lunes, 6 de febrero de 2023

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

XXXV.



La aldea era llamada Confín, porque fue creada donde la tierra había sido partida en dos por un acantilado, no tan alto, pero suficiente para matar a un hombre, creado por el río Jazza en los primeros pasos de su larguísimo recorrido, más allá del cual, la tierra se cubría de tupido bosque prácticamente inexplorado en su mayoría. Sin embrago, el río, siempre generoso, en su paso rasgando la tierra, abrió un brote de hierro que los habitantes comenzaron a explotar, a alguien se le ocurrió comenzar a usar bueyes para transportar el metal y así surgieron un par de pequeños hornos para la purificación del hierro, y las forjas para su trabajo y de esa manera Confín se convirtió en una suerte de “pequeño Rimos,” a pesar de que ninguno de sus habitantes proviniera de allá, hasta ahora. Para las personas, sobre todo para los niños, fue toda una novedad ver llegar a un hombre con media pierna hecha de hierro, cosa que jamás hubiesen imaginado siquiera que existiese, pero sin duda lo más asombroso para todos, fue la presencia del gigantesco Nut, un monstruo que hubiese aterrado a toda la aldea, sino fuese porque se trataba solo de un hombre grande, que disfrutaba con el asombro de los más pequeños y que incluso se detenía para que estos tuvieran la experiencia de sus vidas al sujetar uno de sus enormes dedos. Confín les dio su hospitalidad y ellos solicitaron empleo para quedarse por un tiempo, pues estaban cansados de vagar y deseaban establecerse en un sitio por un tiempo, así fue como Féctor, Cherman y su gigante amigo, comenzaron a trabajar en la extracción del metal. Allí conocieron a Ontardo, el maestro de forja, un abuelo siempre sentado en una silla desde la que repartía órdenes e instrucciones a sus aprendices. Él había llegado hasta allí pocos días antes que ellos desde Cízarin, huyendo de noche en su caballo de una ciudad en llamas, eso fue antes de que cayera el aguacero, por supuesto, y lo dejara, además de empapado, ciego, porque esa noche no podía ver ni las orejas de su caballo. Llegó a Confín gracias al instinto de su animal y aferrado a este como un niño pequeño que monta por primera vez, porque él no tenía ni idea de la existencia de aquel poblado ni hacia donde ir en una noche tan cerrada, allí descubrió lo incivilizado de aquella gente para trabajar el metal. Ontardo, quien había sido herrero del rey durante la mitad de su vida, conocía todos los secretos del hierro y todas las formas de trabajarlo, por lo que rápidamente se volvió el maestro de forja de Confín y empezó con gusto a corregir las torpezas y a enseñar los misterios de su arte a esas personas, pues antes de eso, solo se dedicaba a esperar su muerte sentado en la entrada de su casa viendo cada día pasar.



Ontardo supo en el acto que aquellos dos recién llegados eran soldados rimorianos desertores, aunque el manco llevara una Pétalo de Laira al cinto, no es que saberlo fuese algo extraordinario, pero es que aquellas gentes de Confín no distinguían nada y se maravillaban con todo, como niños que por primera vez ven un gato con la cola mocha. Con el gigante era otra cosa, hasta él se había asombrado de ver un hombre de tamaña altura. El asunto era que aquellos hombres no eran de fiar, eran desertores, o sea que no tenían honor, y además enemigos de Cízarin, o sea de él, por lo que los tuvo en el rabillo del ojo durante días, averiguando por los pobladores cómo se comportaban y de qué hablaban. Con el tiempo se fue convenciendo poco a poco de que aquellos no estaban planeando nada malo y de que solo se dedicaban al trabajo en la mina, aunque no eran muy buenos. Entonces, comenzó a cruzar palabras con ellos. Con una botella de un licor de bayas silvestres hecho en Confín para ellos, y otra solo para Nut, Cherman y Féctor le contaron una noche sobre el desastre que había sido el ataque a Cízarin, “Todo mal planeado por un rey codicioso que creía tener un ejército de invencibles… no somos desertores, sencillamente no había nada que pudiéramos hacer” Explicó Cherman, “Nadie guiaba a nadie, cada uno por su cuenta… era todo una gran torpeza sin sentido” Agregó Féctor, inspeccionándose el muñón una vez más. Ontardo nunca fue soldado, pero su trabajo siempre estuvo muy ligado al de ellos, y sabía que muchos de ellos no estaban completamente orgullosos de algunas cosas que habían hecho. La verdad era que, uno cojo y el otro manco, eran bastante malos para el trabajo, y Nut, demasiado grande para las dimensiones de la mina, por lo que el viejo herrero les sugirió que mejor se construyeran una forja, él les enseñaría a trabajar el metal y así podrían ganarse la vida, ya que había suficiente hierro para todos.



Cherman tenía algo de experiencia en una forja desde su juventud, antes de perder la pierna, y Féctor podía servir como aprendiz y manejar el fuelle, así entrenaría sus brazos y no perdería fuerza, mientras que Nut los abastecería de las materias primas a ellos y a quien lo necesitara. El primer trabajo que hicieron fue un martillo para el muñón de Féctor, hecho con la ayuda de Ontardo, que se tomó su tiempo para diseñarlo y que Féctor comenzó a usar de inmediato y a diario con la intención de hacerlo suyo lo antes posible. Una noche, mientras aún trabajaban en la forja, la gente se alborotó, las mujeres gritaban, los hombres corrían y los niños lloraban: el granero principal estaba en llamas. Cada año era lo mismo, llegaban los mismos bandidos, a veces más, a veces menos, provocando un incendio y amenazando como piratas con quemarlo todo y llevarse a las mujeres si no cumplían sus demandas, y la gente de Confín, ajena a los conflictos y a los enfrentamientos, les daba lo que les pedían con tal de que los dejaran en paz, pero esta vez no fue así. Esa noche, mientras Bacho, el líder de los bandidos, pronunciaba su discurso habitual, advirtiendo que si todos cooperaban nadie resultaría herido, dos hombres les plantaron cara, uno con un brazo terminado en un martillo y una Pétalo de Laira oxidada en la otra mano y el otro con una extraña espada curva y una pierna acababa en una prótesis. Dos hombres incompletos contra una decena. Bacho sonreía, casi que deseaban algo de resistencia en esas aldeas de gente sosa y asustadiza donde hacer fechorías resultaba tan sencillo. Se disponía a disfrutar del enfrentamiento junto con sus hombres, que seguro sería breve, cuando aquel que estaba justo a su derecha, desapareció. Sí, un segundo estaba y luego ya no. Bacho lo vio por el rabillo del ojo como fue succionado violentamente hacia atrás, al voltearse, su camarada estaba a dos metros, atravesado y estacado al suelo por una lanza con punta de hierro que parecía haber sido lanzada por un gigante. Sus compañeros se habían apartado oportunamente para no verse salpicados de su desgracia. Bacho ya no sonreía, esto era inaudito y debía ser castigado de inmediato o esta gente les perdería el respeto y luego sería muy difícil de recuperar, no tenía más opción que cumplir sus eternas amenazas de incendiar la aldea y raptar algunas mujeres, las más jóvenes, golpeando o matando si era necesario, a quien se interpusiera en su camino. Estaba enardeciendo la furia de sus hombres con su discurso de poder y respeto, cuando vio que la atención de estos se desviaba ligeramente. Tras él estaba parado un gigante de dos metros y medio, con cadenas enrolladas en sus enormes puños y un trozo de rama entre los dientes como si fuese un cigarro. Bacho cayó al suelo sin remedio, aturdido por un contundente gancho derecho a su quijada, mientras el resto de sus hombres se aprestaban para pelear contra dos de los mejores y más experimentados soldados rimorianos que además, tenían el don de ser inmortales. Sin duda el más beneficiado de todos al final fue Féctor, pues esa noche volvió a la vida después de haber estado incluso sepultado, volviendo a sentirse valioso, admirado y con ánimos para volver a levantar la frente y enseñarles a las susceptibles señoritas de Confín su seductora sonrisa.


León Faras.

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