sábado, 25 de marzo de 2023

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

XL.



Migas ya habitaba su cabaña nueva y la seguía compartiendo con su padre, al que había desenterrado después de pasar más de un mes sepultado vivo, o semivivo, o no muerto, pues esto último era lo más cercano a la extraña condición del viejo Buba, al que mantenía en este mundo gracias a un viejo ritual pagano y a un asqueroso brebaje en base a fluidos corporales humanos y hierbas que debía administrar una vez cada dos ciclos lunares como máximo antes de que el cuerpo se dañara irremediablemente, cosa que ya había sucedido varias veces antes porque sus ingredientes no eran del todo fáciles de conseguir y las consecuencias estaban a la vista. Migas, como alquimista aficionado, botánico de formación tradicional y científico naturalista de vocación, desde hace algunos años trabajaba en una fórmula para deshacerse de la apestosa y desagradablemente ruidosa plaga caprina que a diario debía soportar en los alrededores de su propiedad, pero buscaba algo más elaborado que solo veneno, debía ser más sutil, él deseaba hacer algo que pareciera una enfermedad, como una peste, para que las personas no lo culparan a él y volvieran a incendiar su casa, esta vez con él dentro. Tenía algunas ideas, solo debía dar con la combinación exacta en las cantidades justas de los distintos polvos fúngicos que manejaba para lograrlo, una tarea ardua, considerando la casi infinita cantidad de especies de hongos que existen, unos más fáciles de conseguir que otros. Sus primeras pruebas en ratas fallaron estrepitosamente, enloqueciendo al individuo, haciéndolo huir hasta provocarse un infarto o matándolo horriblemente con incontenibles vómitos que no paraban hasta expulsarse a sí mismo por el hocico. No solo eran crueles, sino también ineficientes, pues lo que él buscaba era matar más de un pájaro de un tiro, muchos más, y lo lograría. Podía provocar locura, pérdida de la realidad y confusión; la agresividad también era fácil de inducir, solo le faltaba una cosa más para crear su fórmula perfecta: el hambre, un hambre tan incontenible como insaciable y cuando lo logró, vio en sus ratas de laboratorio, con asombro y admiración, como estas enloquecían y se atacaban unas a otras, devorándose entre ellas con frenética locura, un espectáculo macabro y maravilloso a la vez. De los ocho individuos que tenía en su corral, todos murieron, unos por las heridas y otros debido a las consecuencias de comer sin mesura, el último en morir, fue una rata grande, gorda y jadeante, con los ojos inyectados de sangre y colgajos de piel desprendida en el cuerpo; de andar lento, torpe y bamboleante, tal vez por los numerosos mordiscos recibidos o tal vez por efecto del poderoso cóctel de hongos que había ingerido, tenía la cola seccionada y estaba obligada a arrastrar una de sus patas como si fuera un bulto, pero como fuera, no tardaría en perecer también y Migas, en saber que había encontrado lo que estaba buscando.



Sería un espectáculo digno de ver, pero no podía él arriesgarse a que lo vieran merodeando y lo relacionaran con lo que estaba a punto de suceder, por lo que salió antes del amanecer y se dirigió al campo de pastoreo más cercano donde “plantó” sus pequeños cebos camuflados en la hierba y se fue. Al mediodía, mientras se paseaba inocentemente comprando algo de grano molido de Velsi, escuchó con reprimida satisfacción y orgullo, los horrorosos relatos de las personas que cuchicheaban la última noticia del momento, cómo las cabras habían enloquecido de pronto y sin explicación, atacando salvajemente a las otras como poseídas por malvados espíritus de las tinieblas. Decían que el cabrero se había salvado de milagro para contar la historia, pues también fue atacado por sus propias cabras, salvajes, con ojos desquiciados y sus barbas y pechos teñidos de sangre, pero salvado al final por sus perros, quienes entregaron sus vidas para que él pudiera escapar, esto entristeció sinceramente a Migas, pues de todas las especies animales que conocía, la única que respetaba y que no consideraba digna de ser convertida en forraje a la menor oportunidad, eran los perros. Él mismo tuvo uno hace un tiempo de nombre Beto, un perro pequeño que llegó a estar grotescamente obeso cuando murió en silencio una fría noche mientras todos dormían, de un infarto, a la tierna edad de doce años, Migas intentó taxidermizarlo, pero falló miserablemente y el resultado fue tan repugnante para la memora del pobre Beto, que debió sepultarlo. El joven cabrero, según los comentarios de las personas, estaba ileso pero aterrorizado, y los hombres ya habían salido armados con machetes y horquetas a acabar con la plaga de cabras caníbales antes de que se propagara. Por lo pronto, los dueños de cabras evitarían esa zona de pastoreo en particular, lo que libraba al viejo Migas de tener que soportar la presencia de esos asquerosos bichos, que era, desde un principio, exactamente lo que deseaba.



Darlén ya había alcanzado cierto nivel en las artes oscuras, gracias a las enseñanzas de Circe, a la que visitaba al menos una vez a la semana sin falta desde hacía varios años. En todo ese tiempo, había consultado al péndulo innumerables veces, y este siempre le respondía lo mismo: que su padre seguía en el mundo de los vivos. Circe, a la que ya podía ver a plena luz y en toda su peculiar hermosura, le había enseñado un hechizo apto para encontrar a cualquiera en cualquier parte, pero le había advertido que involucraba el poder y el conocimiento de los Invisibles, “Las almas de los atascados en este mundo” Le dijo, “Y con ellos no se debe jugar, pues todo hechicero debe saber que más vale tenerles como amigos bien dispuestos, que como rencorosos enemigos” Darlén estaba presta a lo que fuera con tal de terminar con la angustia de no saber dónde estaba su padre y Circe la llevó hasta un círculo de rocas parcialmente sepultadas oculto en el monte, que en realidad era un punto de energía astronómica en el que se reunían con aquellos que carecían de un cuerpo de carne y hueso. Debía llevar suficiente aceite para diez lámparas y encender siete en el altar, las otras tres serían para el camino. Luego ambas debían orar hasta que los Invisibles revelaran su presencia en el fuego de las lámparas, entonces podían hacer su ofrenda y su petición, siempre con sumo respeto y postración para no ofenderlos, pues lo menos que los espíritus podían hacer, era guiarlos erróneamente hasta extraviarlos en sitios que solo ellos conocían y de los que nadie escapaba nunca, ya fuera por venganza, capricho o mera diversión. Darlén presentó lo único que tenía de su padre al momento de separarse, un anillo forjado por él mismo y encendió su lámpara. Luego de unos momentos, los Invisibles decidieron ayudarla y la llama de la lámpara comenzó a inclinarse mostrando una dirección que la chica seguiría en su caballo. Sola, pues ni su esposo ni su hijo sabían de lo que estaba haciendo y Circe, luego de desearle suerte, casi se desvaneció en el aire.


León Faras.



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