lunes, 6 de abril de 2020

Autopsia. Cuarta parte.


XVI.

Ni aun seguro de que la cruz de madera, sumergida no sólo en agua, sino en agua bendita, ya no volvería a encenderse ni a llevar a cabo ningún otro acto sobrenatural, el padre fue incapaz de convencer a Guillermina de mantenerla oculta en algún rincón de la casa, la mujer incluso lo amenazó con irse, con el dolor de su corazón, donde unas parientas de no se sabe dónde, porque Guillermina no tenía familiares conocidos, si sabía que esa cosa estaba metida bajo el mismo techo que ella. Y hablaba totalmente en serio. Al padre Benigno no le quedó más remedio que ceder, acababa de perder a su sacristán, no podía perder también a su ama de llaves. Por lo que se llevó el frasco a la iglesia, cubierto con un trozo de cortina para que nadie le preguntara por el camino, por qué cargaba con una cruz metida en un frasco con agua. Llevaba la idea fija de meter ese frasco en el sitio de los artículos olvidados, en la bodega de la iglesia, pero al llegar allí y ver al Cristo mutilado, del que por cierto, nadie confesó nunca ser el autor de aquel acto vandálico, se arrepintió de súbito, sin saber bien por qué, sólo sintió el aviso de sus entrañas que le advertían que aquello no debía hacerlo, pero como la mayoría de los mortales, prefirió escuchar a su intelecto que le decía que ese era el lugar perfecto y que nada malo podía suceder y allí la dejó, fuera de su memoria y de la memoria de todos.

El día anterior a la boda, y sin previo aviso, pues no había forma posible de avisar a tiempo, llegaron en el tren al pueblo el padre del doctor Cifuentes, los cuatro hermanos de éste y las esposas e hijos de dos de ellos. Rolando Cifuentes, era un viudo de aspecto pulcro y andar recto, no venía de ninguna familia acomodada y había hecho su fortuna a punta de trabajo y disciplina en la industria textil, en la que comenzó a trabajar siendo un niño y posteriormente creando su propio imperio de fábricas y operarios. Jamás comprendería por qué su hijo había decidido casarse en un pueblucho como ese. Que viviera y trabajara allí, lo podía entender, y hasta respetar, pero casarse en un sitio tan alejado de la mano de Dios, donde ni siquiera podía invitar a toda la familia por una vulgar cuestión de espacio, porque apenas había dónde alojarse y la iglesia se llenaba con dos o tres feligreses, era decepcionante, y una dejación absurda. Aquella sería la primera y única vez que Rolando Cifuentes y su familia visitarían ese pueblo, cualquier otra celebración familiar se haría en la ciudad, donde todo era mucho más fácil y en un solo hotel podían meter a todo ese pueblo de ser necesario.

Úrsula y el doctor Cifuentes fueron casados por el padre Benigno a las once de la mañana en la iglesia de san Lorenzo, y como era de esperarse, buena parte de los asistentes quedaron afuera del templo. En un pueblo pequeño, las bodas, como los funerales, eran acontecimientos sociales que nadie quería perderse. Úrsula se veía preciosa con el vestido que Elena le había confeccionado, y no tenía reservas en decirlo cada vez que le preguntaban de dónde lo había sacado, y se lo preguntaron mucho, de tal manera que la modista se llevaba su merecido crédito y buena parte de publicidad. Allí, el doctor Cifuentes, conoció por fin a Elena, presentada por su mujer, orgullosa del vestido que llevaba puesto. El doctor, cortés y educado, besó la mano de la mujer, lo que le dejó una rara sensación que no olvidaría fácilmente: La mano de Elena olía exactamente igual a como olía la mujer con la que había estado durante la noche de san Lorenzo, a romero y flores. La fiesta se llevó a cabo en el mismo lugar público dónde el pueblo celebraba la fiesta de san Lorenzo, el cual estaba dispuesto para aquellos fines. Rupano y otros hombres se habían encargado de encender las asaderas para la carne y los fondos con agua para las papas. Guillermina y algunas amigas madrugaron preparando ensaladas y el padre del doctor Cifuentes compró suficiente vino en barricas como para llenar una acequia, o para emborrachar a cada uno de los invitados, dos veces. Luego de este acontecimiento, el pueblo se sumió en un periodo de varios meses de monótona paz y ordinario aletargamiento, en el que, cualquiera de los extraños eventos que habían sucedido, fueron simplemente palideciendo en el tiempo y en la fragilidad de la memoria. Hasta el día en que Úrsula se puso de parto.

Lo habitual en un pueblo pequeño como aquel, era que el parto fuese atendido por una comadrona, nadie recurría al médico del pueblo para parir, y comadronas había varias, algunas con más experiencia o mejor reputación que otras, pero todas ejercían el oficio de la mejor manera posible, la misma Guillermina fue nieta de una partera y gracias a ella ejerció el oficio en su tierna juventud, aunque luego lo dejó para siempre. En el caso de Úrsula, el propio doctor Cifuentes atendería el parto de su mujer, lo que sonaba sumamente inusual para cualquier persona del pueblo, aun siendo médico, pero nadie ponía en duda su capacidad y además, según el doctor, aquello era lo más común en las grandes ciudades. Úrsula ya se había hecho a la idea y ya no le sonaba tan raro como al principio. Tenía una barriga impresionante que ya le quitaba mucha libertad para moverse, por lo que Lucila, su madre, se había mudado con ella para asistirla y atenderla en todo. El parto en sí, con ocho meses aproximados, no tuvo complicaciones, fue un parto natural que duró sólo algunas horas desde que rompió aguas hasta el nacimiento del bebé, asistida ella por su madre y el bebé por el médico. Todo muy normal salvo por una cosa. Lucila lo vio en el rostro del doctor y Úrsula en el de su madre, algo no estaba bien, y a juzgar por la mirada del doctor Cifuentes, debía ser muy malo. Sin embargo el llanto del bebé no se hizo esperar, y era el llanto más normal del mundo, Cifuentes cogió a su hijo y lo envolvió en una toalla limpia para limpiarlo, Lucila llegó a su lado, lo que vio fue un bebé normal, de hecho un bebé precioso, ella se había imaginado que la criatura había nacido con una anormalidad terrible, Úrsula también se imaginaba lo peor y exigía que le mostraran a su bebé, amenazando con bajarse de la cama ella misma si era necesario. Su madre la tranquilizó diciendo que no había nada de qué preocuparse, pero el doctor no parecía un hombre feliz de ser padre, parecía incluso temeroso de tomar a su propio bebé, pero entonces se repuso, lo cogió en sus brazos y se lo llevó al regazo de su madre con una tierna y tranquilizadora sonrisa. Era un hermoso varón, mucho, con el poco y fino cabello como el oro y los ojos como el cielo, herencia, tal vez de alguna abuela, pensó Hugo. Era su hijo, pero si querían conservarlo, deberían los tres guardar un secreto: El niño había nacido sin ombligo. Las mujeres estuvieron de acuerdo a pesar de lo anormal del suceso, era su hijo y Úrsula ya había pensado en su nombre: se llamaría David.

Fin de la cuarta parte.



León Faras.

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