lo dejaba pensar con claridad. “¡Es para ella! ¡No para mí! Dime cómo salvarla a ella.” Recapacitó Yurba, evitando la mirada de la bruja que parecía robarle la voluntad. Entonces, Circe sonrió complacida, luego le dio un puñal que se veía completamente negro, como si hubiese sido bañado muchas veces en sangre sin ser limpiado nunca. Tenía algo escrito con una letra muerta que Yurba no sabía leer. “Asegurate de que un inocente muera con este puñal y no limpies su sangre.” Yurba asintió. “Muerto, no herido.” Aclaró la bruja, cuyo rostro volvía a ser el de una cabra, y agregó: “Luego tráeme el puñal y a la chica y yo haré el resto.”



¡Hay que abrir una brecha! ¡Estamos atrapadas como ratas en un pozo!” Gritó Nina desde fuera de su negocio protegida tras Tombo y rodeada de sus chicas, cada una de ellas con un objeto contundente en las manos, una de ellas llamada Cípora, de tanto en tanto se echaba pequeñas bolitas como canicas a la boca que masticaba con aparatosidad, como haciendo alarde de su buena habilidad para masticar, y luego las escupía en forma de saliva a la cara de los enemigos que tenía más cerca con delicada puntería, provocándoles en el acto una repulsión tan grande y desagradable que los hacía retroceder asqueados, algunos incluso podían llegar a sentir náuseas. Sin duda se necesitaba de mucha práctica y de un estómago de hierro para masticar frutillas de Bocamuerta sin vomitar cada dos por tres. Estaban conscientes de que debían escapar del cerco cízaro-rimoriano o acabarían todos muertos o aplastados bajo sus propios edificios. Las bombas de gases tóxicos funcionaban bien, pero se disipaban rápido en el exterior y el cerco se volvía a cerrar antes de que pudieran hacer nada, pero entonces un grupo organizado comenzó a abrirse paso: hombres y mujeres con escudos y lanzas improvisadas contenían a los soldados, mientras otros, que parecían soldados experimentados, abrían paso a punta de espada, porque habían entendido lo de la brecha mucho antes. “¡Allá! ¡Todos allá!” Gritó Nina, señalando el lugar, guiando a su gente mientras el Tronador escupía otro de sus proyectiles, golpeando otro edificio, pero ya incapaz de detenerlos.


León Faras.

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