LXX.
Había
sido idea de Sofía prestarle su lámpara de queroseno a Eloísa para que volara
con ella y así le señalara a Urrutia el punto al que debía llegar, pues dentro
de todo, la muchacha estaba ilusionada con su enamorado y le alegraba verlo
llegar cada mañana al campamento en su diminuto coche, pero sabían que aquello
no duraría para siempre, porque ella jamás abandonaría el circo y él nunca pertenecería
a este. Los días de permiso, como el dinero, inexorablemente se le terminaron a
Urrutia y ya no pudo seguir corriendo tras el circo y su enamorada. Se
reunieron en un rincón mientras el circo era desmantelado y empacado a sus
espaldas, él le prometió que regresaría lo antes posible y que si era
necesario, firmaría el contrato ese del que le habían hablado para quedarse
junto a ella para siempre, ella le prometió que lo esperaría allí en el circo,
y que seguiría iluminando la noche con su farol, indicándole siempre la
dirección en la que debía ir y luego, cuando los camiones estaban listos para
partir, se besaron por primera vez, un beso torpe e inexperto, pero que sería inolvidable
para ambos, mientras todos los habitantes del circo los esperaban junto a los
camiones reunidos como para una gran foto familiar. Los siguientes fueron días
tristes para la muchacha, sabiendo que su enamorado se había ido y que el circo
día tras día se alejaba más de él. Eloísa hacía sus presentaciones con
profesionalismo en cada uno de los pueblos por los que pasaban, pero el resto
del tiempo se le veía nostálgica y apagada, como una viuda demasiado joven para
ser viuda.
“Tengo
un mal presentimiento…” Murmuró Sara con amargura, aferrada al largo brazo de
Ángel Pardo como una niña asustada, sentada junto a él en su litera, el gigante
la miró preocupado, un mal presentimiento de Sara era algo preocupante para
todos, “¿Qué ocurre…?” le preguntó, acariciándole la cabeza tiernamente con una
de sus manotas, “Es que…” Y Sara lo miró hacia las alturas de sus ojos, “…no he
vuelto a soñar con mi padre desde que estuvo aquí, en el circo” confesó, como
quien confesa un pecado ante un severo sacerdote, Ángel Pardo, como todos en el
circo, salvo por los hermanos Monje y Cornelio Morris, nada sabía del destino
que había sufrido Federico Fuentes, por lo que solo podía tranquilizarla con un
abrazo y su apacible voz, “Debes estar tranquila, es solo que ya dejó de
buscarte…” En ese momento, en la entrada de esa misma tienda, Von Hagen
adelantaba de un salto al peón que le dejaba la salida libre a su reina para
detener el insensato avance que estaba llevando a cabo el caballo de Eloísa,
que parecía dispuesto a acabar con todos él solo. La muchacha estaba
desconcentrada y dispuesta a sacrificar a todas sus huestes con tal de volver
pronto a sus melancólicos pensamientos y esa no era una forma digna de acabar
con una partida de ajedrez, además, su juego era impredecible y atrevido lo que
no era bueno para Horacio, quien veía cómo la partida acabaría resolviéndose
por medio de una innecesaria masacre, “Estás lanzando una a una a tus piezas
contra una ciudad amurallada y protegida por lanzas y flechas… así no es como
te he enseñado a jugar” Dijo Von Hagen, mientras la muchacha hacía desaparecer
un inocente peón con su enloquecido caballo, el cual quedaba rodeado por ambos
flancos y a merced de un arfil enemigo y su reina, “Perdona, tienes razón, es
que tengo la cabeza en otra parte…” se excusó la chica, “Podrás buscarlo tú
misma, si eso es lo que quieres…” Sugirió Sara desde donde estaba sentada, con
una dulce sonrisa en los labios, “Para cuando eso ocurra, él ya se habrá
olvidado de mí…” replicó la chica, apretándose la cabeza con las yemas de los
dedos y tratando inútilmente de centrarse en la partida. Cogió nuevamente su
caballo enloquecido para un nuevo ataque, pero Horacio se lo quitó de las manos
con una certera y mortal embestida de su arfil, y el suave argumento de su voz,
“Es mi turno…” La chica suspiró, no tenía caso continuar el juego así, “Esta
vez, tú ganas…” le dijo a Von Hagen, al que nunca le había ganado hasta ahora,
rindiendo a su rey y poniéndose de pie con resignación, “Necesito beber algo…”
Soltó como excusa antes de salir. Fuera de la tienda, sentado sobre un tronco
tumbado en el suelo, con la vista pegada en el horizonte que se oscurecía cada
vez más, estaba Román con media botella de aguardiente en la mano, aunque no
estaba borracho. La chica caminó hacia él, “Creo que yo también necesito un
trago de eso…” le dijo mientras se sentaba a su lado, el enano la miró
sorprendido, pero no dijo nada, la chica tenía edad al menos para una probada.
Eloísa cogió la botella con determinación, pero el líquido inmediatamente le coció
la lengua, la obligó a contraer el rostro, a toser hasta soltar lágrimas por
los ojos antes de poder tragar una diminuta porción del licor, y por fin
controlar su cuerpo para devolver la botella, “¡Virgen Santa! ¿Cómo diablos
puedes beber eso!” El enano sonrió burlesco, aunque tranquilo, “Te acostumbras…
supongo” Luego siguió con la vista en el horizonte, “¿Ves ese río de allá
abajo?” El enano señaló el fondo del paisaje, las aguas reflejaban el ocaso con
un brillo pálido que resaltaba en la silueta oscura de todo lo demás, “…lo
conozco, se llama río Sosiego, un nombre muy apropiado, a veces incluso parece
que no corre a ninguna parte” “¿Has estado aquí antes?” Preguntó la muchacha
intrigada, Román asintió, “En este río conocí a tu madre…” se dio unos segundos
de pausa, luego se apresuró a aclarar, “…no aquí exactamente, varios kilómetros
más abajo, pero es el mismo río…” La chica aguardó en silencio, sabía que su
padre no había terminado. El enano continuó, “…ella lavaba su ropa y la de otros
allí, bajo un sauce, en el mismo sitio donde su madre hacía el mismo trabajo
antes que ella, y donde ella fue traída al mundo, para luego morir… con la
misma muerte que su madre…” La chica tenía muchas preguntas, pero no se atrevió
a interrumpir, Román se echó un trago de aguardiente con la autoridad con la
que un veterano pirata bebe su ron y continuó regocijándose en su recuerdo, “Yo
la espiaba tras los arbustos, no me era difícil hacerlo… ella lavaba la ropa y
cantaba, ya te dije que cantaba, ¿no? …al principio me tenía miedo, no porque
yo le hiciese algo, solo porque ella era Cruces y yo Ibáñez, el desprecio y el
temor, era algo que traías desde la cuna…” Román se detuvo para restregarse la
nariz con fuerza, como cuando quieres contener un estornudo, o un llanto, “El primer
día que me acerqué, dejó su trabajo a medias y se fue apurada, no me había
visto aún, después me dijo que había sentido el olor al coñac que había bebido,
al día siguiente fue más temprano a lavar… y ya no cantaba… ¡Dios! no lo vas
creer… A mi madre le encantaba cultivar flores, y si un animal se metía en su
jardín y hacía algún destrozo, todos estábamos en serios problemas. Pues yo, me
armé de valor y me metí durante la noche a robarle sus flores: petunias,
pensamientos, jacintos…” Román se reía con el puño en la boca, mientras su hija
seguía la narración con la boca abierta, “…las arrancaba con tierra y procuraba
no dejar marcas, luego las llevaba al río, caminando y las plantaba bajo el
sauce, donde ella lavaba… estoy seguro de que mi madre lo notaba, pero nunca me
dijo nada de sus flores desaparecidas…” El enano se echó un trago y le ofreció
la botella a su hija, esta se negó enérgica, Román continuó, “Al principio era
como una jugarreta, pero luego era casi como un compromiso que encontrara
flores nuevas cada vez que ella fuera. Un día me la encontré bajo el sauce, me
esperó allí hasta que yo aparecí, solo para decirme que dejara de trasplantar
flores, yo le dije que no lo hacía para molestarla, sino que esperaba que le
agradaran… ella me dijo que eso ya lo sabía, pero que hacía un pésimo trabajo como
jardinero y todas las flores se estaban secando. Se quedó muy seria, y luego
comenzó a reír, a carcajadas, como una loca y yo sin entender nada, desde ese día
empezamos a vernos a diario…”
León Faras.
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