viernes, 17 de febrero de 2023

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

XXXVI.



Teté se casó con Tibrón dos días después de que Falena cumplió los seis años. Fue una ceremonia sencilla y con pocos invitados, pero oficiada por la mismísima Zaida en persona, cuya autoridad para matrimoniar era indiscutida. Dana estuvo presente junto con la pequeña Rubi, que ya no era tan pequeña porque ya tenía diez, y por el otro lado estaba Demirel, acompañado de Gindri, su enorme espada, la cual lucía lustrosa para la boda. Se casaron a pesar de los fuertes rumores que habían de guerra: la construcción de los cañones de fuego, el apresurado entrenamiento de las nuevas tropas rimorianas, los deseos de expansión del rey Siandro de Cízarin, todo olía a conquista. También lo hicieron para complacer al viejo padre de Tibrón, el cual, según podía ver Teté, estaba viviendo sus últimos días en este mundo. Tan solo dos semanas después, pocos días luego del funeral del padre de Tibrón, los rumores se confirmaron, el rey Siandro enviaba a su ejército a tomar Velsi para anexarlo a Cízarin, así como a su gente y a sus recursos: un grupo de doscientos soldados cizarianos profesionales bien pertrechados y montados, trescientos rimorianos más o menos entrenados, vestidos con su ropa de diario, con Pétalos de Laira en una mano y viejos escudos de madera en la otra, marchando a pie, más un pequeño destacamento de una treintena de cañoneros. Ya no más arqueros. Viajaban en una misteriosa carreta cubierta de lona tirada por cuatro caballos, sus misteriosas armaduras ennegrecidas con hollín y brea y sus misteriosos rostros cubiertos con pañuelos color vino tinto, como forajidos. Ellos se sabían la élite del ejército cizariano, entrenados para usar las nuevas armas del rey, los Tronadores, cuya eficacia debía ser demostrada en un combate real, y para ello, Velsi era perfecta, no era muy grande, no estaba muy lejos y su gente ofrecería una resistencia moderada. Eso creían. Además sus cerros cubiertos de grano y sus molinos serían una nueva fuente de ingresos para el rey Siandro de Cízarin, el único de todas estas tierras, pues el otro que había, estaba acabado, “muerto en vida” según lo que le decían sus informantes y las otras ciudades libres carecían de realeza, por lo que lo más justo era anexarlas al reino y hacer de este uno cada vez más grande y fuerte, pero todo a su tiempo. Una cosa más le habían dicho sus informantes, el rey Ovardo de Rimos acababa de ser padre de un varón.



Al contrario del día en que nació Falena, el más aciago y lúgubre de todos, el que nació Dimas fue un día bonito, el sol brillaba, los pájaros cantaban y nadie moría dolorosamente en ese momento, hasta el rey Ovardo el Triste, sonrió cuando lo cogió en brazos por primera vez, sabía que era hijo de Neila, su criada, y lo amaba porque en los últimos años era ella quien lo había logrado poco a poco sacar del abismo en el que estaba, nunca sería el de antes, pero fue ella quien lo animó a salir de la cama y volver a sentir la brisa y el sol en la cara, ella lo ayudó a comer solo y a caminar de nuevo, ella fue la que lo hizo hablar otra vez y no solo balbucear cosas sin sentido, ella lo había traído de vuelta a la vida y ahora le daba un hijo, todo parecía ir bien, pero de pronto, mientras sentía el bebé moviéndose en sus brazos, recordó a Delia, su esposa y creyó recordar que ella estaba embarazada la última vez que la vio. Había preguntado por ella hasta el hartazgo, y de misma manera le habían repetido muchas veces que ella estaba muerta, pero ahora que lo pensaba, nunca le dijeron nada sobre un hijo, el hijo que esperaba su esposa, y él nunca preguntó. Estaba tan confundido la mayor parte del tiempo, sin saber nunca si era de día o de noche, si las voces que oía eran de personas o de fantasmas, si sus recuerdos provenían de una realidad remota o de un sueño reciente o si habían pasado seis años desde la muerte de Delia o un siglo y aquel hijo al que nunca vio ni oyó, sin voz ni forma, no podía competir con ese que estaba moviéndose en sus brazos, riendo y jugando con la pequeña botella de agua que siempre colgaba del cuello del rey y de la que este no quería desprenderse nunca, aunque ya no estaba muy seguro del porqué.



Tibrón se despidió de su esposa y de la pequeña Falena, a la que ya quería como a una hija, porque esta desbordaba alegría cada vez que él la cargaba en brazos o sobre los hombros o le daba un paseo en su caballo. Se despidió y les dijo que volvería sano y salvo, aunque Teté eso ya lo sabía. También se despidió de Rubi y esta le devolvió el saludo con una sobria inclinación de la cabeza, pues la chica era así, fría y severa por naturaleza, todos sabían que jamás conseguiría novio debido a su carácter siempre malhumorado y alejado de las demostraciones afectivas, pero no cabía duda de que amaba a las personas que consideraba su familia. Tan tenaz, leal y responsable, como era la muchacha, Tibrón siempre pensó que sería un buen soldado, no es que hubiera muchas mujeres soldado, pero ella si quisiera, seguro lo conseguiría, aunque no había demostrado nunca interés en la milicia. Al mando del escuadrón iba el capitán Helsen, quien desde el ataque de Rimos había sido ascendido, este no estaba muy convencido con la misión, le parecía desproporcionada la fuerza militar desplegada contra una ciudad que ni siquiera tenía ejército. Fagnar le dijo que aquella demostración de poder era precisamente para impresionar y persuadir a los velsianos de que aceptaran la anexión al reino y así evitar un innecesario derramamiento de sangre, pero incluso él sonaba poco convencido. Se fueron antes de que el sol saliera y entraron a Velsi durante las primeras horas del ocaso, con los rimorianos golpeando sus escudos con sus espadas al compás de su marcha para anunciar su entrada. La gente comenzó a salir de sus casas y a dejar sus ocupaciones para agruparse y ver qué diablos estaba sucediendo. Helsen desmontó y comenzó a leer un decreto del rey Siandro que anunciaba que Velsi dejaba de ser una ciudad libre e independiente para pasar a formar parte del reino de Cízarín, traspasando así, en un abrir y cerrar de ojos, todas las tierras y recursos a manos de este. A su derecha, Demirel observaba solemne a la multitud, con Gindri apoyada en el suelo imponiendo respeto, y a su izquierda se posicionó Furio, el capitán de los Tronadores, observando desafiante a la gente. Todo parecía ir bien, la gente escuchaba y murmuraban entre ellos, seguramente tratando de entender qué rayos estaba sucediendo y fuera lo que fuera, si era justo o no, cuando una piedra salió volando desde el techo de una de las casas y hubiese golpeado a Demirel en el rostro, si no fuera porque Gindri se interpuso rauda desviando el proyectil. Los soldados desenvainaron sus espadas pero Helsen los tranquilizó, llamando a la calma y a la cordura. Entonces nuevas piedras comenzaron a caer y esta vez acompañadas de insultos con voces juveniles, Helsen iba a ordenar arrestar a esos muchachos e imponer orden, cuando vio al capitán a su izquierda que mantenía una mano levantada apuntando al cielo, no alcanzó a preguntar qué hacía, cuando el brazo cayó y estalló un trueno sobre la tierra que hizo que todos, incluso los mismos soldados cizarianos, ocultaran sus orejas entre los hombros, seguido de un enorme golpe. Tras el humo y la polvareda, vieron la casa donde los muchachos estaban, incompleta, como si hubiese recibido una mascada de un ser colosal. Habían construido dos Tronadores gigantes que lanzaban bolas de hierro grandes como pomelos y eso ni Helsen lo sabía. Furio ni siquiera se había inmutado, sus ojos lucían satisfechos con los resultados, “Quería atención y respeto, ahora lo tiene…” Dijo.


León Faras.

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