jueves, 2 de enero de 2020

Autopsia. Tercera parte.


XIX

Cada vez que Elena sentía ganas de acariciar a Bruno, debía ella ir y sentarse junto al perro que por lo general parecía no disfrutar del contacto físico en general ni menos del contacto humano en especial. El animal era el único que se tomaba su trabajo en serio, vigilando las cabras cuando éstas subían el cerro a pastar, permaneciendo alerta, estoico e insobornable, mientras su compañero sólo pensaba en distraerse con cualquier cosa y cansarse inútilmente, sin prestarle la más mínima atención a su importante trabajo, hasta el último minuto. Recibía las caricias de la muchacha sin disgusto pero sin placer, como un niño resignado a que su mamá le corte las uñas, sin dejar de observar el horizonte donde comía su rebaño y poniéndose de pie sin empachos, si tenía la necesidad de hacerlo, dejando una caricia de Elena suspendida en el aire y a medias. Le venía bien a la muchacha la compañía del perro más sosegado esa tarde, para meditar sobre la obligación pendiente que tenía con el padre Benigno y con Dios: visitar a su padre en prisión. Como se lo había dicho al cura, ya lo había perdonado, lo cierto era que no podía guardar rencor por algo que no podía recordar, y aunque jamás las cosas volverían a ser como antes, sí podía propiciar la reconciliación para el alivio de su alma y la de su padre, “¿Qué te pasa?” La voz repentina de Clarita la sorprendió, tenía las rodillas sucias y un ramo de florecillas en la mano. Ante el silencio de la muchacha, la chiquilla agregó, “Gracia dice que has estado hablando con el perro, ¿Por qué estás hablando con Bruno?” Bruno prefirió no verse involucrado, por lo que se puso de pie y caminó pausadamente a otro punto donde el sol de la tarde aún calentaba, Elena invitó a Clarita a sentarse a su lado, “Tengo que ir al pueblo de nuevo. Le hice una promesa al padre Benigno y debo cumplirla…” “¿Es por tu padre?” La interrumpió Clarita, Elena la miró como si la niña fuese mentalista, pero luego recordó a su hermana imaginaria, “¿Cómo lo sabes? Ah… sí. Gracia, ¿Verdad?” La pequeña asintió. “…Pues sí, es sobre mi padre” “¿Te irás con él?” Preguntó Clarita, preocupada, Elena la miró con ternura, “No, sólo necesito hablar con él, nada más” “¡Gracia y yo te acompañaremos!” determinó la niña poniéndose de pie de un salto, y agregó, “Nos quedaremos afuera cuidando que nadie los moleste, ¿Verdad, Gracia?” y luego sólo rió, como si aquella hubiese dicho algo gracioso. Elena quiso replicar algo pero no supo qué.

Aún parecía sentirse el olor de la Sin Nombre en el despacho del doctor Cifuentes, un olor extraño, como a sangre seca y cuero sucio, pero a nada de eso exactamente. El doctor se dejó caer en su asiento y tiró con brusquedad del cuello de su camisa para aflojarlo, respiró hondo, se sentía agotado, y ese no era ni de cerca el día más duro que había tenido en su vida, como si algo o alguien le hubiese chupado la energía y él ni siquiera se había dado cuenta. Úrsula lo esperaba con la cena lista, como siempre, y esa ternura femenina en la mirada tan agradable de encontrar al volver a casa, sin embargo, Cifuentes no tenía hambre, se disculpó cansado, cenaría más tarde y dejó que la muchacha se fuera, luego se paró y se sirvió un vaso de coñac, aquello era raro incluso para él, no solía beber y mucho menos lo hacía estando solo, pero en ese momento, era lo único que podía pasarle a través de la garganta, su encuentro con Gumurria y Ballesteros en el cementerio lo había dejado muy perturbado, ¿Acaso era cierto que una mujer había entrado a su casa la noche de San Lorenzo? Eso no era posible, la puerta había quedado cerrada con llave por él mismo, las ventanas trancadas, además, la mujer que se había metido a su cama aquella noche, y que al principio estaba seguro de que había sido Úrsula, ahora con el paso del tiempo, pensaba cada vez con más seguridad que se había tratado de un sueño, no podía ser de otra manera, cualquier otra explicación, carecía de sustento lógico. Y hablando de cosas imposibles: Un niño nacido de un cadáver decapitado y sepultado, que desaparece sin dejar rastros y que todos hacemos como que nunca existió… si había una explicación lógica para todo eso, él no sabía ni por dónde empezar a buscarla. Cifuentes secó su vaso.

Elena se levantó por la mañana y se puso su vestido, Clarita tenía su ropa de salida puesta también. Ambas partieron al pueblo luego del desayuno y con la bendición de la vieja Lina, al final no le parecía tan mala la compañía de la niña para el cometido que debía cumplir. La cárcel era un edificio sombrío y húmedo donde cualquier resfrío podía durar años, hecho de grandes piedras negras como un castillo, con barrotes de hierro en la entrada y todo, un sitio intimidante para cualquiera, adentro, iluminado por un candil y la claridad que se colaba desde afuera, Aurelio rellenaba papeles en su escritorio basto, Elena entró con timidez, tras ella caminaba Clarita con algo más de confianza. Una escoba se cayó a una distancia cercana, pero suficiente como para que nadie la hubiese podido tocar, todos dejaron lo que estaban haciendo para mirar la escoba, menos Clarita que le dio una mirada de desaprobación a su hermana, “Te esperamos afuera…” le dijo a Elena antes de darse media vuelta y salir. Nadie se movió hasta que la niña abandonó el edificio. Aurelio reconocía a Elena de cuando ésta ayudaba a su padre en su trabajo, si le sorprendió verla allí o no, su rostro no lo demostró, hizo su trabajo como lo haría con cualquiera y acompañó personalmente a la muchacha hasta donde estaba su padre, luego, al regresar le habló a un guardia que se fumaba un cigarrillo en la entrada, “¡Oye! Encárgate de esto un rato. Yo voy al trono y regreso” y se fue a sentar al retrete.

Si bien nadie se esperaba que las celdas de la prisión fueran cómodas y acogedoras, el cuarto donde estaba el doctor Ballesteros, ni siquiera parecía una celda en sí, más bien parecía una sala de torturas o un sepulcro donde apenas entraba claridad por una ventana diminuta y embarrotada puesta en alto, similar a la habitación que usaba Elena en el convento, aunque más oscura. Había una camilla de madera puesta en medio con argollas a las que estaba atado Horacio, un sitio diseñado para inmovilizar y calmarles los ánimos a individuos violentos, peligrosos o dementes, nada cómodo. Elena sintió angustia física en la boca del estómago al ver a su padre, estaba flaco, sucio, avejentado y además, aparatosamente vendado en la frente y atado de pies y manos a pesar de la imagen agotada y desvalida que proyectaba, “Intentó suicidarse… dos veces, por eso lo mantenemos así” Se justificó Aurelio con un susurro antes de retirarse con toda la gravedad y prudencia del mundo en el rostro. Horacio mantenía los ojos cerrados, pero no dormía, sólo dormitaba como lo hacía la mayor parte del tiempo, al abrir los ojos, le tomó varios y largos segundos determinar quién había llegado y cuando lo hizo, volteó la cara en otra dirección, “No, vete de aquí, ¿Por qué no me dejas en paz?” Aquello no tenía sentido, la muchacha se le acercó y le cogió el rostro con ternura, “Soy yo, Elena, tu hija…” “No, no, déjame en paz, ¿Por qué me torturas así?” Horacio se resistía, pero sin fuerzas, “Papá, soy yo… tu hija” Entonces Horacio dudó, lo había llamado “papá” la observó más detenidamente, pero con desconfianza, como quien teme ser cruelmente engañado. Aún negaba con la cabeza. Tenía el pecho desnudo, se podían ver sus huesos cubiertos por un pellejo húmedo y seboso. “Papá, ¿Por qué estás así? Esto es demasiado…” Horacio mantenía la distancia dentro de lo que su estado se lo permitía, “…el padre Benigno no me dijo nada, ¿Y por qué no ha hecho nada Ignacio? ¿Acaso no ha visto en el estado que estás?” Sólo entonces Horacio pareció reconocerla, “¿Elena?... Dios mío, no puedes ser tú…” tuvo el impulso de abrazarla pero sólo pudo tensar sus ataduras, “Soy yo, papá, tranquilo, estoy bien, estoy aquí, contigo…” los ojos de Horacio se llenaron de lágrimas, “Me dijeron que estabas perdida, tu hermano te ha estado buscando, debes irte con él, él te dará todo lo que necesites, me lo prometió, ¡Él me lo prometió…!” el doctor hablaba angustiado, como si tuviera muy poco tiempo, le apretaba la mano a la muchacha con fuerza, “No papá, yo ya tengo todo lo que necesito, estoy bien…” En ese momento se abrió la puerta.

Gracia, quien siempre permanecía oculta observando y oyéndolo todo, vio llegar a un hombre que se detuvo junto al guardia parado en la puerta, “Buenos días, mi nombre es Clodomiro Almeida, soy investigador contratado por la familia del doctor Ballesteros para ubicar el paradero de su hija, Elena. Vengo a hablar con el doctor Horacio Ballesteros si es tan amable…” concluyó el investigador con su ya clásica sonrisa comprimida. Gracia lo comprendió todo y rápido y alertó a su hermana, quien parecía siempre perdida en sus pensamientos y nunca enterarse de nada de lo que sucedía delante de sus narices, “¡Quédate con ellos!” Los hombres se dirigieron al escritorio para rellenar los papeles necesarios. Clarita se quedó ahí parada mirándolos, sin saber muy bien qué estaba pasando, lo bueno era que nadie parecía ponerle atención, de hecho ni siquiera la podían ver, porque Gracia, que aunque tenía la facultad, sólo en contadas ocasiones lo hacía porque la verdad era que no le agradaba nada, cogió el cuerpo de su hermana, sin que Clarita se enterara de nada, y se dirigió hasta donde estaba Elena, “Será mejor que salgamos” le dijo la niña con extrema seriedad, Elena ya había notado antes ese cambio en la personalidad de Clarita, esa madurez súbita en su mirada y en el tono de su voz y la obedeció. Acarició la barba de su padre, “Volveré muy pronto, papá. No me iré con Ignacio, me quedaré aquí” Y casi empujada por Gracia, Elena se pegó a la pared en el momento en que entraba Clodomiro Almeida seguido del guardia que lo acompañaba, “¿Y tú qué diantres haces aquí?” preguntó este último al ver a la niña parada junto a Horacio, a la que estaba seguro de haber visto en la calle la última vez, “¡Venga, fuera! Que este lugar no es para niños” dijo el guardia, cogiendo a Gracia para sacarla, mientras Elena aprovechaba de salir sin ser vista por Almeida, el cual permanecía estático y divertido con su sonrisita reprimida esperando quedar a solas con Horacio para hablar con él.

 “¿Lo ves, Gracia? Al final no había nada de qué preocuparse” dijo Clarita relajadamente. La niña volvía a ser la de siempre y su hermana recuperaba su cuerpo insustancial extremadamente cómodo. “Gracias, Gracia” murmuró Elena al aire y Clarita rió con su risa como un riachuelo.



León Faras.

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