viernes, 21 de diciembre de 2018

El Circo de Rarezas de Cornelio Morris.


XXI.

Cornelio, ya no estaba para nada de buen humor, los demonios que mantenían la ilusión a flote y que al mismo tiempo, eran esclavos y amos de él, lo habían obligado durante la noche a largarse de ese pueblo, pues su reino se tambaleaba debido a que había gente tras él, gente que estaba profundamente interesada en socavar la fuente de todo su poder, y aunque deseaba con el alma poder haberlos identificado, no podía, debía hacerlo como cualquier mortal, pues las voces de las sombras, no podían darle ninguna pista al respecto.

Damián dio un sobresalto cuando las puertas traseras de su furgoneta se abrieron de golpe, más aún porque en ese momento comenzaba a haber movimiento en el circo y él trataba de enfocar algo medianamente interesante; era su hermano Vicente que con todo estruendo, lanzaba dentro su carro de basurero, con todo tipo de desperdicios y tierra en su interior, y comenzaba a sacarse, entre saltitos y contorciones, como una serpiente que pretende mudar su piel, su overol polvoriento para lanzarlo a los pies de su hermano, éste lo reprendió alarmado, “¡Pero qué mierda crees que estás haciendo?” Vicente estaba tan acelerado, que apenas le alcanzaba el oxígeno para hablar, “¡Se van! deja eso, hay que guardar todo…” Damián confirmó aquello con su cámara-telescopio, todas las tiendas caían una a una y rápidamente se convertían en bultos que cargaban en fila hacia los camiones, eran sorprendentemente rápidos, como una colonia de hormigas desmantelando un insecto mayor, “¡Mierda!” gruñó, “Tenemos la mitad de nuestras cosas en el cuarto de la pensión” Se pasó al asiento del conductor y prendió un cigarro, su hermano cerró las puertas traseras de un golpe y se instaló a su lado, “Volveremos por nuestras cosas una vez que sepamos exactamente dónde se detendrá el circo. No podemos perderlo de vista ahora… Además, conocí a un tipo allí, una especie de hombre-mono, todo cubierto de pelo. Prometió ayudarnos…” Damián miró a su hermano con una ceja increíblemente levantada, “¿Cuánto dinero te pidió?” Vicente también prendió un cigarro y se relajó con un codo apoyado en la ventanilla, “No quiere dinero, me pidió la foto que le tomé a la sirena. No te lo vas a creer, pero me aseguró que él también salía en una de las fotografías, pero sin todos esos pelos en el cuerpo” Damián no prestó atención a aquello último, “¿Le diste una de nuestras fotos a ese tipo?” Vicente se excusó diciendo que aquella foto no valía para nada, pero Damián pensaba que aquello era una tontería, pues el tipo ese, podía mostrársela a su jefe y delatarlos. Vicente se defendió con que hizo lo que tenía que hacer en el momento, pues él trataba de tomar una foto y el hombre-mono lo sorprendió, y Damián remató reclamando que nada de esto hubiese sucedido si el tonto de Diego Perdiguero hubiese hecho bien su trabajo. La discusión fue acalorada pero se evaporó en la nada cuando Damián, de un vistazo, vio que el terreno donde estaba el circo, estaba vacío. Se puso pálido y durante varios segundos era incapaz de procesar lo que acababa de suceder, no lo podía creer, se bajó del vehículo sólo para dar una vuelta en redondo sobre sí mismo y acabar insultando, golpeando y dándole de patadas en los neumáticos a su pobre furgoneta. Vicente no podía golpear nada, se bajó del vehículo para dar algunos pasos atontados, apretándose la cara con ambas manos y contemplando el horizonte con completa desilusión, tanto, que se dejó caer sobre sus rodillas, como quien encuentra agua tras varios días de vagar por el desierto y luego descubre que sólo es un espejismo. Una pequeña luz de ilusión se encendió cuando descubrieron huellas de los camiones en el camino, pero se apagó pronto cuando llegaron al pavimento, la carretera corría en ambos sentidos y era imposible adivinar qué dirección habían tomado los camiones. “¡Mierda!” volvió a gritar Damián golpeando el volante del coche con las palmas de las manos. El circo se había evaporado delante de sus propias narices y ni siquiera habían visto por dónde se fue.

Cuando Diego Perdiguero despertó, se encontraba en una especie de jaula completamente oscura. Cabía en su interior acostado a lo largo, pero era imposible ponerse de pie sin chocar con el techo a la mitad. Podía sentir con las manos que era una jaula con la mitad inferior de las paredes de madera y la otra mitad con barrotes. Una jaula que, aunque él no tenía cómo adivinarlo, hace poco había albergado al pobre de Braulio Álamos. Algo raro sucedía con su lengua, como si fuera una cosa muerta en su boca que no podía mover. Recordaba haber convencido a Cornelio Morris de que le diera un trabajo en el circo, la chica alada estaba con él en la oficina, era una muchacha simpática y risueña, Cornelio le ofreció un trago de un buen licor, y finalmente acabó firmando un contrato. Sonreía feliz, ese era su plan, eso era exactamente lo que él quería, estar dentro del circo para mantener informados a los hermanos Corona de su ubicación, para que estos tomaran sus fotografías, luego recibir su dinero y simplemente largarse de allí, pero no siempre las cosas salen como uno espera. Luego de poner su rúbrica sobre el papel que tenía enfrente, Diego preguntó confiado que qué era lo que debía hacer ahora y Morris respondió aún más confiado y complacido “Nada por el momento. Cuando debas hacer algo, lo sabrás…” Luego de eso no recordaba mucho, como que se le había nublado la mente o se había dormido durante horas, tal vez el licor que había tomado tenía algo, pero Cornelio había servido los vasos en frente de él y ambos se los bebieron de un trago. No sabía cuánto tiempo había pasado ni por qué estaba dentro de una jaula, pero pronto se enteró. Sentía muy cerca a Cornelio Morris gritando fuera de su jaula con su megáfono, presentando a una nueva atracción, un ser humano único en el mundo, encontrado en una cueva oscura y húmeda de una remota zona montañosa de un pequeño y lejano reino llamado Pravia, dónde se crió completamente solo, “…alimentándose de alimañas y sabandijas, la oscuridad de las cavernas lo habían dejado prácticamente ciego y muy sensible a la luz, y la soledad le había impedido de aprender cualquier tipo de lenguaje humano. Ruego a las buenas almas impresionables, mantengan la precaución en todo momento” Acabó Cornelio y la gran lona que cubría la jaula fue retirada. La luz entró como arena en los ojos de Diego Perdigueo, quien se los cubrió con un grito que sonó similar al de un animal humanoide. El no podía saberlo, pero sus pupilas se habían expandido dramáticamente hasta casi cubrirle todo el ojo, de modo que la luz podía ser tan agresiva para él, como el fuego. Podía ver mucha gente observándolo asombrados por todas partes, aunque apenas podía distinguir manchones de luz y sombra por más que se restregara los ojos, sin embargo, él no podía reconocer a nadie y nadie parecía reconocerlo a él. Entonces sintió pasitos diminutos correteando por el interior de su jaula y toda su atención se volcó a ellos, pequeñas manchas pardas que se movían bordeando las paredes y que hacían un sonido que le parecía de lo más interesante, se le llenó la boca de saliva, se quedó inmóvil y en cuclillas, ya no le importaba la multitud que lo observaba, unos emocionados y otros expectantes, todos sus sentidos estaban en aquellas manchas pardas, hasta que de un manotazo rápido y certero atrapó una, la cogió de un apéndice duro que se le enroscaba en los dedos, la elevó sobre su cabeza, tragó saliva antes de abrir la boca tanto como le era posible y se metió dentro aquella cosa que luchaba inútilmente por no ser engullida. Su sabor, como su textura y el sabor de los fluidos que le brotaban era lo más delicioso que Diego jamás había probado, los pequeños huesos rompiéndose ante la presión de sus muelas era de lo más satisfactorio que había sentido en toda su vida, todo aquello era un placer indescriptible. Apenas tragó y saboreó, inmediatamente se apresto a capturar otra, la gente estaba eufórica, muchos con un asco que no intentaban disimular, pero aun así nadie podía dejar de ver cómo ese hombre devoraba con tal gusto y apetito las ratas vivas que le habían tirado dentro.



León Faras.

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