LXIX.
Lo
único que pudo hacer Orlando Urrutia fue coger su pequeño automóvil y largarse
de allí lo más rápido posible, antes de que algún avispado lo viera y lo
relacionara con el asesinato de Federico Fuentes, y después preguntarse qué
diablos había sucedido, porque era imposible que aquel tipo hubiese sido ajusticiado
frente a sus narices sin que él ni siquiera se diera cuenta, es que aquello, no
había tenido tiempo de suceder, solo había sucedido, y por fortuna, se dijo a sí
mismo, no le había tocado a él también. Por otro lado, la habilidad del circo
para desvanecerse en el aire, era desconcertante, se dio cuenta de que él no
tenía lugar en ese circo porque él no era más que un ser humano común y
corriente que jamás podría desaparecer así, por lo que la única manera sería
sacar a Eloísa de allí, pero eso debía decidirlo ella, y luego enfrentarse juntos
al mundo y con la frente en alto hasta encontrar o formar un sitio en el que
fueran aceptados… Se dio cuenta de que no tenía ni idea de cómo lo haría, de
que su familia, sus amigos y sus compañeros de trabajo lo verían como a un demente
inadaptado, emparejado con un fenómeno de circo. A él no le importaba poner en
su lugar incluso a su propio padre, si era necesario, un hombre tan
intransigente y testarudo como él, pero era ella la que debería soportar los
ataques y las burlas del mundo exterior, y no era sencillo estar dispuesto a
eso. Era de noche y se dio cuenta de que no le quedaba nada para comer y el
dinero también se le estaba acabando y solo lo había gastado en combustible y
alimentos. No estaba dispuesto a rendirse, solo porque rendirse no estaba en su
vocabulario, pero pronto debería enfrentarse a la realidad y esta siempre gana,
no importa lo obstinado que uno quiera ser. Se abrazó a sí mismo y se acomodó
para dormir un poco, cuando vio algo que le llamó la atención, una luz, lejana
en el negro cielo que se movía con la viveza de un hada, sin alejarse ni
acercarse, describiendo círculos y espirales en el mismo sitio, Urrutia recordó
la recomendación de Sofía de que mirara el cielo, y se preguntó si se refería a
aquello. Se sintió un poco idiota cuando se le ocurrió pensar que aquella luz
no era otra cosa más que Eloísa con una lámpara, indicándole la ubicación del
circo y la dirección en la debía ir.
Primero
fue un caballo, sobre el que pasó tantas horas soportando el golpeteo de su
trotecito, que terminó sintiendo una dolorosa aversión en la entrepierna hacia
el animal y su montura. A la menor oportunidad, lo vendió con todo y los
aparejos a un mínimo precio y continuó su camino sentado a la cola de una
carreta que transportaba estiércol, oyendo las historias de un hombre apestoso
que presumía de tener más de doscientos años de edad, a pesar de que a la
vista, no llegaba ni a los cincuenta, pero Vicente Corona no estaba con ánimos
de refutar nada y simplemente lo aceptaba todo con movimientos de cabeza y
falsa admiración hasta un gran campo de tubérculos donde el señor apestoso de
doscientos años terminaba su viaje, este se despidió, no sin antes señalarle la
ruta que debía seguir, regalarle media botella de aguardiente destilada por él mismo, media hogaza de pan que también olía a estiércol
y ofrecerle con insistente amabilidad, como si en verdad quisiera burlarse de
él, una mula de su propiedad, la que, según su fétido dueño, tenía la increíble
facultad de poder caminar durante tres días y tres noches sin detenerse para
comer o dormir y la ventaja de que no necesitaba ser devuelta, pues el animal,
una vez liberado, podía regresar por sí solo, por la misma ruta por la que se
había ido. Vicente lo intentó, pero no pudo negarse, pues el pestilente
samaritano, lo hacía todo de buen corazón y no estaba dispuesto a cobrar un
céntimo por lo que ofrecía. Montó en el animal por cortesía pero de mala gana,
por no ofender las amables atenciones de su nuevo y hediondo amigo y soportó
casi treinta minutos a lomos de burro antes de tener que lanzarse a tierra
luego de que una nueva ampolla creciera y se reventara en su trasero, con dolor
agudo e intenso como un afilado latigazo. Para entonces, el señor apestoso ya
no podía verlo, por lo que corrió a la mula de vuelta con su maloliente dueño y
él continuó el resto de su camino andando con sus pocas pertenencias dentro de
un bolso sobre el hombro, con la esperanza de que un nuevo carretero pasara y
lo llevara, aunque la ruta que había tomado era un paraje tan hermoso como
alejado de la mano de Dios, sin rastros de civilización, ni siquiera un triste
cerco, más allá del sendero dibujado en el suelo por las vacas. Cuando llegó la
noche, Vicente se acomodó bajo un árbol, mordisqueó de mala gana lo que le quedaba
del pan, acabó con el aguardiente, y durmió a cielo abierto, mucho más cómodo que dentro del diminuto
vehículo de Urrutia. Para ese momento, ya había cambiado de idea, era una
pérdida de tiempo que regresara a buscar su furgoneta si no podría repararla, y
probablemente, tampoco nadie en los alrededores, era mucho más inteligente dar
con la estación de trenes que debía estar en algún lugar cerca de allí y
regresar a casa en tren. Despertó muy temprano y con un sobresalto, con el
extraño sonido de algo que está siendo arrancado y triturado con fuerza muy
cerca de su oído y un olor un tanto familiar, cuando logró regresar a la
realidad, se encontró con las enormes y húmedas fosas nasales de la mula que
masticaba un manojo de pasto con apetito sobre su cara, el animal, quien sabe
por qué misterioso motivo, lo había seguido hasta allí, empeñado en terminar
con la obligación que su oloroso dueño le habían encomendado. Vicente no supo
si alegrarse o enojarse con el animal, al que creía ya de regreso en su casa hace
mucho rato, lo miró engullir hierba con resignación, pero también con algo de
envidia, pues él no tenía nada para desayunar en esas soledades, se sintió
abandonado, su traje y sus zapatos estaban irremediablemente arruinados y ahora
le dolían más los pies que el trasero. Definitivamente él no estaba hecho para
estos retos. Decidió darle una nueva oportunidad al obstinado animal que
aguardaba manso a ser montado todavía con el ronzal puesto, le acomodó su chaqueta
sobre el lomo, pero esta vez puesta sobre el anca, que era una zona más
confortable y menos lacerante para su magullada entrepierna y con un suave
talonazo se pusieron en marcha. El animal siguió el sendero y Vicente pudo
sentir hasta cierta satisfacción con su andar pausado y bamboleante, hasta que
el humilde sendero se cruzó con un camino mucho más civilizado que de seguro
conducía a algún pueblo en el que podría orientarse, pero que la mula ignoró
completamente para seguir con su flemático andar por el mismo sendero que
continuaba atravesando el monte y descendiendo hasta llegar al valle. Vicente
intentó detener al animal jalándole el ronzal, hacerle cambiar de dirección con
espoleos e insultos e incluso trató, como último recurso, hacerle entrar en razón
con argumentos razonables y desesperados que la mula silenció con un
contundente rebuzno tan sólido y bien puesto, que hasta parecía estar dotado de
cierta inquietante inteligencia. Vicente no se atrevió a bajarse del animal en
marcha, pues el solo hecho de pensar en el esfuerzo le dolía, además estaba
hambriento y sin verdaderas ganas de seguir caminando. Su suerte estaba echada,
y en manos de una mula que hacía lo que le daba la gana sin reconocer su
autoridad ni superioridad evolutiva. Era la tarde del tercer día, desde que se
había despedido de Urrutia y el sol parecía estar completamente en su contra,
enfocándose solo en él y haciendo más triste su marcha; rendido, sudado y sin
siquiera una triste cantimplora a la que recurrir, cuando de pronto la mula se detuvo,
Vicente no pudo creer lo que veía, ahí estaba a pocos metros su furgoneta, en el
mismo sitio donde la había dejado. Cuando logró bajar su deteriorado cuerpo del
lomo del animal encontró una nota puesta en el parabrisas, una nota de su hermano
que le decía que había intentado encontrarlo pero que solo había llegado hasta allí,
y que no podía seguir detrás de él o de ese endemoniado circo por siempre. Al final
agregaba lo que era tal vez, lo mejor de todo, “…reparé la furgoneta, espero que
estés bien, y que la uses para regresar.” Vicente terminó de leer y se volteó a
ver al enigmático animal que lo había llevado hasta allí, pero este ya había comenzado
a andar de regreso a casa.
León Faras.
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