sábado, 25 de febrero de 2023

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

Crónica de un desastre.



Después de esa inesperada demostración de poder, vino otra, la de la gente que se abalanzó encima de los soldados para expulsarlos de su ciudad, la mayoría con las manos vacías hasta ese momento, los soldados rimorianos debieron contenerlos con sus escudos para que no lanzaran al suelo a algún jinete cizariano y lo despedazaran, pero los rimorianos no podían contenerlos a todos, ni tampoco por mucho tiempo, no tenían la instrucción adecuada ni la resistencia física necesaria y solo Demirel los estaba apoyando en primera fila. El joven Cal Desci empujaba de su escudo con todas sus fuerzas como si contuviera una pared que se le cae encima, y con la misma desesperación de quien sabe que puede resistir pero no evitar que suceda, recibiendo en el proceso desagradables escupitajos, inmerecidos insultos y fuertes patadas en las canillas, preguntándose qué mierda hace ahí si él era un criado del rey de Rimos que lo más terrible que debía hacer a veces, era destripar pescados o despellejar alguna liebre. Entonces, ante el peso de lo inevitable y empujado por el miedo y la angustia de su situación, cogió su espada y la lanzó en estocada hacia delante abriendo un hueco entre los escudos, con la esperanza de que cediera esa maldita presión que amenazaba con aplastarlo, un ataque que no hirió a nadie al primer intento, pero que al segundo, la afilada hoja fue adsorbida por carne y tripas; húmedas y pesadas, que por poco le arrancan el arma de la mano al retroceder, entonces el joven se asomó tras su escudo para mirar quién sujetaba su arma, y vio a una mujer flaca, en el límite de la edad reproductiva, que con los ojos muy abiertos y un grito mudo en la boca, tenía la mitad de su espada dentro de su cuerpo. La mujer cayó absorbida por la multitud como quien cae dentro de una piscina, provocando una nueva oleada de furia, insultos, pedradas y patadas, que Cal Desci apenas pudo contener, con los nervios destrozados por el miedo a morir y asustado de matar por primera vez, a punto estuvieron de quitarle el escudo de las manos y ese hubiese sido su fin, pero entonces el Tronador grande volvió a rugir y esta vez destrozando la estabilidad de un silo de torre que colapsó, viniéndose abajo, esparramando su carga de grano por el suelo y provocando la estampida de todo el mundo, dispersando a la gente mientras los Tronadores pequeños probaban puntería con los que huían, una puntería que, por cierto, estaba muy por debajo de la de un arquero promedio.



La infantería rimoriana pudo descansar, tomarse un respiro, mientras la caballería cizariana se esparramaba por la ciudad proclamando la consigna de que ese era ahora suelo cizariano y ellos impondrían el orden a punta de espada si era necesario, por orden del rey. Demirel, debido a las dimensiones de Gindri, no podía pelear montado en un caballo, por lo que prefería seguir de pie con la infantería. La noche se empezó a acentuar pero las antorchas no se encendieron a lo largo de la ciudad como todas las noches. Algunas mujeres comenzaron a abandonar la ciudad hacia los campos llevándose a los niños y algunas provisiones a un lugar seguro, los demás se quedaron para organizarse y pelear, había algunos diestros en el arco, cazadores no soldados, pero la mayoría podía empuñar el arma principal de cualquier velsiano o velsiana: su hoz o su guadaña. Las primeras antorchas debieron ser encendidas por los mismos soldados, pues la luna se tardaba en salir y la oscuridad se estaba volviendo incómoda para todos, y así fue como comenzó el desastre. Tres jinetes cizarianos en un camino completamente oscuro se topan con una lámpara que ilumina parte del interior de un establo, el silencio es inquietante, pero uno de ellos debe ir por esa lámpara, desenfunda su espada, más que nada por precaución, aunque todo parece indicar que los Tronadores, tal como se esperaba, espantaron lo suficiente a esas personas como para huir a esconderse, incluso ellos mismos habían sido sorprendidos con su poder, pero entonces una mano salida de las sombras lo sujeta desde atrás, tapándole la boca al mismo tiempo que le raja el cuello con la afilada garra de una hoz, afuera, uno de los jinetes, quien resulta ser el bueno de Váspoli, es derribado de su caballo por una horqueta bidente que se atenaza a su cuello con violenta precisión y lo sigue asfixiando una vez en el suelo, en el que reparte patadas y se retuerce como un pescado que acaba de ser capturado, mientras grita como un verraco tratando de liberarse. El tercer soldado lucha con habilidad y valentía repartiendo espadazos desde su caballo, pero está acorralado por una jauría de hienas armadas con horquetas y guadañas, si cae, es hombre muerto, si huye de su atolladero, su compañero lo será. Entonces ve una gigantesca hoja de metal, en el que la poca luz que queda en esa parte del mundo se ve reflejada, abriéndose paso con golpes capaces de partir a un hombre en dos, Tibrón, el jinete acorralado, agradece que su caballo sea blanco, o probablemente Gindri no lo vería y los decapitaría a ambos. Demirel llega acompañado de algunos soldados rimorianos, alertados sin duda por los potentes aullidos de Váspoli, a quien en ese momento le ayudan a ponerse de pie, solo está algo atontado y adolorido, los hombres que lo atacaron le han pateado la cabeza para que deje de gritar y su propio caballo le ha dado un pisotón en la entrepierna al salir huyendo, pero a parte de eso, está sorpresivamente ileso. Entonces, se oyen gritos a cierta distancia, más hombres están siendo emboscados y atacados como ellos, van a moverse, necesitan reagruparse o serán cazados uno por uno como adolescentes en una película de miedo, pero el condenado Tronador gigante vuelve a estallar golpeando con su proyectil las paredes de la casa que está justo a su lado, un brasero se esparrama y el incendio comienza. Los soldados lo esparcirán.



La luna sale tarde, el fuego de las casas ardiendo ya ilumina gran parte de la ciudad, hay docenas de muertos de ambos bandos y la situación está lejos de estar bajo control, pero los sitios donde esconderse de los velsianos son más escasos y Helsen toma una determinación: tomar la ciudad por la fuerza. Los que quieran rendirse, se salvarán, el que quiera seguir peleando, morirá. Demirel mira a Tibrón preocupado, esto no era lo que él esperaba del ejército, se supone que su deber sería defender a los campesinos y sus familias del enemigo, no matarlos para quitarle sus casas, pero no suelta ni una palabra, solo cumple con su deber y mata campesinos, jóvenes y viejos, rompiendo en pedazos sus guadañas y horquetas con su imparable Gindri, mientras los rimorianos tras él, reparten espadazos felices de desquitarse de los insultos y golpes de antes. Los caballos golpean y aplastan cuerpos, y los Tronadores, grandes y pequeños, escupen hierro a mansalva por órdenes de Furio que quiere que no haya dudas de la efectividad de su grupo. Antes del amanecer, los campos de trigo comienzan a ser quemados por los propios velsianos que no le dejarán el fruto de su trabajo a un rey que apenas conocen, también la mayoría de los molinos, excepto por uno, defendido por un hombre de edad madura, con una desagradable cicatriz en el cuello, abundante bigote y una espada larga y recta, que maneja muy bien a juzgar por los numerosos cadáveres tirados a su alrededor, tras él una mujer de mediana edad empuña dos hoces, y también tiene algunos cadáveres a su nombre, tras esta algunos muchachos se apiñan empuñando palos y bastones. Son prácticamente los únicos que quedan y no piensan irse. La ciudad entera arde, también sus campos y hay muertos por todos lados y entre los vivos, todos están de acuerdo en que ya fue suficiente, pero Helsen no está por ninguna parte para dar la orden. Solo hasta el amanecer lo encuentran y está muerto, tiene un agujero perfectamente redondo en la nuca y una bola de hierro dentro del cráneo.


León Faras.



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