viernes, 7 de diciembre de 2018

Del otro lado.


XXXII. 


Cuando Olivia regresó a su casa, se encontró con Alan sentado sobre el peldaño de la entrada principal y apoyado en su puerta, acariciaba un gato color ceniza que parecía muy a gusto recostado sobre sus piernas. Estaba pensativo, había tenido que salir huyendo de la casa de Manuel luego de la llegada sorpresiva de la familia de éste y de Beatriz, había evitado que ésta le viera el rostro, volteando la mirada y cubriéndose con una mano, como aquel que cínicamente se escabulle para evitar saludar a alguien y había salido lo más rápido posible por la parte de atrás de la casa. No quería que Beatriz lo viera si no podría recordarlo, le parecía un poco cruel, insano. Olivia se quedó ahí parada con las manos en la cintura, diciendo, sin decir nada, que aquel le estaba estorbando para entrar a su casa, “Nunca he sido mucho de gatos, ¿sabes?...” dijo Alan, como hablándole al animal, pero en realidad se dirigía a la mujer,“…pero a mi mujer sí le gustaban, alguna vez tuvimos uno y era parecido a este, un cabezón mimado completo color ceniza, yo era más de perros y nunca tuvimos uno, me agradan, aunque ahora los perros me evitan como al baño, no me quieren ni me odian, simplemente se alejan de mí como si estuviera apestado” Olivia metió su llave en la cerradura y la giró, “Eso es porque no hueles… y para un perro, eso no está nada bien” dijo, mientras abría la puerta, lo que provocó que Alan, por poco, cayera de espaldas y que el gato arrancara a meterse bajo el sofá. Eso Alan ya lo sospechaba. Cuando se puso de pie, se olió debajo de la chaqueta y bajo los brazos, como quien no confía para nada en el desodorante nuevo que le han regalado, no olía a nada, ni por mucho que esforzara su nariz, y su nariz no era el problema. Olivia encendió un cigarrillo y preparó té, aún no le había dicho lo que había hablado con su amigo José María, y no sería para nada alentador saber que no había forma, racionalmente viable, de destruir a ese Escolta, pues el arrepentimiento, que era la forma más confiable y efectiva, no valía estando muerto y ni ella, ni el cura, ni nadie que ellos conocieran en todo el mundo, era capaz de invocar la presencia de un ángel ni sus favores. “Mierda…” fue todo lo que respondió Alan, aunque en un tono muy, muy bajo, “Tal vez…” dijo Olivia, tratando de mantener un mínimo de esperanza, “…podamos encontrar a quién lo hizo o averiguar cómo para buscar una forma de revertirlo. Anímate, espíritu, era una chica joven, seguramente aún tenemos mucho tiempo por delante para encontrar una solución” Alan sonrió, aunque fue una sonrisa que requirió de un gran esfuerzo para mantenerse un par de segundos, eso del tiempo era la gran incógnita, la esencia de la condición humana, la base de la mortalidad: nunca, nadie podía saber ni con un mínimo de certeza, cuánto tiempo le quedaba en el mundo, si veinte años o veinte minutos. Acababa de hablar con su amigo Manuel, ¿Cómo le explicaría algo así la próxima vez que lo viera?

Al día siguiente, Richard Cortez salía temprano de su casa, según él, tenía algo importante que hacer. Caminó a buen paso, cosa de la que siempre la Macarena se quejaba cuando tenía que acompañarle a algún lado, hasta una casa en un lugar apartado de la zona urbana de la ciudad, una casa pequeña pero bonita y de buena construcción, aunque no tan nueva, con un buen terreno alrededor cubierto de todo tipo de árboles y arbustos, un sitio tranquilo y agradable donde, durante horas, no se oía nada más que el bullicio de pájaros debatiendo aireadamente sobre sus asuntos. Una mujer de edad mayor, pero lejos aún de la senilidad, sentada en una silla de ruedas, con un amplio sombrero, de esos que acostumbran usar las señoras en la playa, se calentaba al sol de la mañana. Si los datos que le habían dado los otros materializados eran correctos y la dirección era la indicada, aquella mujer debía ser la señora Estela, la viuda de Joel, tal vez ella podía decirle algo interesante sobre el hombre que había matado a Laura, aunque también, probablemente, debía estar cerca su hija Alicia, la razón por la que Joel se había quedado en este mundo hasta materializarse. Habló a la mujer por su nombre, y una vez que tuvo su atención, le inventó un cuento, de que hace bastantes años, había conocido a Joel, se había hecho amigo de él, (eso era cierto, sólo que ambos ya estaban muertos,) y que hoy pasaba por ahí y quería saludarlo. La señora Estela, una mujer muy amable, lo invitó a pasar para decirle con una tristeza ya agotada hace mucho, que su marido había muerto hace más de veinte años, Richard fingió no estar enterado de nada y la señora Estela le contó que su marido había muerto ahogado, luego de que su hija cayera accidentalmente al mar y él se lanzara a rescatarla, se tardó mucho tiempo, pero la encontró, otro hombre lo ayudó a sacar a la niña del agua, pero él nunca logró salir. La niña salió muy mal, prácticamente muerta, era pequeña y había estado mucho tiempo bajo el agua. Ese día fue terrible para ella, por un lado estaba su marido perdido en el mar y por el otro su hija con apenas una remota posibilidad de vivir, debió dejar el mar y la esperanza de que su marido saliera e irse con su hija al hospital. La niña no despertaba y los doctores le advirtieron que si lo lograba, tendría secuelas que hasta el momento eran imposibles de determinar con exactitud, Estela rezó, como siempre lo había hecho y más y esa noche apareció un hombre de pelo claro y largo, con el aspecto, según la mujer, de un Jesucristo de esos idealizados; vestía de negro, y le dijo que su hija estaría bien, así de simple, no como un consuelo sino como una afirmación, y luego se fue. La mujer nunca olvidó el rostro de ese hombre, aunque nunca más lo volvió a ver, sobre todo, después de que a la mañana siguiente su hija despertara y milagrosa e inexplicablemente, se recuperara sin ninguna secuela. Para la señora Estela ese hombre fue un ángel, pero en realidad estaba muy lejos de serlo.

Aquella noche, Joel estaba con ella en el hospital, su espíritu. También estaba allí David Romano, el reclutador de espíritus. En el mundo de los espíritus, la moneda de cambio eran los favores, y Romano era un hombre con recursos. Habló primero con Joel, le dijo que la niña estaba mal, que en el mejor de los casos moriría aquella noche, pues el peor de los casos era toda una vida incapacitada física o mentalmente, le dijo que él podía ayudarla, que podía hacer que se recuperara y que llevara una vida normal, Joel, también pensó en un principio que aquel era un ángel, eso, hasta que David le dijo que lo haría a cambio de un favor, que cuándo llegara el momento se lo diría y que si se negaba, no le tocaría ni un pelo a él, sino que haría miserable la vida de su hija. Sería una molestia, pero podía hacerlo. Luego le dijo que si aceptaba, debía hacerlo rápido, pues cada minuto que pasaba, la situación de su hija era más y más complicada. Ambos echaron un vistazo a Estela quien estaba en una de esas incómodas sillas de hospital, doblada a la mitad, con las manos entrelazadas entre su frente y sus rodillas, rezando y llorando por partes iguales. “Si acepto, ¿harás que mi hija se recupere y la dejarás vivir en paz?” preguntó Joel con una mirada inquisidora pero llena de angustia, David en cambio, lucía como el hombre más sereno del mundo, “En este mundo que estás ahora, la palabra es más valiosa que el oro, y yo soy un hombre de palabra. Si tú cumples, yo cumplo” Joel aceptó y David Romano, hizo un gesto de aprobación con la cabeza, se metió las manos en los bolsillos y se fue. Al pasar junto a Estela, le puso una mano en el hombro, le dijo que se tranquilizara, que su hija estaría bien, y se fue de lo más campante.



León Faras.

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