XV.
A
una semana del matrimonio, Úrsula y su prometido pensaron en mover sus cosas
del cuarto que ocupaba en la casa del cura, a la casa del doctor Cifuentes,
embarazada y prometida, ya no tenía sentido que siguiera durmiendo allí, sin
embargo, antes de hacerlo pensaron que debían hablar con el padre Benigno y así
lo hicieron, antes del mediodía en su despacho. El sacerdote no podía oponerse,
sólo les recomendó que no hicieran vida marital hasta cumplir con el sagrado
sacramento del matrimonio, que no había jamás que tentar al Señor, y los
jóvenes estuvieron satisfechos y de acuerdo, pero no Guillermina que oía la
conversación parada en la puerta, primero porque sabía que le echaría de menos
a la muchacha, con la que ya se había encariñado más de lo que jamás estaría
dispuesta a admitir, y segundo porque el padre Benigno que ella conocía desde
siempre, probablemente ni siquiera hubiese aceptado casar a una muchacha ya
embarazada y le preocupaba mucho ese cambio en la personalidad del sacerdote,
sin embargo, no dijo nada y sólo se limitó a bajar la mirada y apretar los
labios. En ese momento, un extraño olor comenzó a rondar en la habitación, el
olor a cuando se está quemando algo que no se debería estar quemando, “¡Ay,
Dios mío, mi cocina!” gritó la mujer y salió disparada, pero pronto notaron que
el olor se convertía en un leve velo de humo que salía desde donde estaba el
sacerdote, éste, alarmado, abrió el cajón de su escritorio y una nube de humo
acumulada dentro lo hizo salir de un salto de su asiento, al tiempo que
Guillermina volvía luego de comprobar que nada en su cocina se estaba quemando,
Benigno intentó husmear con los dedos la fuente de todo ese humo, pero debió
retirar la mano con las puntas de los dedos quemados. Entonces Cifuentes
reaccionó y tiró del cajón hasta arrojar su contenido al piso y luego darle de
pisotones a un trozo de tela que se estaba consumiendo como un cigarro, sin
llegar a arrojar llamas, pero el humo no cedió hasta que Guillermina le arrojó
todo el contenido de un florero encima, incluida las flores. Luego, al coger el
trapo, cayó una cruz de madera chamuscada al piso. Al verla, Úrsula comenzó a
respirar con dificultad y a retroceder, Cifuentes la cogió para ayudarla, pero
la muchacha sólo se quería ir. Guillermina intentó recoger la cruz, pero el
cura la detuvo, “Traiga una pala o algo, no la toque con la mano…” y ante la
incredulidad de la mujer, agregó “…puede estar caliente, todavía”
Úrsula
estaba bien, lo que había sentido no había sido un malestar físico, sino más
bien un sentimiento muy fuerte de rechazo, parecido al miedo pero que no podía
explicar, la causa sí que la tenía clara: esa cruz de madera. Cifuentes no
entendía nada, pero no había nada que entender, sólo había sido una reacción de
su cuerpo y si no volvía a ver esa cruz, estaría bien. La muchacha se fue con
Guillermina a su cuarto a juntar sus cosas para mudarse, luego de que la vieja
secara el piso del despacho del cura, mientras Cifuentes se reunía con el padre
Benigno y la cruz en el despacho de aquel. El Sacerdote miraba preocupado la
inocente cruz chamuscada sobre su escritorio, estaba igual que cuando se la
trajeron, no parecía haberse consumido en lo más mínimo. Cifuentes lo miraba
con la misma cara con la que él miraba la cruz, “¿Qué ha sido todo eso, padre?”
El padre no tenía ni la más mísera idea, “Estoy tan sorprendido como usted…” Se
había olvidado completamente de esa cruz que había permanecido en el cajón
durante días, desde que los padres de Úrsula se la habían dado, “…No sé cómo
explicarlo, pero bueno, sólo fue un incidente sin importancia, me aseguraré de
que Guillermina arroje esta deteriorada cruz al fuego de la cocina y nos
olvidaremos del asunto. Pero lo haremos cuando Úrsula ya se haya ido, doctor, para
no perturbarla más” concluyó el cura con tono de justificación. Cifuentes
estuvo de acuerdo. Al cabo de una hora, cuando Guillermina estaba trabajando y
canturreando en su cocina, el padre llegó con la cruz de madera sobre un plato,
la mujer lo miró cómo si de pronto el cura llevara un sombrero de colores y una
nariz roja, pero por miedo a hacérselo ver, le siguió el juego: cogió las
pinzas que usaba en su cocina y con ellas hizo lo que el cura le ordenaba, tomó
la cruz y la arrojó al fuego y encima le echó más leña, todo, con una
inamovible cara de asustada, no por la cruz, sino por el cada vez más extraño
comportamiento del sacerdote, “Asegúrese de quemarla por completo” Le aconsejó
el cura con gravedad, como si se tratara de quemar un edificio, Guillermina
asintió muda. Apenas el cura se fue, la mujer se persignó tres veces de un
tirón, como si llevara mucho rato aguantándose.
A
la mañana siguiente, el padre Benigno se enteró, por boca de otros vecinos, que
debía empezar a buscarse otro sacristán porque el bueno de Jacinto, aunque ya
estaba bastante recuperado de su última experiencia vivida en la iglesia, se
negaba rotundamente a volver. No sabía decir el porqué, aunque a decir verdad,
Jacinto no era un hombre ducho en palabras, pero para el sacerdote, como para
el resto de los vecinos, era obvio que había visto algo que lo había asustado
demasiado, y cada uno sacaba sus propias conclusiones. Se sentó a la mesa para
tomar su desayuno, pero Guillermina, en vez de traérselo, llegó a su lado
caminando encogida, como un perrito asustado, mirando al cura como si éste la
fuera a castigar por algo muy grave, “¿Qué le sucede Guillermina?” La mujer no
dijo nada, se volvió a la cocina y casi de inmediato regresó con un plato que
puso sobre la mesa, el cura se quedó mirando espantado su desayuno: era la cruz
de madera, chamuscada tal como estaba antes, pero ni un poco más, “Le juro por
Dios padre, que estuvo toda la tarde en el fuego y toda la noche en las brasas.
No la saqué hasta esta mañana y estaba igual. ¡Casi se me cayó el pelo!” Se
justificó la mujer llevándose una mano a la boca, muy preocupada, como si ella
fuera la culpable de que esa cruz siguiera ahí. El cura le creía, Guillermina
podía ser a veces crédula y otras veces muy fisgona, pero no era mentirosa. “Ahora,
hasta me da miedo, ¿De dónde sacó esta cosa, padre?” El cura le explicó que se
la había traído Ismael y su esposa, preocupados porque ellos tampoco pudieron
quemarla, “…y la verdad, es que yo no le di la real importancia, hasta ahora.
Estaba en la habitación de Úrsula” La mujer dio un respingo, “¡Ay por Diosito
santo! Y si está el espíritu del chiquillo de la Úrsula en esa cruz”
Guillermina apretó su cuerpo como si de pronto tuviera toda la urgencia del
mundo por usar un baño, “¡Guillermina por Dios, eso no es posible!” replicó el
cura, intentando sonar convincente, la mujer se le acercó al oído, “Recuerde
que ese niño se hizo humo…” le susurró, como temiendo que la cruz le escuchara
y le respondiera algo. El padre la miró severo, aunque su rostro era más de
preocupación, “Las ideas supersticiosas son paganas, Guillermina y no son
gratas a los ojos de Dios” recitó el cura. Guillermina se alejaba centímetro a
centímetro como preparando una huida, “…pero el Diablo existe… la biblia dice
que el Diablo existe…” dijo, apenas audible. El cura no respondió nada. “Se la
va llevar, ¿Cierto?” sugirió la mujer con tono de ruego, el sacerdote ya estaba
pensando qué hacer, “Traiga un frasco grande, con agua…” la vieja ya iba
corriendo, cuando el cura agregó “¡Y las pinzas!” Guillermina tuvo que vaciar
sus lentejas en un saco para desocupar un frasco con el tamaño adecuado, mientras
el cura iba por su estola. Con las pinzas, Benigno metió dentro del frasco la cruz,
la que quedó flotando en el agua, luego procedió a bendecir el agua. Guillermina
guardaba la distancia, segura de que algo espectacular sucedería, pero aunque no
fue tan espectacular, la cruz no la defraudó. Apenas el agua del frasco se volvió
bendita, la cruz lentamente se hundió hasta el fondo y allí se quedó sumergida,
reposando cabeza abajo.
León Faras.
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