XX.
“Buenos
días, mi nombre es Clodomiro Almeida, soy un investigador contratado por su
familia para encontrar a su hija, doctor Ballesteros” “¿A mi hija?” Murmuró
débil Horacio, pensando si la reciente presencia de Elena en su celda había
sido la alucinación que temía en un principio o éste tipo realmente no la había
visto, de ser así, no era muy bueno en su trabajo, pero no dijo nada, estaba
demasiado agotado para hablar. Clodomiro continuó, “Se imaginará por qué estoy
aquí…” y se acercó a la camilla con ese andar pausado y esa sonrisa falsa de
los villanos malvados y crueles, pero él no era nada de eso, sólo era un
investigador, “Estoy aquí, porque creo que usted sabe dónde está su hija, ¿Me
equivoco?” Horacio estaba terriblemente confuso en ese momento, hacía tiempo
que no podía pensar con claridad, que sólo sentía aturdimiento y sopor en la
cabeza y que cuando lo hacía nunca estaba seguro de qué era real y qué no, y
ahora éste señor, que nunca había visto antes y que no conocía de nada, le
hablaba de buscar a Elena cuando ella acababa de estar ahí, ¿O era que ella
nunca había estado allí? Comprendió que aquello era lo que sonaba más lógico
“¿Reconoce esto, doctor Ballesteros?” Clodomiro tenía su diario personal en su
poder, “…una lectura de lo más interesante, aunque un poco ofensiva en algunos
pasajes, y eso que me considero un lector de mente bastante abierta…” Horacio
no había tenido más que la oportunidad de ojear su propio diario la última vez,
cuando el doctor Cifuentes se lo enseñó, y había sido incapaz de reconocer como
propio lo que estaba escrito en él. Clodomiro cogía sus diminutas gafas, “…me
apretaba la carne hasta doler, el olor del sudor y el alcohol me embriagaban,
estaba empapada de ellos, pero todo eso era delicioso, sólo deseaba devorar y
ser devorada…” Clodomiro se quitó las gafas, “Este no es uno de mis pasajes
favoritos, pero es perfecto para que usted me explique quién lo escribió…
porque desde luego no fue usted, ¿verdad?” y su risita contenida sonaba cínica.
Ballesteros sólo negaba con la cabeza, aunque hubiese querido responder, no
podía, no sabía, “¿Sabe usted lo que es la grafología?” y pasó a explicarle lo
de su maestro francés y las maravillas del moderno estudio de la caligrafía de
las personas, para luego ponerle frente a los ojos el pasaje que acababa de
leer, “Claro que no fue usted, pero tanto usted como yo sabemos quien fue…
Reconoce la letra, ¿Verdad, doctor?” Horacio la reconocía, era su letra, o al
menos eso pensaba él, que sólo podía ser de él, pero no recordaba haber escrito
algo así, jamás lo hubiese hecho. Clodomiro retiró el diario y lo observó desde
su sitio inalcanzable a un paso de distancia, “Usted sabe dónde está su hija,
Horacio, estoy seguro, lo sabe porque usted jamás violó a su hija… ¿No es eso
cierto, doctor?” A Horacio le ardían los ojos por el sudor, le latían las yemas
de los dedos por la presión de las ataduras y encima le dolían las sienes, y no
entendía qué quería ese hombre de él, si ya estaba preso y pagando por lo que
había hecho y de lo que no había un solo día en que no se arrepintiera.
Clodomiro borró su expresión de cínica simpatía del rostro para volverla
desprecio “…usted jamás violó a su hija, porque usted mantenía una relación
incestuosa con ella, ¿Verdad, doctor? ¿O me equivoco?” “¿Pero quién se cree que
es usted para decir algo así?” Ballesteros contrajo sus músculos y tiró de sus
amarras, indignado e impotente, pero Clodomiro no parecía impresionado, “Vamos
doctor, su hija es bastante explícita en las páginas que escribió, sus
intenciones están muy claras, y todo iba muy bien hasta que se quedó
embarazada, ¿Verdad?” “¡Cállese ya, maldita sea! ¡Usted no tiene derecho! ¡Es
usted un miserable! ¡Yo soy el único responsable de esa noche maldita y yo
estoy pagando por ello!, ¡Qué más quiere!” Gritó Horacio con rabia contenida
entre las tiras de tela, las que se tenzaban con una energía que sólo la ira le
podía dar. Clodomiro dio un paso atrás, como quien está molestando a un animal
enjaulado y de pronto éste reacciona, “Oh no, doctor, no fue sólo una noche…”
dijo con falso asombro, “…fueron varias noches, y usted lo sabe, todo está
aquí…” Clodomiro esgrimía el diario como si se tratara de la biblia en la mano
de un predicador, Ballesteros respiraba como una bestia furiosa. Almeida
continuó, “…pero no se moleste, doctor, he visto cosas mucho peores, yo sólo espero
terminar con esta farsa. Apuesto mi bigote a que usted ha estado en contacto
con ella luego de su huida del convento, ¿Me equivoco?” Ballesteros tiró de sus
ataduras con una violencia inesperada, “¡Es usted un maldito! ¡Váyase de aquí o
lo mataré con mis propias manos!” Clodomiro retrocedió inseguro pero tratando
de mostrarse firme, Horacio seguía tirando de sus amarras como un perro furioso
atado a un poste y escupiendo saliva con cada insulto y amenaza, “¡Lárguese de
aquí, maldito bastardo hijo de puta! ¡Lo voy a matar, ¿Me ha oído?, Lo voy a
matar!” “¡Pero qué demonios está sucediendo aquí?” Aurelio irrumpió en la celda
en ese momento, alertado por los gritos que se oían hasta su escritorio,
sacando en el acto, y casi en el aire, a Clodomiro del lugar, quien incómodo y
cínico, alegaba absoluta inocencia por el estado de alteración del doctor
Ballesteros, mientras dos guardias hacían lo imposible por contener a Horacio
que seguía profiriendo insultos y maldiciones y llevando al límite la resistencia
de sus ataduras y de su organismo. Un tercer guardia partía en busca del doctor
Cifuentes, porque si no lo tranquilizaban pronto, era casi seguro que su
corazón le iba a estallar. Clodomiro fue arrojado a la calle por el
intransigente Aurelio, como un borracho que arma trifulca en una cantina, el
dedo todopoderoso y la voz de dios griego del guardia fueron concluyentes, “¡La
próxima vez, lo encerraré en un calabozo!” y luego agregó como para sí, “¡Hijo
de puta! no saben la cantidad de papeleo que toca llenar cada vez que se nos
muere alguien…”
El
doctor Cifuentes llegó una hora después, no se encontraba en su casa pero
Úrsula sabía bien dónde encontrarlo. Horacio aún estaba alterado, furioso y
tragándose el oxígeno a bocanadas, por lo que Cifuentes tuvo que darle un
soporífero para calmar su sistema nervioso y relajar su cuerpo, luego de eso, y
con la ayuda de uno de los guardias, tardaron media hora en aflojar los nudos de
las amarras que estaban estrangulando los miembros del doctor, luego de que
éste tirara de ellas con furia. Aurelio observaba de brazos cruzados apoyado
contra la pared, como Horacio poco a poco se dormía, “El doctor Ballesteros no
va a aguantar mucho más, doctor, hay que sacarlo de aquí y llevarlo a un sitio
más adecuado, o la próxima vez vamos a encontrarnos con un fiambre… ¿me
entiende?” Cifuentes asintió con profunda seriedad, “Sí Aurelio, le entiendo,
de hecho, ya enviamos una carta al juez para que nos dé una entrevista, pero
debemos esperar a que él tenga la disposición de hacerlo… hasta entonces vamos
a tener que ser cuidadosos con las visitas que reciba el doctor” Aurelio
asintió, con fastidio pero conforme.
León Faras.
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