lunes, 16 de diciembre de 2019

Autopsia. Tercera parte.


XVI.

El convento de las Hermanas de la Resignación era un edificio de doscientos años de antigüedad hecho de roca sólida en una zona alejada y pobremente urbanizada. Hasta allí llegó Clodomiro Almeida para entrevistarse con la abadesa Bernardita Marcos, una mujer de unos cuarenta y tantos años que apenas acusaba, y de un temperamento muy amable. Ella había recibido a Elena cuando llegó, y había procurado acogerla de la mejor manera, dadas las circunstancias que la habían llevado hasta allí, no con comodidades que no tenían, pero sí con respeto y comprensión; con compasión y apoyo, sin embargo, ella era una muchacha que venía muy dañada en el sustento de su fe, que no deseaba el contacto con la religión; que estaba, a su manera, peleada con Dios y con todo lo que hiciese referencia a Él, incluyendo a las Hermanas, por supuesto, “…y que, a pesar de que siempre fue dócil y obediente con nosotras, nunca se mostró receptiva a nada que no se le exigiera, nunca habló con ninguna de las hermanas sobre lo que le sucedía, nunca hizo siquiera un intento por integrarse a nuestra comunidad y siempre se comportó como un animalito salvaje enjaulado que no pertenece a este lugar” Clodomiro escuchaba atentamente asintiendo condescendiente cada dos segundos, “Bueno, como ya sabe, la pobre muchacha continúa desaparecida y estoy aquí para encontrarla lo antes posible. Confiamos en que está bien por el solo hecho de que, según lo que la experiencia nos ha enseñado, las desgracias son las primeras en propagarse y por el testimonio del padre Benigno que asegura que se ha contactado con ella en un par de ocasiones, pero no quiere o no puede dar detalles al respecto, a pesar de la urgencia y la desesperación de la familia de la muchacha… Bueno, usted entiende mejor que yo de estas cosas. El asunto es que mi deber es encontrar a esta niña y por eso estoy aquí, en el preciso lugar que fuera su último paradero conocido…” La hermana asintió, el investigador continuó, “…dígame hermana, ¿Por qué cree usted que huyó? Quiero decir, de haberlo deseado, lo hubiese podido intentar mucho antes” Lo cierto era que Elena no era una presa dentro del convento, gozaba de la misma libertad que el resto de las hermanas, pero nunca había manifestado la intención de huir. No era una muchacha preparada para enfrentarse sola al mundo, “…estoy segura de que su huida fue una medida desesperada luego de ver lo que había hecho, algo de lo que jamás se había soñado capaz, sin duda…” Clodomiro estaba repentinamente serio, “La puñalada, ¿Cree usted que aquello también fue una reacción desesperada? ¿Provocada de alguna manera por el padre Benigno?” “¡Por supuesto que no!” respondió la monja, convincente, Clodomiro no le quitaba los ojos de encima, “Pero tampoco pudo haber sido de la nada, por gusto, capricho o por algún impulso delictual, ¿no?” “No, claro que no…” respondió la hermana, menos convincente, “Algo provocó esa reacción desesperada, imprevista…” Insistió el investigador,  “¿Y eso de qué le sirve para encontrar a Elena?” inquirió la monja, suspicaz, Clodomiro sonrió nimiamente, sin despegar los labios, “Es importante para determinar si ella huyó con la determinación de no regresar desde un principio, si ya lo tenía planeado y sólo necesitaba una excusa o si algo la impulsó a no regresar después, cuando ya se vio sola allá afuera. Los caminos son distintos cuando están planeados, que cuando son obra del azar y de las circunstancias del momento…” “¿Cree usted que ella tenía planeado herir con un cuchillo al padre Benigno?” preguntó la hermana entre alarmada e incrédula. El investigador banalizó la pregunta con su sonrisilla ridícula, esta vez con todos sus diminutos dientes “¿Estaba usted o alguna otra hermana presente en aquel momento? ¿No? Pues entonces no podemos dar nada por sentado. Para saber dónde está, necesito saber qué camino tomó, y para saber esto necesito saber qué buscaba, ¿Buscaba conseguir algo, o sólo alejarse? ¿Tenía algún plan, o todo salió según el momento? Estoy recién familiarizándome con el caso, hermana, y no tengo nada claro todavía. Las personas son un mundo…” Clodomiro se puso de pie para despedirse tan amable como cuando llegó, “…espero tenga la amabilidad de recibirme de nuevo de ser necesario, hermana” La hermana Marcos asintió, el investigador preguntó por la dirección que la muchacha había tomado al momento de huir, la monja le enseñó el camino hacia los campos de olivos, Clodomiro consultó su reloj, “Es temprano, creo que echaré un vistazo”

“¿Y se enteraron al final si el cuerpo de la muertita esa, la sin cabeza, pertenecía a la pobre  María Cruces?” preguntó Guillermina mientras le ponía el plato de comida frente al cura y se quedaba ahí, con los ojos bien abiertos, los labios apretados y las manos envueltas en el delantal. El cura detuvo su labor de desdoblar la servilleta para mirarla, “¿Se puede saber de dónde sacas tantas burradas tú, mujer por Dios? Voy a tener que hablar seriamente con Abel…” La mujer alejó el rostro, pero no retrocedió, “¡Ay, Padre! Pero si ya todo el mundo lo sabe, pues” “¡No son más que chismes de gente ociosa! ¡Qué van a saber! ¡Lo único que saben es lo que dijo fulano y escuchó mengano, y tú que lo andas repitiendo como un loro!” La mujer decidió retirarse en ese momento, “¡Ay, pero no se enoje pues padre! Si una estaba preguntando nomás” Después de comer, el cura salió a la calle, tenía varias cosas que hacer, pero una de esas, quizás la más urgente para él, era enterarse cómo seguía Horacio Ballesteros, el estado en el que lo vio la última vez, lo había dejado muy preocupado. Cuando llegó a la prisión, se encontró con una imagen muy extraña, surrealista: Aurelio, sentado en su escritorio, se enrollaba en el cuello la cadena de unos grilletes para las manos, unas cadenas tan cortas que apenas lograban dar la vuelta al cuello de alguien de lado a lado, al ver llegar al cura, el carcelero lo miró como justificándose sin palabras, como cuando uno cree estar solo y es sorprendido haciendo algo tonto, “El doctorcito ha vuelto a hacer de las suyas, otra vez…” comentó el guardia antes de que le preguntaran nada. El cura inmediatamente quiso saber qué había sucedido. Aurelio soltó los grilletes sobre la mesa y se sacudió las manos con desagrado, como si éstos lo hubiesen contaminado de alguna manera, “…encontramos esta mañana a Ballesteros asfixiándose con la cadena de sus propios grilletes enrollada al cuello. Uno de mis muchachos lo sorprendió justo, y sólo por obra de la divina providencia, padre, porque nadie lo iba a ir a ver hasta dentro de una hora, por lo menos… lo logramos liberar justo a tiempo antes de que se ahorcara él mismo” El cura se restregó la frente y luego el resto del rostro, desalentado, “Por Dios, su locura lo está llevando al suicidio cada vez con más urgencia…” “No lo sé, padre…” comentó Aurelio, desconfiado, como quien no está del todo convencido de algo, “…todavía tengo serias dudas de cómo logró enrollarse esa cadena en el cuello, y cómo se cruzó los brazos por encima de la cabeza para lograrlo, la posición era tan enrevesada que la única manera de liberarlo fue abriendo los grilletes, porque los brazos no le daban para regresar por donde se habían metido…” Ahora comprendía el cura la actitud en la que había sorprendido a Aurelio al llegar, éste soltó una risa chueca examinando los grilletes frente a él, “Por más que le busco, no le encuentro, padre, no hay manera de enrollarse esa cadena al cuello teniendo los grilletes sujetos a las muñecas… no podíamos liberarlo sin romperle el cuello” “Bueno, claramente él encontró la manera de hacerlo. Sé que no es parte de su trabajo, Aurelio, pero va ha ser necesario extremar las precauciones…” dijo el padre, Aurelio se reclinó en su silla con un suspiro, “Ni que lo diga, padre ¿Sabe qué repetía el doctor cuando lo liberamos? No quiero morir, no quiero morir, no quiero morir… el pobre está como una cabra” concluyó el carcelero, mostrando las palmas de las manos para justificarse. Unos minutos después el propio Aurelio acompañaba al cura a ver a Ballesteros, éste dormía atado a su litera con trozos de tela manchada de sangre en algunas partes, pues se había dañado seriamente las muñecas con los grilletes. El cura se acercó, un olor que desprendía llamó su atención, lo olfateó más de cerca hasta que debió retirar la nariz de un tirón, “¿Le dieron aguardiente?” Aurelio, a su lado, se encogió de hombros, “Fue la única manera de que el pobre pudiera dormir. Le quisimos dar un trago, ya sabe, para tranquilizarlo, pero luego cuando empinó la botella, se la tuvimos que quitar, padre… al menos, eso lo tranquilizó, y al final se durmió” El cura se irguió en todo su alto, su rostro reflejaba compasión, “¿Alguien lo ha venido a visitar?” El guardia lo miró como si aquello hubiese sido una pregunta retórica, tardó varios segundos en responder, “¿Y quién lo iba a venir a ver?” El cura no cambió la expresión de su rostro, “No lo sé, Aurelio… alguien” Aurelio sólo negó con la cabeza.

León Faras.

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