III.
Según
la opinión de la mayoría, y por lo que se podía ver, Mateo, el nuevo candidato
a sacristán de la iglesia, era un tanto más imbécil que el anterior, o al menos
un chico con una educación muy basta. Parecía ni siquiera ser capaz de hablar.
Guillermina se enrollaba en el cuerpo la chaqueta de lana, tan vieja que
conservaba la mitad de los botones, mientras le intentaba explicar de la forma
más clara posible, como se le habla a un imbécil, las reglas que debía seguir
en la casa, a qué hora se comía, donde dormiría y qué labores le tocaría hacer,
pero el chico parecía esforzarse mucho por entenderle cada palabra, sin
demasiado éxito. Le enseñó el cuarto que ocuparía y luego le iba a mostrar el
baño, pero Mateo parecía no interesado en acompañarla, observando un detalle
indeterminado del piso, al parecer, mucho más interesante. La mujer lo llamó por
su nombre, pero el chico no le hizo ni caso, entonces Guillermina tuvo una
corazonada que decidió probar en ese mismo momento: cerró la puerta de la
habitación de un portazo que se escuchó hasta en la calle, pero el muchacho ni
se inmutó, entonces la mujer se puso a cantar y aplaudir, mientras Mateo, de
espaldas a ella, observaba los recovecos de su nueva habitación sin prestarle
atención a su ridícula actuación. El padre Benigno llegó alarmado por el ruido,
la mujer observaba al chico maravillada de sí misma “El muchacho no es imbécil,
padre, sólo es sordo, como una tapia” dijo la mujer sin que el chico se
enterase de nada. Era extraño, pero parecía que nadie se había molestado en
prestarle la atención suficiente como para darse cuenta de que el chico era
sordomudo. Lo mandó a bañarse y luego le buscó algo de ropa limpia, no había
mucho en casa para un muchacho escuálido como Mateo, pero encontró una camisa,
probablemente de Rupano, y unos pantalones viejos del cura que necesitarían
varias puntadas para ajustarse a la talla del chico, pero debería bastarle hasta
que su ropa se lavara y secara y consiguieran más. Mateo miró con infinita
desilusión que a su camisa nueva le faltaban dos botones, Guillermina se
encogió de hombros, “Mírame a mí, que parece que uso la misma ropa de cuando
llegué” le dijo sin reales esperanzas de que el chico le entendiera algo. Mateo
pasó esa noche allí, al día siguiente, luego de comer y de recuperar su ropa,
desapareció. Simplemente se fue, sin nada, tal como llegó. Guillermina dijo que
ya se lo estaba oliendo, que era un muchacho un tanto salvaje y que no se
acostumbraría nunca a cosas como comer en una mesa o dormir en una cama, el
padre Benigno pensaba que tal vez no habían puesto suficiente empeño en
acogerlo, pero la mujer decía que nadie lo había echado y que tal vez, era lo
mejor. Esa tarde se puso a llover, una lluvia pacífica, pero tupida. Ya casi
era de noche cuando golpearon la puerta, era Mateo que volvía por sí solo,
calado hasta los huesos, cubierto con un saco viejo, seguramente la lluvia y el
hambre lo habían traído de vuelta, Guillermina lo recibió con mala cara, “Mire
como viene, empapado. Ahora me va a llenar la casa de barro, y mañana va andar
acatarrado igual que un perrito. Yo no sé para qué se van si…” El chico no le
hizo ni caso, si al fin no le podía escuchar nada, sólo le estiró una bolsa de
tela atada con un cordel que traía protegida bajo el brazo, como si estuviera
pagando su hospedaje con una bolsa de oro, aunque no podía ser oro, porque no
pesaba tanto. La mujer se calló de súbito. Cogió la bolsa. Tenía un peso
considerable y sonaba de forma muy atractiva. Guillermina no se atrevía a
abrirla, temerosa de que Mateo hubiese salido a robar, y éste, parado aún bajo
la lluvia no se atrevía a entrar. Cuando por fin el chico entró y se puso a
resguardo de la lluvia, la mujer abrió la bolsa con infinito recelo para ver su
contenido: eran botones, de todos los colores y tamaños, más de un centenar de
botones que el muchacho juntaba desde hacía tiempo como si fuesen monedas, eran
su tesoro personal que mantenía oculto en un lugar secreto y que sólo sacaba
cuando estaba solo, para deleitarse con sus diseños y colores.
A
la mañana siguiente, salía el cura de casa en compañía de Mateo, luego de tomar
el desayuno, rumbo a la iglesia para mostrarle las que serían sus obligaciones,
cuando vio una auténtica aparición en el pueblo, sin embargo, pronto se dio
cuenta de que no estaba alucinando, sino que era real: Clodomiro Almeida estaba
parado en una esquina con una injustificada cara de dicha, como si por algún
motivo, aquel fuera un gran día. El sacerdote lo saludó y el hombre le devolvió
el saludo fingiendo una gran sorpresa, como si fuese el cura el recién llegado,
“Sólo vine a atender algunos asuntos, padre. Ya sabe que en mi trabajo, no
puedo quedarme nunca quieto por mucho tiempo” Y rió con su risita cínica y
contenida. Mateo lo observaba con desconfianza desde dos metros de distancia,
aunque en honor a la verdad, el chico observaba a todo el mundo así, Clodomiro
no le prestó atención. Al cabo de unos minutos el cura decidió que debía
continuar su camino y se despidió, Almeida hizo lo propio con una reverencia
innecesaria. Se dirigió hacia la casa del doctor Cifuentes, luego de algunos
segundos, se decidió a llamar a la puerta. Úrsula le abrió con su hijo David en
los brazos, Clodomiro se quedó embobado con el niño, con la boca abierta por
varios segundos. Almeida ya de por sí era una persona exagerada en sus
reacciones, pero aquello le pareció demasiado a Úrsula, el doctor se acercó en
auxilio de su mujer. La visita también le pareció de lo más inesperada, “¡Pero
por todos los cielos, qué niño más hermoso en verdad! Es que no podía ser de
otra manera…” El hombre parecía no poder atreverse ni siquiera a tocarle un
cabello al bebé. Cifuentes no comprendía a qué venía todo eso, Úrsula menos,
Clodomiro se justificó con su sonrisa embustera, “Bueno, sé que tal vez no les
interesa saberlo, pero, yo alguna vez tuve una mujer y un hijo, un niño
precioso. Ambos murieron, hace muchos, muchos años…” concluyó, poniéndose
repentinamente grave. Úrsula se conmovió, Cifuentes se mostró interesado, “Eso
es lamentable ¿De qué murió?” “Asfixia…” respondió Almeida de forma instantánea,
y agregó, “…complicaciones del parto, doctor, usted comprende de eso mejor que nadie…
¡Oh, por cierto!” Clodomiro metió la mano en su bolso y sin mucho buscar,
extrajo una cajita de madera, apenas más grande que una caja de fósforos, “Por
favor, reciba este obsequio para su hijo” Úrsula se quedó incapaz de
reaccionar, el doctor quiso negarse con cortesía, pero Almeida insistió
abriendo la cajita con delicadeza, “Por favor, tenga la bondad…” en el interior
habían dos piedras preciosas: una esmeralda y un ámbar, “…eran para mi hijo
pero nunca llegué a dárselas. Tal vez no lo crean, pero en muchas culturas,
estas piedras son consideradas mágicas. La esmeralda, por ejemplo, tiene el
poder de generar paz en el entorno de quien la posee y claridad en su mente,
mientras que el ámbar es conocido por su capacidad para atraer el amor…” Y rió,
consciente de que lo que hablaba podía sonar como una tontería, “Cierto aquello
o no, lo cierto es que son piedras hermosas y a estas alturas de mi vida, me
hará mucho más feliz que usted las acepte como obsequio para su hijo, que
seguir conservándolas en mi bolso… por favor” Úrsula finalmente se sintió
forzada a recibir el obsequio. Era la segunda vez que alguien, sin venir a
cuenta de nada, le daba un obsequio de lo más raro para su hijo y no estaba muy
segura de qué pensar. Se retiró con su bebé para alimentarlo, mientras
Cifuentes, recién en ese momento, invitaba a pasar a Almeida, con seguridad,
éste había llegado hasta su casa para algo más que alabar y obsequiar a su hijo.
Clodomiro sonrió como si hubiese sido sorprendido en una travesura, “Según me
he enterado, usted tiene ciertos seres conservados en formol, por los que me
gustaría hacerle una oferta” Cifuentes no lo podía creer, aquello no sólo era
sumamente extraño, además carecía de toda moral y ética, “¿Por qué cree usted
que yo tendría a la venta esos seres, como usted los llama?” Almeida ya no
sonreía, “Pues si no quiere dinero, entonces dígame usted qué es lo quiere” Cifuentes
sonrió incrédulo, torciendo la boca “No creo que sea sensato proponer o aceptar este tipo de
tratos, además, los fetos ya no están en mi poder, me deshice de ellos” “¿Quién
los tiene?” Replicó Almeida con suave presión, “No se lo puedo decir. No es
ético” respondió el doctor, cerrándose como una ostra. Clodomiro se puso de
pie, divertido “Bueno, si no es en este momento, ya será en otro, no hay ningún
problema. Muchas gracias por su tiempo, doctor…” el doctor le estrechó su mano
floja, “…Y cuide bien de ese niño” Concluyó Almeida antes de irse.
León Faras.
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