I.
David
se pasaba el día jugando con las piedras preciosas que le había regalado
Clodomiro, las llevaba a todos lados, cuando su madre pensó que se habían
perdido, él señaló el sitio exacto donde estaban y Úrsula no tuvo más remedio
que dárselas. Llegó ese día hasta donde estaba su madre sujetándose las piedras
una en cada ojo, caminado como un ciego y con la cabeza inclinada hacia arriba
en un juego infantil que a Úrsula a veces se le hacía peligroso, porque podía
chocarse con algo o voltearse algo encima, “Mamá, llaman a la puerta. Es padre”
le dijo, y se dio la media vuelta sin quitarse las piedras de los ojos. La
mujer se extrañó, ella no había oído nada y por qué su marido no simplemente
entraba. Abrió la puerta, y tal como lo sospechaba, era una jugarreta del niño.
Nadie estaba allí, “David, sabes muy bien que no me gusta cuando…” Los golpes
en la puerta la interrumpieron, esta vez sí los había oído, Benigno estaba
allí, con el rostro afable que últimamente llevaba a todas partes, Úrsula lo
miraba como si le estuvieran tomando el pelo, “¿Puedo pasar?” preguntó el
sacerdote, con tono cansino, como si estuviera agotado. Alguno podría decir que
incluso había perdido altura. La mujer le dejó pasar diligente, tal vez el cura
había llegado antes y ella no lo había visto ni oído, pero Benigno afirmó que
sólo había llamado a la puerta una vez y de inmediato atendieron su llamada, lo
que dejó a Úrsula suspicaz. El sacerdote se dejó caer sobre una silla con la
pesadez de quien acaba de cruzar todo un desierto caminando y sobándose una de
sus rodillas como si se tratara de un animal al que quiere calmar, “Los años no
pasan en vano, hija, ya no soy el hombre que era antes” Lo dijo como justificación,
aunque aquello era evidente a simple vista, luego le preguntó por el doctor
Cifuentes, pero éste llegaría dentro de algún rato, por lo que le tocaba
esperar, Úrsula se disculpó por algunos minutos y David llegó junto al
sacerdote, ya no con las piedras en los ojos, pero si con su pequeño vaso en
alto ofreciéndole al cura una pequeña cantidad de agua, Benigno aceptó
maravillado y agradecido el gesto espontáneo de David y se bebió el líquido de
un trago, luego sintió un amargor muy extraño en la garganta, pero no dijo nada
para no arruinar la buena voluntad del niño, éste se llevó su pequeño vaso de
regreso sin decir palabra, Úrsula le ofreció al cura luego un vaso grande de
limonada para que calmara la sed y esta sí que se sentía reconfortante. Pronto
llegó el doctor Cifuentes, había estado revisando la salud de una mujer joven
llamada Silvia Bustos, “Esa mujer ha pasado la mitad de su vida embarazada…” se
quejó Cifuentes mientras saludaba al cura, éste esbozó una sonrisa amable, “Sí,
ya son ocho, todos nacidos bajo el amparo del amor de Dios” respondió Benigno,
“Y de su marido” no pudo evitar replicar Cifuentes mientras cogía otra silla
para sentarse, su postura era grave y su tono, inflexible, “Mi familia quiere
que nos mudemos a la ciudad, hay un trabajo para mí allá y Úrsula está de
acuerdo en acompañarme” Úrsula estaba parada allí, confirmando con su silencio
que apoyaba a su marido, el cura procesaba lenta la información haciendo varios
amagues de querer decir algo sin decir nada. El doctor continuó, “Por supuesto
que no será de inmediato, sino dentro de algunos meses y que yo mismo me
encargaré de que le envíen al que será mi reemplazo” Finalmente Benigno sólo
asintió con la cabeza sin decir nada y nada tenía que decir, “Quería que lo
supiera por mí y con un tiempo prudente de antelación” Concluyó el médico.
La
última voluntad de Lina fue que la enterraran allí, en su casa. Tenía la
creencia de que, si había un espíritu, como decían, éste debía quedarse
rondando cerca de donde estaba su cuerpo, y el cementerio no era el mejor sitio
para eso, ella prefería quedarse en su campo, con sus cabras, el cura le dijo
que su espíritu se iría al cielo, donde viviría eternamente en el reino de
Dios, pero aun así ella prefería el modo antiguo, como ella enterró a sus
padres hace infinidad de años, en sus casas bajo los árboles y sin cajón, “Los
cajones me dan miedo, padre…” Le dijo con toda la ternura de viejecita que
poseía, Benigno aceptó y Marcial Monte ayudó a Tata a hacer el hoyo, el cura lo
consagró y Lina se salió con la suya. Al momento de morir, sólo Gracia estaba
despierta, ambas se miraron con cariño, mencionó su nombre y expiró sin miedo.
Clarita
se había convertido en toda una señorita que había asumido el trabajo del hogar
ella sola, Tata seguía con el suyo inalterable, desde el alba hasta al ocaso
cuidando de sus animales y de sus quesos, aunque ahora se había vuelto mucho
más silencioso. Gracia cada vez se dejaba ver menos, y cuando ya pensaba que no
la vería más, su hermana apareció para despedirse para siempre, era curioso, no
lo había notado pero ella también había crecido, tal vez la muchacha veía sólo
lo que quería ver, un reflejo de sí misma. Gracia siempre fue la más madura y
menos emocional, por lo que su despedida fue igual, un simple aviso de que ya
no podía seguir con ella, de que debía seguir su propio camino, “Cuida de Tata,
él siempre se preocupó de nosotras. No dice nada, pero le tiene mucho miedo a
la soledad” Clarita asintió obediente con los ojos húmedos, luego, sólo
siguiendo su instinto, se le abalanzó encima para abrazarla, cosa que nunca
antes lo había hecho porque sabía que su hermana lo detestaba, le susurró un
“Gracias…” y su hermana también hizo algo que jamás había hecho: se desvaneció
en sus brazos como si nunca hubiese estado allí. A quien sí veía casi a diario,
era al joven Mateo, quien ya no era el imberbe de antes, más bien ya era todo
un hombre. Seguía con su trabajo en la iglesia, aunque ya hace rato no
necesitaba las indicaciones del cura para hacerlo. Clarita le hablaba sin parar
sin importarle su sordera y reía, con esa risa que nunca perdió y que era capaz
de iluminar toda una casa, para cuando terminaba de hablar, él ya le tenía un
retrato nuevo. Con Tata, era diferente, ambos silenciosos y minuciosos en su
trabajo, había aprendido todo lo que el viejo hacía, mirando y era muy bueno en
eso, en mirar y aprender. Todavía vivía en casa del cura y ayudaba a
Guillermina en lo que podía, ésta, al contrario del sacerdote, no había
envejecido ni un sólo día, tenía las mismas canas y las mismas arrugas, y
seguía levantándose de madrugada y haciendo los mismos quehaceres de siempre.
Úrsula
dejó a su hijo bañándose y fue a prepararle sus cosas a su cuarto, para que el
pequeño se fuera a la cama lo antes posible, una pequeña botella triangular,
volteada y vacía llamó su atención, no la había visto hace años y al principio
le costó recordar pero al final lo hizo, era la botella que aquella gitana
corpulenta le había dado y de manera tan extraña. Se aterró de pensar que su
hijo la hubiese bebido sin tener ni remota idea de qué porquería era y de su
propia irresponsabilidad de haberla olvidado en un lugar donde el niño podía
hallarla. Angustiada, lo interrogó en el baño si es que había probado el contenido
de esa botella, pero el pequeño David le respondió con toda confianza que él jamás
haría eso, “¿Estás seguro?” insistió su madre, todavía preocupada, “Sí, madre” le
dijo, con un rostro de inocencia que no dejaba lugar a dudas.
León Faras.
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