XXXVIII.
“Y…
¿Toda tu vida has sido soldado, o te dedicabas a otra cosa antes?” Cransi
siempre buscaba hablar de cualquier cosa cuando el silencio se prolongaba
demasiado, como una obligación tácita, y en la celda donde aguardaban
encerrados, el silencio se volvía molesto e incómodo, tras la irrecuperable
caída de Damir y la desaparición de Cherman, a pesar de que no eran ni de lejos
los primeros compañeros caídos de sus vidas y ni siquiera, de esa noche. Garma
lo comprendía, Cransi hablaba porque era de las personas a las que el silencio
se les vuelve desesperante, insoportable de alguna manera para su propia tranquilidad
mental, así que sólo respondió, “No, nunca fui soldado, yo y mi padre fuimos
leñadores toda la vida…” De ahí que sus armas favoritas fueran las hachas, una
grande y dos pequeñas que llevaba a ambos lados de la cintura. Garma era un
hombre mayor, el más viejo del grupo, salvo por Gabos, aunque no se le notara, tal
vez porque era completamente calvo y su barba, castaño claro y terminada en un
par de trenzas, a las que siempre estaba acariciando, se veían apenas salpicada
de algunas canas, por otro lado, era un hombre tranquilo y pacífico, que
demostraba tener una enorme fuerza y resistencia cuando era necesario,
“…cortábamos y transportábamos madera desde el Bosque Muerto hasta Rimos, para
la construcción de las casas y los talleres. Hubiesen visto el bosque en esos
años, era realmente inagotable, gigantesco y completamente seco hasta las
raíces. Se hubiese hecho un poblado mucho más grande que Rimos en aquel
terreno, sino fuera porque aquel era un sitio maldito, allí no crecía ni una sola brizna de hierba en todo
el bosque” Egan, en cuclillas con la espalda apoyada en las rejas, seguía la
historia con gran interés, “Y qué hay de las estatuas fantasma, de las que
todos hablan y nadie ha visto, ¿Tú viste una alguna vez?” Para todos, aquello
de las estatuas no era más que cuentos de viejos para burlarse de los más
jóvenes, pero había sido tantas veces repetido que podía dejar lugar para
dudas. Garma era un hombre pausado, se tomaba algunos segundos antes de
responder, como si buscara las palabras cuidadosamente, “Tenía yo unos doce o
trece años, cuando los hombres me mandaron a subir a un árbol para buscar
orientación de hacia dónde estaba el resto del grupo trabajando, no era fácil
subirse a esos árboles, eran de troncos blancos y muy lisos, como serpientes
despellejadas, ¿Sabes? era necesario ser un rapaz ágil para lograrlo, yo usaba
una tira de cuero mojado en las manos para abrazar el tronco y con los pies
descalzos llegaba a las partes más altas, desde allí, y por pura casualidad, la
vi, al principio pensé que era una persona, pero su aspecto era raro, ya saben,
no tenía color, además de que no parecía moverse. Al llegar junto a Ella,
porque tenía el aspecto de una mujer joven, se trataba de una escultura hecha
de un material que no se puede explicar, como del hielo más fino, de escarcha,
pero sin ser escarcha, pues no se derretía. Al verla de cerca podías ver las
suaves grietas en sus labios, las líneas de sus manos, sus pestañas, el iris de
los ojos esculpidos en hielo. Era lo más increíble que habíamos visto nunca,
hasta que a alguien se le ocurrió tocarla, aunque de la forma más delicada
posible, para sentir su textura: allí donde la tocó, la escultura comenzó a
pulverizarse, a despedazarse en partículas de polvo tan pequeñitas que
desaparecían a los sentidos, sin que nada se pudiera hacer para detenerlo. En
cuestión de segundos, la chica había desaparecido por completo sin dejar nada,
ni siquiera una mancha en el suelo, sólo una gran duda sobre si alguna vez
realmente había existido o sólo había sido un juego de los dioses. Sí, si me lo
preguntas, yo una vez vi una, pero no sé qué fue lo que vi” Todos se quedaron
imaginando por unos segundos las infinitas posibilidades de lo que aquello pudo
haber sido, hasta que Cransi retomó la pregunta anterior, “Pero, ¿Entonces cómo
terminaste siendo soldado?” Garma estaba meditando sus próximas palabras para
responder, cuando llegó Cegarra frente a ellos, traía una expresión muy grave
en el rostro, tras él, Prato intentaba imitarle la seriedad del momento, pero
inevitablemente le resultaba forzado y exagerado. Ya todos estaban al tanto de
lo sucedido con el gran Tigar, la Rueda se había quedado sin su mejor guerrero
y sin su principal atractivo, nunca más sería lo mismo y pasarían incontables
generaciones antes de que aquello fuese superado, sin embargo, el espectáculo
debía continuar, “…ustedes lo saben tan bien como yo, la gente necesita
divertirse, y un rey como yo, debe preocuparse de que su gente tenga lo que
necesita, o si no, ¿Qué clase de rey sería? Sencillamente, no podría ser rey de
nada…” Prato, tras él, asentía a todo con profunda convicción. Cegarra cerró su
discurso para luego soltar lo que realmente venía a decir “…Las cosas no
salieron como esperábamos. Uno de ustedes deberá quedarse como guerrero, el
resto será puesto en libertad, lo juro como rey. Si no lo aceptan, todos
ustedes serán desarmados y obligados a pelear desnudos y atados por el cuello.
Los perros siempre son necesarios en la Rueda para divertir al público”
Una
vez que la recién nacida, hija del príncipe Ovardo y su mujer, quedó bien
alimentada y tranquila, la nodriza anunció que se iba a atender a sus propios
hijos para regresar a amamantar a la bebé de vuelta por la mañana. Teté se
quedó arrullando a la niña hasta dormirla, prefería eso a volver a la cocina y
enterarse de lo que estaba pasando en el resto de la casona con el príncipe y
la princesa, se le mojaban los ojos sólo con recordar el sufrimiento final de
ésta última para traer al mundo a esa pequeña niña que ahora dormía ajena a
todo en su regazo. Serna, luego de despachar a la ama de cría, se acercó allí,
Teté lo miró esperando ser regañada por algo que aún no sabía qué, pero el
clérigo sólo le pidió que se quedará allí, que se encargara de la recién nacida
y que si alguien le decía algo, sólo respondiera que Serna le había ordenado
quedarse al cuidado de la hija del príncipe Ovardo, eso ya le daba cierta
tranquilidad para ponerse cómoda, recostar a la niña en la cama y tal vez
recostarse ella también, o tal vez no, el príncipe podía querer venir a conocer
a su hija en cualquier momento y no quería que la sorprendieran durmiendo. Había
oído cosas muy feas sobre el estado del príncipe, su amigo Cal, le había dicho
que incluso había perdido la vista por un extraño maleficio, pero ya estando
aquí, en su casa, seguro que se recuperaría rápido, no como a la princesa
Delia, a la que no volverían a ver nunca. Sus ojos se volvieron a humedecer. El
cuerpo de aquella, en ese momento, ya había sido preparado para la
incineración, permanecía envuelto en telas blancas y limpias, sin manchas de
sangre, y bien atado como un paquete, esperando en una habitación cerrada, alejada
de aquella en la que había derramado su sangre, a que la lluvia aplacase un
poco. En Rimos no había espacio para meter muertos en la tierra. Por otro lado
el príncipe, luego del baño, dormía sin necesidad de somníferos, los que Serna había
recomendado, o al menos esa era la impresión que daba, porque ya no cerraba sus
ojos secos como frutos deshidratados, sólo permanecía quieto, con una
respiración débil y un persistente movimiento de mandíbula que podía ser por
igual, para quien habla en sueños, reza una oración o como para aquel que
simplemente muere de frio.
León Faras.
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