XXI.
“¡Ay
Diosito! Yo sabía, ¡Si yo sabía que algo malo le había pasado a la pobre María!
En cuanto se supo lo del Rubén tuve ese mal pálpito, no podía ser de otra
manera, ¡Pobrecita, el montón de tiempo que lleva botada la pobre…” Guillermina
preparaba sus cosas para salir y esperaba a Úrsula, a la que había convencido,
sin mucho trabajo, por cierto, de acompañarla al cementerio, quería arreglar y
limpiar la tumba para que cuando llegara Berta Cruces, a la que ya le habían
enviado una carta con las noticias, pudieran hacerle la ceremonia como Dios
manda. Golpearon su puerta y la mujer se apresuró a abrirle a Úrsula, pero se
quedó de piedra cuando vio que la que estaba parada en la puerta, no era
Úrsula, sino Elena, “¡Muchacha, tú qué haces aquí?” dijo la vieja, abriendo los
ojos y poniéndose en guardia , “Me gustaría hablar con el padre Benigno” Guillermina
la miró de arriba abajo despectivamente, primero, como si la muchacha le
estuviera pidiendo demasiado, pero luego bajó la guardia, “Ay niña, vas a tener
que volver otro día, porque el padre anda visitando a unas personas y yo ya voy
de salida… por cierto, ya sabes lo de tu nana, ¿no? lo de María…” Elena no
sabía nada, ni lo de la tumba anónima ni nada. Si las monjas hablaban de esas
cosas en el convento en sus ratos libres, a ella no le habían dicho nada, mucho
menos se había enterado de la exhumación o de los detalles de los recientes
descubrimientos del doctor Cifuentes, lo cierto era que María le había
prometido visitarla en el convento, el día en que ella fue llevada ahí, y nunca
cumplió esa promesa, pero Elena jamás se imaginó que aquello se debiera a que
su nana estaba muerta “…pero niña, si la pobre llevaba un montón de tiempo
sepultada en una tumba con una cruz sin nombre y nadie lo sabía… y encima sin
cabeza la desgraciada” y la mujer concluyó llevándose un puño a la boca. Elena
también se cubrió la boca con la mano por la espantosa noticia. “¿Quieres
acompañarnos al cementerio? Abel nos va a llevar” Guillermina soltó la
invitación impulsivamente. Había dos fuerzas que luchaban en su interior con
respecto a Elena, una era un rechazo, por lo de la puñalada al cura que a ella
le había parecido herejía de la que usaban como perfecta excusa para quemar
gente en el pasado, y la segunda era de interés, por la cantidad de cosas de
las que podía hablar con la muchacha, la cantidad de preguntas que podían ser
respondidas si se lo permitía. Al final ganó la segunda, pero Elena rechazó la
invitación, en parte porque conocía a Guillermina bastante bien y en parte
porque Clarita la esperaba y no pensaba dejarla volver sola luego de que la
niña la había acompañado hasta allí. Ya hablaría con el cura en otro momento y por
supuesto, visitaría la tumba de María Cruces. En ese instante un guardia de la
prisión llegó corriendo hasta ellas, buscaba al padre Benigno, Guillermina le
dijo que el cura no estaba, pero que si se trataba de algo urgente, podía
mandar a Rupano por él, “¡Mándelo, sí es urgente…!” Antes de que el guardia se
fuera, la mujer lo agarró, “Pero no nos dejes así, muchacho, ¿Qué fue lo que
pasó?” El guardia se tomó algunos segundos para recuperar el aliento, “Una
desgracia, el doctor está ahí, pero parece que no hay nada que hacer…”
El
doctor Cifuentes rellenaba algunos de sus papeles junto a Aurelio en su
escritorio, Ballesteros se había tranquilizado, y su cuerpo por fin se relajaba
y descansaba. El edificio de la prisión se caracterizaba por ser un lugar
húmedo y fresco como una cueva, no importa la estación del año, sin embargo
aquel día, en aquel momento, se sentía caluroso dentro, el doctor lo comentó,
y Aurelio lo confirmó y lo calificó como algo inusual dentro de aquellas murallas, luego fue
el olor a humo que precede al humo en sí, Aurelio se puso de pie de un salto,
no habían tenido un incendio nunca, aparte de un par de conatos hace tiempo,
pero este parecía mucho más que un conato, se podía sentir el calor llenando
poco a poco el edificio, sin embargo, nadie veía el fuego en ninguna parte. Era
como si el sol les estuviera cayendo encima. Cuando las posibilidades de la
cordura ya se acababan, alguien notó el humo brotando por el contorno de la
puerta de la habitación donde estaba el doctor Ballesteros. Aquello era
imposible, en ese cuarto sólo había un hombre solo, medio anestesiado, atado de
pies y manos y sin fuego disponible, un guardia trajo la llave, pero al querer
abrir soltó un grito y las llaves le cayeron al suelo: los cerrojos ardían. El
humo se colaba por las rendijas cada vez con más fuerza y se atascaba en la
garganta, haciendo reventar en tosidos a los hombres que intentaban abrir esa
puerta, algunos presos, asustados por el calor y el humo, ya gritaban que no
querían morir calcinados en sus celdas, los guardias corrían con cubetas de
agua. Aurelio descargó un par de patadas nada despreciables sobre la puerta,
pero la maldita se resistía a abrirse, a pesar de que habían logrado remover el
cerrojo sin tocarlo con las manos, como si algo la contuviera desde dentro,
algo bastante grande. Un hombre llegaba en ese momento con un hacha para romper
la puerta, pero la última patada de Aurelio logró reventarla, como si la
resistencia de pronto hubiese desaparecido y el humo y el calor de adentro
salieron como una ola nacida en las entrañas del mismísimo infierno, haciendo
retroceder a todo el mundo, sin embargo, nadie vio ni una sola llama de fuego. Al
no haber fuego, el calor se disipó junto con el humo rápidamente, y los hombres
pudieron entrar, sudados, agotados y asustados, como cuando algo tan grande y
poderoso, simplemente desaparece ante sus ojos. Aurelio se quedó ahí parado,
inmóvil y jadeante, ni siquiera el doctor Cifuentes, parado a su lado, se atrevió
a moverse, tampoco ninguno de los guardias. “Vaya a buscar al cura…” Comentó
Aurelio sin dirigirse a ninguno de sus hombres en especial, el que estaba más
cerca se dio por aludido y salió, sin dejar de mirar lo que todos estaban
mirando.
El
padre Benigno llegó tan pronto como pudo arrastrado por Rupano, afuera todo
estaba normal, nadie había visto ni rastros de fuego o humo, ni se habían
enterado de nada, Elena también estaba allí, sólo quería que alguien le dijera
que su padre estaba bien, Benigno se sorprendió de verla pero no era el momento
para dar o pedir explicaciones, Aurelio lo esperaba, al ver a Elena le permitió
que entrara también, aquello terminaba con cualquier duda: lo sucedido, fuera lo
que fuera, involucraba al doctor Ballesteros, “¿Qué ha sucedido?” preguntó el
cura, el guardia los miró con una resignación tan profunda que parecía derrota,
“No tengo ni la más remota idea, padre…” Allí estaba Horacio, con la mitad de
su cuerpo suspendido en el aire, las muñecas y los tobillos atados a la camilla
que permanecía fija al piso y el cuello atado con una tela tensa y resistente a
la cadena del candelabro que pendía sobre él, estrangulado. Muerto. Las paredes
y todo estaba cubierto por una capa de hollín, menos el doctor, cuyo cuerpo no mostraba
rastros ni de humo ni de fuego, su piel brillaba, grasosa, bañada en sudor y su
rostro no era diferente al de cualquier ahorcado.
León Faras.
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