domingo, 30 de abril de 2023

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

LXIII.



Cuando el viejo Sagistán le dijo a su pupila que no se dejara molestar por Yurba, quien era un provocador profesional, lo cierto era que ya era tarde para ese consejo, porque Falena estaba furiosa con ese enano petulante, cuya estúpida sonrisa, solo deseaba ver desaparecer tras un violento golpe de su espada de madera, “Solo me defenderé… prometo no atacarte para que puedas practicar tus movimientos” Le dijo Yurba con fingida amabilidad y esa tonta sonrisita otra vez, mientras la niña lo miraba recta y dura como un poste. Si la vista se basase en el movimiento, Falena sería completamente invisible en ese momento, salvo, tal vez, por los músculos de su mandíbula que parecían retorcerse como orugas bajo una gran presión, eso hasta que Zaida dio la orden de comenzar y la chica saltó encima de su rival como un felino hambriento sobre su presa, pero no fue un ataque salvaje y desaforado como parecería, fue un ataque con técnica, pero con rabia y la rabia vuelve frágil al control. La chica se lanzó contra Yurba con su espada recta en estoque, e inmediatamente, cuando este simple ataque fue evadido y desviado, se giró sobre sí misma provocando un ataque doble con sus espadas abiertas para ganar espacio haciendo retroceder a su contrincante, y girando una vez más al final para concluir con un ataque rasante de barrido que Yurba evitó saltando con ambas rodillas en alto, pero en cuanto cayó al suelo, la punta de la segunda espada de Falena se clavó recta en su canilla. Yurba comenzó a saltar en una pierna y a alegar como si aquello hubiese sido un movimiento ilegal, pero no le hicieron ningún caso, por lo que, indignado, le advirtió a la chica que ahora pelearían en serio, a lo que Falena respondió que ella siempre peleaba en serio. Yurba se lanzó hacia delante repartiendo puntazos rectos, uno tras otro, que obligaron a Falena a retroceder, luego continuó con espadazos circulares que iban y venían de un lado hacia el otro y que la chica esquivaba solo con la flexibilidad de su cuerpo, pero agobiando sus sentidos e incapaz de contraatacar. Yurba, entonces, vio un espacio y lanzó un ataque descendente sobre la cabeza de Falena que iba destinado a abrirle un buen corte a esta en la mollera, pero que la chica evitó cruzando sus dos espadas en alto. Yurba sonrió, porque eso era lo que esperaba, levantar la guardia de su rival, despejar su abdomen y meterle una patada en el estómago que la hizo doblarse sobre sí misma sin aire. Mientras Falena recobraba el aliento con una rodilla apoyada en el suelo, Yurba celebraba como un campeón, dando saltitos por el cuadrilátero con los brazos en alto, “¡Vamos, apenas te toqué!” Le espetó este, animándola a ponerse de pie. Continuaron practicando hasta que ambos terminaron agotados, con los brazos adoloridos y la espalda magullada, “Eres bastante buena… para ser una niña.” Admitió Yurba entre jadeos, apoyándose sobre sus propias rodillas; la chica curvaba su espalda con fuerza hacia atrás para reacomodar sus vértebras, “Tú también… para ser un bravucón.” Seguirían entrenando juntos en los próximos días hasta terminar inevitablemente convirtiéndose en buenos camaradas.



Con dieciséis años cumplidos, Falena se presentó en el ejército cizariano para ser admitida allí como oficial, respaldada por su papá, su maestro y por Yurba, quien cuando se consideraba amigo de alguien, era difícil de alejar. Apenas llegaron, este puso al día a su amiga con la información concerniente sobre todos los presentes: que si aquel era tan imbécil como un asno tuerto, que si este todavía mojaba la cama por las noches o que si ese de allá tenía un dedo de más en cada pie como un engendro. La idea era que la chica contara con información ventajosa en caso de que cualquiera de esos palurdos quisiera meterse con ella, cosas que a Falena no le interesaban en lo más mínimo, pero era fácil comprender que la ayuda de Yurba era algo inevitable. La chica pasaría las pruebas con facilidad, como era de esperarse luego del arduo entrenamiento, y antes de los diecisiete sería aceptada como oficial del ejército cizariano.



Diecisiete años trabajando en la Descorazonada, eso era casi la mitad de toda su vida y mucho más de lo que había trabajado en cualquier otra parte. Pidras era el nuevo cocinero y Chad ayudaba en lo que podía atendiendo la barra, porque Grisélida no había vuelto a ser la misma desde la muerte de Gorman; había envejecido de golpe y porrazo y se pasaba el día hablando sobre el dolor de su cadera que la hacía caminar como un maldito pato por culpa de las estúpidas escaleras de Jazzabar y de lo mucho que deseaba morir de una buena vez después de tantos años de trabajo y sacrificio. Ya hasta le había heredado la Descorazonada a Nazli porque no había nadie más que pudiera hacerse cargo del negocio como ella y no es que le estuviera haciendo ningún favor, porque para Grisélida, el negocio que había construido y al que tanto había amado, ahora no era más que una maldición, una carga pesada y egoísta que le succionaría la vida y los sueños hasta dejarle agotado y vacío a quien se hiciera cargo, como a ella, preguntándose sentada sola en un rincón qué había obtenido después de tanto tiempo, qué quedaba para ella de todo lo que había dado y dónde estaban los nietos que deberían estar rodeándola y confortándola en la vejez. Grisélida de mayor se estaba volviendo insoportable para todos, incluidos los clientes, y había que hacer algo o el negocio se iría a pique antes que ella, porque por regla general, la muerte solía ignorar a quienes más la adulaban. Entonces, apareció Gina en el negocio, una prostituta de origen rimoriano, cuarentona, amiga de Pidras, con una habilidad casi sobrenatural para embarazarse y traer hijos al mundo, porque, aunque solo andaba con cuatro crías detrás de ella, se sabía que al menos eran una docena más los que había parido a lo largo de su vida, cuyos destinos desaparecían en los oscuros recovecos de Jazzabar y en los turbios meandros del río Jazza, pues aunque ella era una mujer dulce y buena por naturaleza, tenía muy pocas luces y no siempre se esforzaba por diferenciar lo bueno de lo malo y atormentarse con ello en la oscura soledad de la noche, como los demás, más bien aceptaba las cosas sin cuestionarlas, sin aferrarse y sin sufrir por lo que no podía evitar, como un pajarito cuyo nido ha sido destrozado y simplemente debe salir a cantar a la mañana siguiente y a buscar su comida para seguir viviendo, pero al igual que ese pajarito, Gina tenía un don, que era el que la había llevado a la Descorazonada, un don maravilloso que jamás le había bastado ni para conseguir un mendrugo de pan, pero que aun así era incuestionable para quien la oyera, porque Gina cantaba como los ángeles, y su voz era dulce y cristalina como el agua más pura, y su tono era perfecto y sin nunca desafinarse. Con su voz podía tranquilizar a los niños, adormecer a los viejos y apaciguar a los borrachos más pendencieros. Su voz era un milagro en un mundo en el que nadie estaba muy seguro de qué era eso.


León Faras.

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