XXXVII.
“¡Pero
en qué diablos estabas pensando? ¿Cómo es eso que le regalaste una de nuestras
cámaras a una niña?” Damián estaba furibundo, no podía creer que con todo lo
que ya llevaban perdido, encima su hermano regalaba su equipo de trabajo.
Vicente trataba de justificarse, pero cuando su hermano se ponía así, no atendía
razones ni escuchaba respuestas, solo escupía y escupía todo lo que se le venía
a la mente, “¿Y me puedes explicar qué diablos ibas a hacer tú allá?, ¿acaso
pretendías continuar con el trabajo por tu cuenta?” Vicente lo intentaba, pero
su hermano le cortaba sus explicaciones a la mitad con una retahíla de
reproches como una locomotora, “Sabes que a ese demente de Cornelio Morris no
le gustan las fotografías, y tú vas y le das una cámara a una niña para que se
divierta un rato, y luego, cuando se aburra o la estropee, la deje tirada por
ahí y le diga a todo el mundo de dónde salió… ¡Hay que ser imbécil!, ¿no?”
Cuando ya comenzaba de nuevo, Vicente comprendió que aquella discusión no iría
a ninguna parte, si no hacía algo al respecto. Cogió a su hermano mayor,
bastante más corpulento que él, por las solapas de su chaqueta, lo zarandeó, y
luego lo arrojó sobre la cama, “¡Quieres callarte y escucharme de una puta
vez!” Damián guardó silencio, pero sus ojos seguían arrojando chispas. No
cualquiera podía darse el lujo de zarandearlo así y quedarse tan tranquilo.
Vicente aprovechó para hablar “Esa niña de la que te hablé, no es lo que
parece…” Le explicó lo que había visto en la fotografía, que en realidad se
trataba de una muchacha bastante astuta e inteligente y al parecer muy amiga
del hombre-mono. Que sí, él pretendía coger algunas fotos de lo que fuera, para
no llegar con las manos vacías ante Bolaños, pero el ofrecimiento de la niña,
era mejor, porque ella podía acercarse a las atracciones sin ningún problema,
“…además, manejar esa máquina es tan sencillo que hasta un niño puede hacerlo,
y tú lo sabes, sólo le expliqué algunos conceptos básicos de luz y enfoque,
pero creo que lo comprendió bien…” Concluyó, sentándose al lado de su
malhumorado hermano, este había pasado de la verborrea incontenible al
obstinado mutismo, dos caras de una misma moneda llamada ira, Vicente añadió,
“Escucha, si no recupero esa máquina antes de que termine el día, nos largamos
y yo mismo la pagaré con mi dinero. No perderás nada con probar” su tono era
conciliador, el de su hermano seguía tan seco como la boñiga de un camello, “Ve
haciéndote a la idea…” Se recostó este, para dormir algunas horas, puesto que
la noche había estado agitada y pronto habría que conducir de regreso, sin
embargo, antes de cerrar los ojos, añadió, “Y vete haciendo a la idea de
empeñar ese precioso reloj tuyo, o no nos alcanzará el dinero para la gasolina”
Vicente acarició su precioso reloj de bolsillo, el primer gran lujo innecesario
que adquirió cuando comenzó a irles bien. Empeñarlo. Sabía bien que ese día
llegaría tarde o temprano, sólo esperaba que aquel sacrificio valiera la pena. También
necesitaba dormir, pero antes tenía algo pendiente que hacer, había pensado que
era una buena idea si alejaba la furgoneta de donde estaban y no sería malo si
podía ocultarla un poco de los ojos de los demás. Algunos en el circo podían
empezar a reconocerla y preguntarse por qué ese mismo vehículo aparecía adonde fuera que iban. Encontró un buen sitio no lejos de allí, en un bosquecillo cercano en el
que el vehículo podía pasar desapercibido si no se observaba con demasiado cuidado.
Buscó un cigarrillo en la guantera del vehículo, allí estaban las fotos que
habían tomado en el circo la vez anterior, salvo la de la sirena. Las observó una
por una, solo para terminar de convencerse del poco o nulo valor comercial que
tenían y preguntarse una vez más, cómo era que su ojo, y el ojo artificial de
una cámara fotográfica pudieran ver cosas tan diferentes. Un detalle llamó su
atención, un detalle que estaba en segundo plano de una atracción que poco
interés le había provocado en su momento, la luz no era buena allí, pero un
caprichoso rayo de sol oblicuo lo hacía visible para el lente de su máquina, a
pesar de estar metido dentro de una oscura, aunque deteriorada, tienda decorada
como debe de ser la de un buen adivino que se precie de tal. Lo recordaba,
incluso recordaba haberse sentido tentado a meterle una moneda y preguntarle
por Liliana, una chica que le gustaba mucho, pero de la que parecía alejarse
cada día más, pero no lo hizo, primero, porque estaba trabajando y segundo por
un poco de miedo a la respuesta. Los augurios bien dichos, siempre terminan por
cumplirse. Volvió a registrar la guantera de la furgoneta y consiguió una pequeña
lupa, un objeto imprescindible en su oficio y observó la imagen con
detenimiento; “Mustafá. Cualquier verdad a cambio de una moneda” Rezaba el
cartel, pero eso no era lo que había llamado su atención, sino el rostro de
este, se veía diferente, claramente podía verse que le faltaba la nariz, uno de
sus ojos no era más que una mancha oscura, y algunas marcas en la cara podían
interpretarse como dientes, dientes expuestos y no en una amistosa sonrisa
precisamente. No era una imagen nítida, pero cualquiera que la estudiara lo
suficiente, podía determinar lo mismo: aquel no era el rostro de un muñeco,
sino el de un cadáver.
Román
consultó su reloj, uno de los pocos que había en el circo y salió fuera de su
tienda, bien peinado, pulcramente vestido y con su fina barba delicadamente
delineada. La vida le había enseñado a cuidar el aspecto físico ante todo,
sobre todo cuando se tenía un aspecto como el suyo. “¡Eh! ¿Y Cornelio…?” Le
preguntó a uno que pasaba, este elevó los hombros hasta las orejas, y tiró de
la comisura de los labios hacia abajo en un evidente gesto de no tener ni idea,
“Parece que se fue de fiesta con la Patrona anoche, porque ella tampoco se ha
visto esta mañana” fue el desvergonzado comentario que hizo el hombre
ocultándose la boca de medio lado con la mano, “La Patrona” era el simpático
apodo con el que llamaban a Beatriz cuando esta no estaba presente. El enano
asintió con un gesto de la mano, liberando al hombre para que este pudiera seguir
su camino. Volvió a consultar su reloj. Esa fiesta se había prolongado hasta
tarde. Cuando hizo el amague de ponerse a caminar, se detuvo en seco, la
pequeña Sofía venía entrando al circo desde un punto indeterminado, mucho más
allá, una furgoneta negra se ponía en marcha. La niña venía envuelta en una
manta de la que arrastraba casi la mitad por el suelo, se detuvo junto a la
jaula de Horacio, el cual había logrado remover parcialmente, y con mucho
esfuerzo, la lona que cubría su jaula, sacando los brazos por entre los
barrotes. Allí Sofía le enseñó algo que traía oculto bajo su cobija, Román no
lo pudo ver, pero no necesitaba hacerlo, estaba seguro de que se trataba de
otra mascota abandonada que la niña había encontrado y que pretendía adoptar.
Era una pena, pero los animales huían a la menor oportunidad del circo y la
pequeña se quedaba triste sin su nueva mascota. Cualquier animal, menos las
ratas, a estas no parecía importarles la enrarecida atmosfera dentro del circo
mientras pudieran encontrar comida, pero a la niña no le gustaban las ratas
como animales de compañía. Luego, la pequeña siguió su camino hasta
introducirse en la tienda de Eloísa, claramente, si de un gatito o un perrito
se trataba, aquella se convertiría rápidamente en su aliada. Las chicas eran
así. Después de eso, el enano se fue donde lo esperaba Mustafá para
atormentarlo un día más y extraerle parte de su vida.
León Faras.
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