LXXII.
Condujeron
durante quince horas en el vehículo de Damián Corona, mucho más rápido y confiable
que la vieja furgoneta, la mayoría de esas horas durante la noche, con la
intención de llegar a Valle Verde temprano por la mañana, y así lo hicieron,
sin embargo, el sitio parecía estar asentado en las entrañas de una gran nube,
pues la neblina era muy densa y húmeda a esa hora. Valle Verde no era un gran
pueblo, era un puñadito, más o menos amplio, de casas de madera gris sin
pintar, incrustadas en el suelo como si hubiesen caído de una gran altura, con
tejados del mismo material y chimeneas de latón que permanentemente soltaban
una pacífica columna de humo desde la primera hora de la mañana, hasta las
últimas horas de la noche, sin embargo, no se llamaba Valle Verde porque sí: el
sitio era una gran extensión de terreno, que parecía no tener fin gracias a la
neblina, cubierto hasta los cerros de pasto, que dedicaban principalmente a la
crianza de todo tipo de ganado, por otro lado, el caserío era decepcionante,
habitado principalmente por cabras que no paraban de masticar en todo el día,
un montón de gallinas que vagaban sin rumbo escrutando el suelo, un perro flaco
demasiado cansado como para levantarse por unos desconocidos y un señor muy
mayor al que oyeron gracias a que decidió esa mañana ponerse a partir leña con
su hacha. Como era de esperarse, el abuelo no tenía ni la más remota idea de
ningún circo en su pueblo ni en ningún otro, y nunca había oído ese nombre de
Cornelio Morris, que, siendo honesto, le sonaba de lo más imbécil, sin embargo,
les señaló que si bajaban por la pendiente hasta el otro lado del bosquecillo
que se veía más abajo, junto al río Sosiego que corría más allá, encontrarían
un pueblo propiamente dicho, al que llamaban Sosiego, como el río, tal vez allí
encontrarían noticias.
El
pueblo estaba conmocionado, la gente estaba apiñada en pequeños grupos ansiosos
que cuchicheaban entre sí en las calles. Algunas muchachas corrían nerviosas a
sus casas y luego volvían a salir como si hubiesen olvidado algo importante; los
mayores, parecían contrariados con la situación, como si todo ese ajetreo no
fuera más que una gran pérdida de tiempo, mientras los demás, principalmente
los más jóvenes, lucían emocionados, como si su artista favorito estuviera a
punto a llegar. Vicente bajó encantador y confiado del automóvil y se inmiscuyó
con autoridad en uno de los grupos, luego regresó con una gran sonrisa ganadora:
el circo de Cornelio Morris, estaba justo en aquel pueblo. Pronto la voz de un
hombrecillo, que no era Cornelio Morris, comenzó a anunciar con un megáfono que
el espectáculo comenzaba.
Casi
al instante, el circo se repletó de gente, mientras el pequeño presentador,
anunciaba las maravillosas y sobrenaturales capacidades de Blanca Salomé para
predecir el destino de quien estuviera dispuesto a conocerlo, puesto que su
precisión era legendaria, y las buenas noticias no estaban garantizadas. Ni
Vicente ni Damián, quienes destacaban en la multitud por su elegancia de
gánsteres, sombreros incluidos, habían oído de ella antes, y se preguntaron si
no se encontrarían con más sorpresas desde la última vez, Gloria quiso de
inmediato hacerle una visita a la adivina, pero la cantidad de gente agrupada
allí era tan grande, que prefirió dejarlo para después, sobre todo luego de ver
al descomunal hombre que organizaba las visitas a la tienda de Salomé, y
hacerse una idea de lo que le faltaba por ver. El inocente espectáculo de dos
ancianos iguales que aparecían y desaparecían cosas o a ellos mismos, le
pareció genial y lo disfrutó como una niña aplaudiendo sin parar, aunque Damián
no parecía tan impresionado. Ahora comprendía mejor, aunque no completamente,
lo de la desaparición de dos camiones completos con todo lo que llevaban dentro
y enfrente de sus propias narices. Román movía las gentes como si fueran ratas
y él un flautista, cada vez que comenzaba a presentar una nueva atracción,
“Señoras y señores, lo que verán a continuación, es el único caso auténtico y
confirmado de un hombre criado por monos de Urundú, según se sabe…” El enano
hizo una pausa dramática mientras unos hombres descubrían la jaula de Von
Hagen, “…los más salvajes y agresivos de todo el mundo” Concluyó, y Horacio
comenzó a gruñir y a golpear el piso mientras las personas retrocedían
asustadas, Vicente y Damián observaban desde el fondo, cuidando de no ser
reconocidos por el hombre-mono y estropearle su actuación, Gloria estaba de
acuerdo con no acercarse demasiado. “Entonces, ¿Aquel señor pequeñito es el
gran Cornelio Morris, dueño del circo?” Preguntó la mujer, que caminaba junto a
su marido rumbo a la siguiente y más espectacular atracción, Damián miró a su
hermano y ambos miraron en derredor, no lo habían pensado, pero en verdad no
habían visto por ninguna parte a Cornelio Morris, “No lo creo…” Respondió el
hombre apenas, porque se venía una de las cosas más asombrosas y fantásticas
del mundo, y Vicente arrastró a la mujer para que la viera desde más cerca:
Lidia, la sirena. En verdad Gloria jamás lo hubiese creído de no verlo, aquella
era una sirena de verdad, algo capaz de dejar mudo a cualquiera, pero ni siquiera
eso se comparaba con la presentación de Eloísa, cuando expandió sus alas y alzó
el vuelo dejando a todo su público espantado, como pequeños polluelos ante la
majestuosa estampa de un ave rapaz. Aquella había sido la experiencia más
increíble de toda su vida, muy probablemente, contando también la vida que aún
le quedaba por vivir. Cuando ya solo faltaba por ver el hombre de las cavernas
que comía ratas vivas, Gloria desistió, solo imaginar esas ratas vivas le daba
repelús, más aun si tenía que ver a alguien devorándolas, prefirió visitar la
tienda de Blanca Salomé, a la que quería consultar a riesgo de que la respuesta
no fuese la que deseaba, mientras los hermanos Corona hacían lo que estaban
esperando hacer por mucho tiempo. Estaba barbudo, con el cabello largo y
pringoso, flaco pero musculoso como un perro lebrero, sin un gramo de grasa en
todo el cuerpo y con las pupilas enormes como inundadas de sangre oscura, pero
sin lugar a ninguna duda, era él, Diego Perdiguero. Vicente miró a su hermano y
entre los dos miraron el circo, no había rastros de Cornelio Morris, si iban a
las autoridades, podía denunciar el secuestro de Perdiguero ahora mismo, esta
vez ambos lo habían visto y ambos estaban bien seguros de lo que habían visto:
ni enano, ni viejo, ni calvo, era él, encerrado en una jaula. En ese momento, Gloria
regresaba junto a ellos, traía una extraña sonrisa de satisfacción que causó
curiosidad en su marido, “¿Qué te dijo la adivina?” La mujer se aferraba a su
brazo, “Esas cosas no se preguntan…” Respondió alegre. La pregunta de Gloria
había sido sobre lo único que le interesaba en este mundo, tener un hijo y
Salomé le respondió entre sorprendida y alegre, que sí, que tendría su hijo
inesperadamente pronto.
Román
comenzó a anunciar que el espectáculo había terminado, nadie lo sabía en ese momento,
pero aquella había sido la última presentación del circo de rarezas de Cornelio
Morris.
León Faras.
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