XIX
Cada
vez que Elena sentía ganas de acariciar a Bruno, debía ella ir y sentarse junto
al perro que por lo general parecía no disfrutar del contacto físico en general
ni menos del contacto humano en especial. El animal era el único que se tomaba
su trabajo en serio, vigilando las cabras cuando éstas subían el cerro a
pastar, permaneciendo alerta, estoico e insobornable, mientras su compañero
sólo pensaba en distraerse con cualquier cosa y cansarse inútilmente, sin
prestarle la más mínima atención a su importante trabajo, hasta el último
minuto. Recibía las caricias de la muchacha sin disgusto pero sin placer, como
un niño resignado a que su mamá le corte las uñas, sin dejar de observar el
horizonte donde comía su rebaño y poniéndose de pie sin empachos, si tenía la
necesidad de hacerlo, dejando una caricia de Elena suspendida en el aire y a
medias. Le venía bien a la muchacha la compañía del perro más sosegado esa
tarde, para meditar sobre la obligación pendiente que tenía con el padre
Benigno y con Dios: visitar a su padre en prisión. Como se lo había dicho al
cura, ya lo había perdonado, lo cierto era que no podía guardar rencor por algo
que no podía recordar, y aunque jamás las cosas volverían a ser como antes, sí
podía propiciar la reconciliación para el alivio de su alma y la de su padre,
“¿Qué te pasa?” La voz repentina de Clarita la sorprendió, tenía las rodillas
sucias y un ramo de florecillas en la mano. Ante el silencio de la muchacha, la
chiquilla agregó, “Gracia dice que has estado hablando con el perro, ¿Por qué
estás hablando con Bruno?” Bruno prefirió no verse involucrado, por lo que se
puso de pie y caminó pausadamente a otro punto donde el sol de la tarde aún
calentaba, Elena invitó a Clarita a sentarse a su lado, “Tengo que ir al pueblo
de nuevo. Le hice una promesa al padre Benigno y debo cumplirla…” “¿Es por tu
padre?” La interrumpió Clarita, Elena la miró como si la niña fuese mentalista,
pero luego recordó a su hermana imaginaria, “¿Cómo lo sabes? Ah… sí. Gracia,
¿Verdad?” La pequeña asintió. “…Pues sí, es sobre mi padre” “¿Te irás con él?”
Preguntó Clarita, preocupada, Elena la miró con ternura, “No, sólo necesito
hablar con él, nada más” “¡Gracia y yo te acompañaremos!” determinó la niña
poniéndose de pie de un salto, y agregó, “Nos quedaremos afuera cuidando que
nadie los moleste, ¿Verdad, Gracia?” y luego sólo rió, como si aquella hubiese dicho
algo gracioso. Elena quiso replicar algo pero no supo qué.
Aún
parecía sentirse el olor de la Sin Nombre en el despacho del doctor Cifuentes,
un olor extraño, como a sangre seca y cuero sucio, pero a nada de eso
exactamente. El doctor se dejó caer en su asiento y tiró con brusquedad del
cuello de su camisa para aflojarlo, respiró hondo, se sentía agotado, y ese no
era ni de cerca el día más duro que había tenido en su vida, como si algo o
alguien le hubiese chupado la energía y él ni siquiera se había dado cuenta.
Úrsula lo esperaba con la cena lista, como siempre, y esa ternura femenina en
la mirada tan agradable de encontrar al volver a casa, sin embargo, Cifuentes
no tenía hambre, se disculpó cansado, cenaría más tarde y dejó que la muchacha
se fuera, luego se paró y se sirvió un vaso de coñac, aquello era raro incluso
para él, no solía beber y mucho menos lo hacía estando solo, pero en ese
momento, era lo único que podía pasarle a través de la garganta, su encuentro
con Gumurria y Ballesteros en el cementerio lo había dejado muy perturbado, ¿Acaso
era cierto que una mujer había entrado a su casa la noche de San Lorenzo? Eso
no era posible, la puerta había quedado cerrada con llave por él mismo, las
ventanas trancadas, además, la mujer que se había metido a su cama aquella
noche, y que al principio estaba seguro de que había sido Úrsula, ahora con el
paso del tiempo, pensaba cada vez con más seguridad que se había tratado de un
sueño, no podía ser de otra manera, cualquier otra explicación, carecía de
sustento lógico. Y hablando de cosas imposibles: Un niño nacido de un cadáver
decapitado y sepultado, que desaparece sin dejar rastros y que todos hacemos
como que nunca existió… si había una explicación lógica para todo eso, él no
sabía ni por dónde empezar a buscarla. Cifuentes secó su vaso.
Elena
se levantó por la mañana y se puso su vestido, Clarita tenía su ropa de salida
puesta también. Ambas partieron al pueblo luego del desayuno y con la bendición
de la vieja Lina, al final no le parecía tan mala la compañía de la niña para
el cometido que debía cumplir. La cárcel era un edificio sombrío y húmedo donde
cualquier resfrío podía durar años, hecho de grandes piedras negras como un
castillo, con barrotes de hierro en la entrada y todo, un sitio intimidante
para cualquiera, adentro, iluminado por un candil y la claridad que se colaba
desde afuera, Aurelio rellenaba papeles en su escritorio basto, Elena entró con
timidez, tras ella caminaba Clarita con algo más de confianza. Una escoba se
cayó a una distancia cercana, pero suficiente como para que nadie la hubiese
podido tocar, todos dejaron lo que estaban haciendo para mirar la escoba, menos
Clarita que le dio una mirada de desaprobación a su hermana, “Te esperamos
afuera…” le dijo a Elena antes de darse media vuelta y salir. Nadie se movió
hasta que la niña abandonó el edificio. Aurelio reconocía a Elena de cuando
ésta ayudaba a su padre en su trabajo, si le sorprendió verla allí o no, su
rostro no lo demostró, hizo su trabajo como lo haría con cualquiera y acompañó
personalmente a la muchacha hasta donde estaba su padre, luego, al regresar le
habló a un guardia que se fumaba un cigarrillo en la entrada, “¡Oye! Encárgate
de esto un rato. Yo voy al trono y regreso” y se fue a sentar al retrete.
Si
bien nadie se esperaba que las celdas de la prisión fueran cómodas y
acogedoras, el cuarto donde estaba el doctor Ballesteros, ni siquiera parecía
una celda en sí, más bien parecía una sala de torturas o un sepulcro donde
apenas entraba claridad por una ventana diminuta y embarrotada puesta en alto,
similar a la habitación que usaba Elena en el convento, aunque más oscura.
Había una camilla de madera puesta en medio con argollas a las que estaba atado
Horacio, un sitio diseñado para inmovilizar y calmarles los ánimos a individuos
violentos, peligrosos o dementes, nada cómodo. Elena sintió angustia física en
la boca del estómago al ver a su padre, estaba flaco, sucio, avejentado y
además, aparatosamente vendado en la frente y atado de pies y manos a pesar de
la imagen agotada y desvalida que proyectaba, “Intentó suicidarse… dos veces,
por eso lo mantenemos así” Se justificó Aurelio con un susurro antes de
retirarse con toda la gravedad y prudencia del mundo en el rostro. Horacio
mantenía los ojos cerrados, pero no dormía, sólo dormitaba como lo hacía la
mayor parte del tiempo, al abrir los ojos, le tomó varios y largos segundos
determinar quién había llegado y cuando lo hizo, volteó la cara en otra
dirección, “No, vete de aquí, ¿Por qué no me dejas en paz?” Aquello no tenía
sentido, la muchacha se le acercó y le cogió el rostro con ternura, “Soy yo,
Elena, tu hija…” “No, no, déjame en paz, ¿Por qué me torturas así?” Horacio se
resistía, pero sin fuerzas, “Papá, soy yo… tu hija” Entonces Horacio dudó, lo
había llamado “papá” la observó más detenidamente, pero con desconfianza, como
quien teme ser cruelmente engañado. Aún negaba con la cabeza. Tenía el pecho
desnudo, se podían ver sus huesos cubiertos por un pellejo húmedo y seboso. “Papá,
¿Por qué estás así? Esto es demasiado…” Horacio mantenía la distancia dentro de
lo que su estado se lo permitía, “…el padre Benigno no me dijo nada, ¿Y por qué
no ha hecho nada Ignacio? ¿Acaso no ha visto en el estado que estás?” Sólo
entonces Horacio pareció reconocerla, “¿Elena?... Dios mío, no puedes ser tú…”
tuvo el impulso de abrazarla pero sólo pudo tensar sus ataduras, “Soy yo, papá,
tranquilo, estoy bien, estoy aquí, contigo…” los ojos de Horacio se llenaron de
lágrimas, “Me dijeron que estabas perdida, tu hermano te ha estado buscando,
debes irte con él, él te dará todo lo que necesites, me lo prometió, ¡Él me lo
prometió…!” el doctor hablaba angustiado, como si tuviera muy poco tiempo, le
apretaba la mano a la muchacha con fuerza, “No papá, yo ya tengo todo lo que
necesito, estoy bien…” En ese momento se abrió la puerta.
Gracia,
quien siempre permanecía oculta observando y oyéndolo todo, vio llegar a un
hombre que se detuvo junto al guardia parado en la puerta, “Buenos días, mi
nombre es Clodomiro Almeida, soy investigador contratado por la familia del
doctor Ballesteros para ubicar el paradero de su hija, Elena. Vengo a hablar
con el doctor Horacio Ballesteros si es tan amable…” concluyó el investigador
con su ya clásica sonrisa comprimida. Gracia lo comprendió todo y rápido y
alertó a su hermana, quien parecía siempre perdida en sus pensamientos y nunca
enterarse de nada de lo que sucedía delante de sus narices, “¡Quédate con
ellos!” Los hombres se dirigieron al escritorio para rellenar los papeles
necesarios. Clarita se quedó ahí parada mirándolos, sin saber muy bien qué
estaba pasando, lo bueno era que nadie parecía ponerle atención, de hecho ni
siquiera la podían ver, porque Gracia, que aunque tenía la facultad, sólo en
contadas ocasiones lo hacía porque la verdad era que no le agradaba nada, cogió el cuerpo de su hermana, sin que Clarita se enterara de nada, y se dirigió hasta donde estaba
Elena, “Será mejor que salgamos” le dijo la niña con extrema seriedad, Elena ya
había notado antes ese cambio en la personalidad de Clarita, esa madurez súbita
en su mirada y en el tono de su voz y la obedeció. Acarició la barba de su
padre, “Volveré muy pronto, papá. No me iré con Ignacio, me quedaré aquí” Y
casi empujada por Gracia, Elena se pegó a la pared en el momento en que entraba
Clodomiro Almeida seguido del guardia que lo acompañaba, “¿Y tú qué diantres haces
aquí?” preguntó este último al ver a la niña parada junto a Horacio, a la que
estaba seguro de haber visto en la calle la última vez, “¡Venga, fuera! Que
este lugar no es para niños” dijo el guardia, cogiendo a Gracia para sacarla,
mientras Elena aprovechaba de salir sin ser vista por Almeida, el cual
permanecía estático y divertido con su sonrisita reprimida esperando quedar a solas
con Horacio para hablar con él.
“¿Lo ves, Gracia? Al final no había nada de qué
preocuparse” dijo Clarita relajadamente. La niña volvía a ser la de siempre y su
hermana recuperaba su cuerpo insustancial extremadamente cómodo. “Gracias, Gracia”
murmuró Elena al aire y Clarita rió con su risa como un riachuelo.
León Faras.
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