XXXIII.
Aquello
fue una de las cosas más increíbles y extraordinarias que Laura había visto en
toda su vida, en su vida de viva y en su vida de muerta, y de no haber sido
gracias a la coincidencia, lo más probable, es que nunca hubiese descubierto
semejante fenómeno. Sucedió una noche. El sol, que tenía la capacidad de
restaurar la vida ante sus ojos, a través de los reflejos, tenía una facultad
similar cuando la luna recibía su luz y la proyectaba sobre el mundo, algo
asombroso sucedía, para una difunta novata, pero que era muy difícil de
percibir en un mundo permanentemente inundado de luz artificial. Laura había
adquirido, en el último tiempo, una nueva afición que antes no tenía: las
azoteas, los techos o las alturas en general, se sentaba o recostaba durante
horas en cualquier tejado donde pudiera subir a contemplar el firmamento o la siempre
atractiva panorámica de la ciudad, especialmente de noche. La experiencia
mejoraba considerablemente según la altura, cuando alcanzaba las azoteas de los
edificios y podía pararse allí, en la orilla, desafiante, privilegiada, sin
ningún temor, como un clavadista en el borde de la plataforma sobre la piscina.
Algunos árboles, particularmente altos, eran llamativos y muy acogedores
también. Aquella noche, Laura estaba tumbada de espalda sobre el tejado de una
bonita casa de dos pisos, cercana a la población donde vivía, a la que podía
acceder por medio de un árbol cercano, caminando con gracia equilibrista por
una rama y terminando con un pequeño brinco que las tejas apenas acusaban y los
moradores de la casa no lograban percibir. La luna llena se presentó enorme y
brillante en una noche sin nubes, esa fue la primera coincidencia, majestuosa y
atractiva como sólo ella podía serlo, ascendió en el firmamento plagado de
estrellas, nada fuera de lo común en ese momento, hasta que vino el apagón, esa
fue la segunda coincidencia, la ciudad sólo quedó amparada bajo la luz de la
luna, entonces Laura los vio, y fue tan espectacular, que de estar sentada,
pasó a ponerse de cuclillas; a esa altura, descalza y con una camiseta sin
mangas que usualmente se ponía para dormir, daba el aspecto de una cazadora
esperando el mejor momento para saltarle encima a una presa, y sus presas en
ese momento, eran verdaderos espectros de plata vagando por las calles por
todos lados, como habitantes de un pueblo fantasma. Laura se dejó caer con un
suave brinco, esta vez mucho más confiado, despreocupado, sin perder de vista
aquella visión mágica y sorprendente, cayendo sin peso, a la velocidad de un
globo de cumpleaños inflado a pulmón, hasta posarse en el suelo sin necesidad
de aterrizaje, más bien con la misma naturalidad y fluidez de un pie que sigue
al otro para caminar. Eran fracciones de seres humanos, con parte de sus
cuerpos sumergidos en la oscuridad, pálidos y descoloridos, pero reales, vivos
y en movimiento, con todos sus detalles dibujados en perfecta luz y sombra.
Laura se paró frente a ellos, en medio de ellos, impalpables como hologramas,
como imágenes de luz proyectadas sobre un lienzo, se volvían visibles para ella
al ser bañados por la luz de la luna y sólo en la porción de sus cuerpos que
era iluminado, para luego desaparecer en las sombras, pero no sólo las
personas, también los árboles estaban allí, con partes de sus copas flotando en
el aire como nubes, meciéndose suavemente con la brisa nocturna, pero
desconectados del suelo. Desde abajo, Laura podía ver el manto de hojas en
negro recortado de la claridad del cielo, pero desde afuera parecía sólo una
sábana luminosa y fantasmal lanzada sobre el follaje de un árbol invisible; los
arbustos y hierbas, flores e insectos, algunas mascotas, la vida reaparecía
ante sus ojos mientras la luz de la luna le tocara. Ella permanecía invisible
para ellos, a pesar de que ella era la real, y los otros eran los espectros
intrusos que habían invadido su mundo, moviéndose sin pies, sin emitir sonido al
caminar, hablando sin voz, riendo algunos, en completo y permanente silencio.
De pronto Laura, por algún tipo de inspiración divina, se dio la vuelta, allí,
a apenas unos centímetros de ella, un hombre se había detenido, un espectro con
la ropa hecha jirones de sombras, flotando sin pies y con la espalda arrancada
donde la luna no le iluminaba, como la cáscara de una escultura medio derruida,
miraba hacia atrás; a un metro, en el suelo, su obeso perro, también con parte
de su cuerpo sumergido en las sombras como si se tratara de agua negra, se
negaba a avanzar, a pesar de los tirones que le daba su amo con la cadena, pero
tampoco retrocedía un paso, ladraba con urgencia pero sin emitir sonido, Laura
se agachó a su altura, y comprobó con una sonrisa que era a ella a quien le
ladraba, no la podía ver, pero la percibía, pues el animal tiraba con más
desesperación de la cadena de su dueño, para retroceder mientras ella le
acercaba una mano a la cara. Finalmente, el perro buscó la protección de su amo
enroscándose en sus piernas y éste con un giro obligado sobre sí mismo, logró a
tirones hacer que siguiera caminando hasta alejarse. Laura estaba contenta y
emocionada, todo aquello era una visión espectacular, totalmente fantástica, todavía
muchas personas paseaban por las calles o formaban grupos en las bancas de la
plazoleta o en las esquinas, todos siguiendo con sus rutinas en una
representación irreal y fantasmal de sus ordinarias vidas. Casi se sentía Laura
como una niña en un parque de diversiones, en su propia ciudad fantasma, sonriendo
embobada con cada espectro que se le cruzaba por delante, hasta que la vio, y
su risa se diluyó, supo de inmediato que ella no era de este mundo, ni del de
los vivos ni del de ella. Brillaba de pies a cabeza con el mismo resplandor de
la luna llena, pero no simplemente iluminada por ésta superficialmente como los
otros, la luz la inundaba a ella y la hacía resplandecer, como si estuviera hecha
de cristal, pero no era cristal, era una muchacha que emitía luz. Laura se acercó,
la muchacha estaba sentada en el borde de una banca de madera, recibiendo de lleno
la luz de la luna, gente pasaba por allí, espectros, pero ninguno parecía reparar
en ella, y menos aún en la luminosidad que emitía, pero ella sí los veía, los seguía
con la vista, con una sutil sonrisa en el rostro, presente, pero ajena. Luego, volteó
la mirada hacía los bloques de departamentos apilados al fondo, el lugar donde Laura
vivía, como si hubiese oído algo, un llamado, quizás, sin prisa, se puso de pie
y caminó hacía allá, Laura la quiso seguir, ver a donde iba, pero pronto las sombras
se la tragaron y su figura se perdió sin dejar rastro.
León Faras.
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