sábado, 4 de abril de 2020

Autopsia. Cuarta parte.


XV.

A una semana del matrimonio, Úrsula y su prometido pensaron en mover sus cosas del cuarto que ocupaba en la casa del cura, a la casa del doctor Cifuentes, embarazada y prometida, ya no tenía sentido que siguiera durmiendo allí, sin embargo, antes de hacerlo pensaron que debían hablar con el padre Benigno y así lo hicieron, antes del mediodía en su despacho. El sacerdote no podía oponerse, sólo les recomendó que no hicieran vida marital hasta cumplir con el sagrado sacramento del matrimonio, que no había jamás que tentar al Señor, y los jóvenes estuvieron satisfechos y de acuerdo, pero no Guillermina que oía la conversación parada en la puerta, primero porque sabía que le echaría de menos a la muchacha, con la que ya se había encariñado más de lo que jamás estaría dispuesta a admitir, y segundo porque el padre Benigno que ella conocía desde siempre, probablemente ni siquiera hubiese aceptado casar a una muchacha ya embarazada y le preocupaba mucho ese cambio en la personalidad del sacerdote, sin embargo, no dijo nada y sólo se limitó a bajar la mirada y apretar los labios. En ese momento, un extraño olor comenzó a rondar en la habitación, el olor a cuando se está quemando algo que no se debería estar quemando, “¡Ay, Dios mío, mi cocina!” gritó la mujer y salió disparada, pero pronto notaron que el olor se convertía en un leve velo de humo que salía desde donde estaba el sacerdote, éste, alarmado, abrió el cajón de su escritorio y una nube de humo acumulada dentro lo hizo salir de un salto de su asiento, al tiempo que Guillermina volvía luego de comprobar que nada en su cocina se estaba quemando, Benigno intentó husmear con los dedos la fuente de todo ese humo, pero debió retirar la mano con las puntas de los dedos quemados. Entonces Cifuentes reaccionó y tiró del cajón hasta arrojar su contenido al piso y luego darle de pisotones a un trozo de tela que se estaba consumiendo como un cigarro, sin llegar a arrojar llamas, pero el humo no cedió hasta que Guillermina le arrojó todo el contenido de un florero encima, incluida las flores. Luego, al coger el trapo, cayó una cruz de madera chamuscada al piso. Al verla, Úrsula comenzó a respirar con dificultad y a retroceder, Cifuentes la cogió para ayudarla, pero la muchacha sólo se quería ir. Guillermina intentó recoger la cruz, pero el cura la detuvo, “Traiga una pala o algo, no la toque con la mano…” y ante la incredulidad de la mujer, agregó “…puede estar caliente, todavía”

Úrsula estaba bien, lo que había sentido no había sido un malestar físico, sino más bien un sentimiento muy fuerte de rechazo, parecido al miedo pero que no podía explicar, la causa sí que la tenía clara: esa cruz de madera. Cifuentes no entendía nada, pero no había nada que entender, sólo había sido una reacción de su cuerpo y si no volvía a ver esa cruz, estaría bien. La muchacha se fue con Guillermina a su cuarto a juntar sus cosas para mudarse, luego de que la vieja secara el piso del despacho del cura, mientras Cifuentes se reunía con el padre Benigno y la cruz en el despacho de aquel. El Sacerdote miraba preocupado la inocente cruz chamuscada sobre su escritorio, estaba igual que cuando se la trajeron, no parecía haberse consumido en lo más mínimo. Cifuentes lo miraba con la misma cara con la que él miraba la cruz, “¿Qué ha sido todo eso, padre?” El padre no tenía ni la más mísera idea, “Estoy tan sorprendido como usted…” Se había olvidado completamente de esa cruz que había permanecido en el cajón durante días, desde que los padres de Úrsula se la habían dado, “…No sé cómo explicarlo, pero bueno, sólo fue un incidente sin importancia, me aseguraré de que Guillermina arroje esta deteriorada cruz al fuego de la cocina y nos olvidaremos del asunto. Pero lo haremos cuando Úrsula ya se haya ido, doctor, para no perturbarla más” concluyó el cura con tono de justificación. Cifuentes estuvo de acuerdo. Al cabo de una hora, cuando Guillermina estaba trabajando y canturreando en su cocina, el padre llegó con la cruz de madera sobre un plato, la mujer lo miró cómo si de pronto el cura llevara un sombrero de colores y una nariz roja, pero por miedo a hacérselo ver, le siguió el juego: cogió las pinzas que usaba en su cocina y con ellas hizo lo que el cura le ordenaba, tomó la cruz y la arrojó al fuego y encima le echó más leña, todo, con una inamovible cara de asustada, no por la cruz, sino por el cada vez más extraño comportamiento del sacerdote, “Asegúrese de quemarla por completo” Le aconsejó el cura con gravedad, como si se tratara de quemar un edificio, Guillermina asintió muda. Apenas el cura se fue, la mujer se persignó tres veces de un tirón, como si llevara mucho rato aguantándose.

A la mañana siguiente, el padre Benigno se enteró, por boca de otros vecinos, que debía empezar a buscarse otro sacristán porque el bueno de Jacinto, aunque ya estaba bastante recuperado de su última experiencia vivida en la iglesia, se negaba rotundamente a volver. No sabía decir el porqué, aunque a decir verdad, Jacinto no era un hombre ducho en palabras, pero para el sacerdote, como para el resto de los vecinos, era obvio que había visto algo que lo había asustado demasiado, y cada uno sacaba sus propias conclusiones. Se sentó a la mesa para tomar su desayuno, pero Guillermina, en vez de traérselo, llegó a su lado caminando encogida, como un perrito asustado, mirando al cura como si éste la fuera a castigar por algo muy grave, “¿Qué le sucede Guillermina?” La mujer no dijo nada, se volvió a la cocina y casi de inmediato regresó con un plato que puso sobre la mesa, el cura se quedó mirando espantado su desayuno: era la cruz de madera, chamuscada tal como estaba antes, pero ni un poco más, “Le juro por Dios padre, que estuvo toda la tarde en el fuego y toda la noche en las brasas. No la saqué hasta esta mañana y estaba igual. ¡Casi se me cayó el pelo!” Se justificó la mujer llevándose una mano a la boca, muy preocupada, como si ella fuera la culpable de que esa cruz siguiera ahí. El cura le creía, Guillermina podía ser a veces crédula y otras veces muy fisgona, pero no era mentirosa. “Ahora, hasta me da miedo, ¿De dónde sacó esta cosa, padre?” El cura le explicó que se la había traído Ismael y su esposa, preocupados porque ellos tampoco pudieron quemarla, “…y la verdad, es que yo no le di la real importancia, hasta ahora. Estaba en la habitación de Úrsula” La mujer dio un respingo, “¡Ay por Diosito santo! Y si está el espíritu del chiquillo de la Úrsula en esa cruz” Guillermina apretó su cuerpo como si de pronto tuviera toda la urgencia del mundo por usar un baño, “¡Guillermina por Dios, eso no es posible!” replicó el cura, intentando sonar convincente, la mujer se le acercó al oído, “Recuerde que ese niño se hizo humo…” le susurró, como temiendo que la cruz le escuchara y le respondiera algo. El padre la miró severo, aunque su rostro era más de preocupación, “Las ideas supersticiosas son paganas, Guillermina y no son gratas a los ojos de Dios” recitó el cura. Guillermina se alejaba centímetro a centímetro como preparando una huida, “…pero el Diablo existe… la biblia dice que el Diablo existe…” dijo, apenas audible. El cura no respondió nada. “Se la va llevar, ¿Cierto?” sugirió la mujer con tono de ruego, el sacerdote ya estaba pensando qué hacer, “Traiga un frasco grande, con agua…” la vieja ya iba corriendo, cuando el cura agregó “¡Y las pinzas!” Guillermina tuvo que vaciar sus lentejas en un saco para desocupar un frasco con el tamaño adecuado, mientras el cura iba por su estola. Con las pinzas, Benigno metió dentro del frasco la cruz, la que quedó flotando en el agua, luego procedió a bendecir el agua. Guillermina guardaba la distancia, segura de que algo espectacular sucedería, pero aunque no fue tan espectacular, la cruz no la defraudó. Apenas el agua del frasco se volvió bendita, la cruz lentamente se hundió hasta el fondo y allí se quedó sumergida, reposando cabeza abajo.



León Faras.

No hay comentarios:

Publicar un comentario