miércoles, 5 de abril de 2023

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

XLI.



Los Invisibles la guiaron correctamente, aunque en más de un momento parecía que no, porque los espíritus no señalaban un camino, sino una dirección, como una brújula, el camino había que buscárselo, y eso no siempre era algo fácil con terrenos tan abruptos y accidentados, ignorados por los dioses y los hombres. Darlén cabalgó un día entero con su noche, con el gran temor de que la llama la guiara hacia un barranco que su caballo no alcanzara a prevenir en la oscuridad. La primera luz de la mañana la encontró atravesando un tupido bosque sin la certeza de si estaba siguiendo una brújula sobrenatural o solo la maldita dirección del viento. Cuando salió de la espesura, se encontró con un río, el viejo río Jazza, aunque en ese momento ella no lo supiera, y al otro lado, una pared de tierra vertical como un despeñadero imposible de subir para la chica o su caballo, pero al que la llama apuntaba decididamente, sin embargo, más allá, en el cielo, varias columnas de humo acusaban presencia humana. Un pueblo al que sus habitantes llamaban Confín.



Falena había atrapado a la gallina con relativa facilidad, luego de perseguirla por más de una hora hasta acorralarla, con la paloma le tomó todo un día solo darse cuenta de que no podría jamás atraparla con las manos y que necesitaba usar una malla o un saco para tirárselo encima y evitar así que se le escapara volando una y otra vez, al fin y al cabo, el señor Sagistán no le había especificado cómo debía hacerlo, pero con la rata estuvo atascada casi una semana, pues esta estaba metida dentro de una caja con un agujero y ella debía esperar a que el bicho saliera de allí por voluntad propia para caerle encima y capturarla, pero pese a sus mejores esfuerzos el animal logró huir y tal como había dicho el señor Sagistán, si la rata huía, se escondería y sería casi imposible de volver a encontrar, aunque se pasara todo el día registrando cada pulgada de terreno; el bicho desaparecía sin dejar rastro y había que esperar a que de nuevo decidiera salir por propia voluntad y eso hacía que Falena se frustrara por la estupidez que le tocaba hacer, lanzando el pañuelo de su cabeza al suelo o pateando cualquier cosa que se le cruzara por delante. Al ver esto, el señor Sagistán decidió darle un respiro, “¡No puedes hacer que tus enemigos hagan lo que tú quieres cuando tú quieres! Te dije que debías tener paciencia ¿Acaso nunca has visto a un gato cazando? ¡Déjala ya!” Le espetó el viejo mientras la guiaba hacia el granero donde le presentó un par de varas de madera de dos metros de largo cada una, “La primera arma que todo soldado debe aprender a usar es la lanza, porque es la que te mantiene más lejos de tu oponente” Falena se emocionó, por fin iba a aprender a usar un arma, “…Y lo primero que debes aprender es a defenderte con ella, después a atacar, porque no hay ataque sin defensa ¿Entiendes?” Señaló el viejo, y en seguida le enseñó una correcta postura y cómo debía desviar los ataques de una lanza, siempre hacia afuera y hacia abajo, buscando abrir espacios en la defensa de su oponente, o a esquivarlos girando con el cuerpo para obtener ventaja en el combate. Ese tipo de entrenamiento era el que a la chica le encantaba y algo en lo que podía ser muy buena. En los días siguientes el viejo le enseñaría el arte del contraataque, cómo cada movimiento defensivo estaba diseñado para convertirse en otro ofensivo y viceversa, y cómo este proceso debía ser tan fluido como una danza, “El combate es en cierto modo un baile, uno en el que solo los mejores bailarines quedan de pie al final.” La niña se pasaría horas practicando sus movimientos de ataque contra un árbol seco, cuyas ramas asemejaban un enemigo de múltiples brazos o a la deforme mano de un colosal gigante, mientras el viejo la observa con curiosidad y satisfacción, pues él no le había ordenado que lo hiciera. Una tarde, agotada por el entrenamiento, mientras se tomaba un descanso, oyó un ligero ruido en el huerto, sonrió, Punto, el perro, dormía tirado al sol a un par de metros y ni siquiera se había despertado con el sonido. La rata estaba allí, royendo con desparpajo uno de los tomates de Sagistán. La niña se quedó inmóvil, observando, si quería atraparla, se dijo, debía conocer sus movimientos, sus escondites, sus hábitos de rata, como había dicho su mentor, proceder con paciencia y tino y no con desbocada energía. Quiso moverse para buscar una mejor posición, pero en cuanto lo intentó, Punto levantó la cabeza, ¡Ella ni siquiera había hecho un ruido! Sin embargo, en ese mismo momento, el otro perro, Remo, apareció como una tromba de un salto, oculto entre las calabazas quién sabe por cuánto tiempo y dejó caer rápida y certera una de sus patas sobre el torso de la rata, volteándola sin dejarle oportunidad a esta de hacer nada por defenderse o escapar, para luego cogerla con el hocico y ponerse de pie, soberbio, mirando a la chica como queriendo decirle “¡Así se hace, niña!” Mientras esta apenas podía cerrar la boca para contener la baba, por su parte, Punto no se dejó impresionar, luego de un largo y satisfactorio bostezo, reacomodó su cuerpo para seguir durmiendo ¿Acaso Punto estaba haciendo de elemento distractor mientras Remo emboscaba a la rata por detrás, o solo era su imaginación?



Por aquel tiempo, Cízarin era un reino próspero donde la fortuna y el poder de Siandro, su rey, crecía día tras día, y ya no tenía que compartirla con nadie, pues su hermano, después de tantos años, había sido dado por muerto de manera oficial, por lo que decidió llevar a cabo un caprichoso proyecto personal con el que soñaba desde hacía tiempo, como una adolescente sueña con un vestido: construir una pequeña ciudad de lujo con un palacio incluido en la cima del Decapitado, para él y sus más cercanos. Además, ordenó crear un sistema para coger el agua del río y transportarla hasta arriba por medio de enormes ruedas y correas con baldes flotantes, donde sería dividida por canales y piletas que regarían sus jardines y bañarían a sus habitantes para luego descender en forma de vistosas cascadas y retornar a su fuente, todo impulsado por la fuerza del inagotable río Jazza, tal como funcionaban los molinos de Velsi. Por el momento, los trabajos se concentraban en la construcción de un camino de tablones instalados sobre andamios que se enrollaba en el monte varias veces como una serpiente, pues debían controlar la pendiente, hacerlo con descansos y lo suficientemente ancho como para que las innumerables carretas con materiales que subirían y bajarían por ahí en los próximos años, lo hicieran con holgura y sin extremar esfuerzos. Debía ser firme y duradero, pero no necesariamente bonito, pues sería reemplazado al final por uno digno de un rey, o al menos así se veía en las representaciones artísticas de su gran obra terminada, las que engolosinaban los ojos del soberano como los de un niño frente a los dulces.


León Faras.

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