lunes, 24 de agosto de 2020

Autopsia. Última parte.


I.

David se pasaba el día jugando con las piedras preciosas que le había regalado Clodomiro, las llevaba a todos lados, cuando su madre pensó que se habían perdido, él señaló el sitio exacto donde estaban y Úrsula no tuvo más remedio que dárselas. Llegó ese día hasta donde estaba su madre sujetándose las piedras una en cada ojo, caminado como un ciego y con la cabeza inclinada hacia arriba en un juego infantil que a Úrsula a veces se le hacía peligroso, porque podía chocarse con algo o voltearse algo encima, “Mamá, llaman a la puerta. Es padre” le dijo, y se dio la media vuelta sin quitarse las piedras de los ojos. La mujer se extrañó, ella no había oído nada y por qué su marido no simplemente entraba. Abrió la puerta, y tal como lo sospechaba, era una jugarreta del niño. Nadie estaba allí, “David, sabes muy bien que no me gusta cuando…” Los golpes en la puerta la interrumpieron, esta vez sí los había oído, Benigno estaba allí, con el rostro afable que últimamente llevaba a todas partes, Úrsula lo miraba como si le estuvieran tomando el pelo, “¿Puedo pasar?” preguntó el sacerdote, con tono cansino, como si estuviera agotado. Alguno podría decir que incluso había perdido altura. La mujer le dejó pasar diligente, tal vez el cura había llegado antes y ella no lo había visto ni oído, pero Benigno afirmó que sólo había llamado a la puerta una vez y de inmediato atendieron su llamada, lo que dejó a Úrsula suspicaz. El sacerdote se dejó caer sobre una silla con la pesadez de quien acaba de cruzar todo un desierto caminando y sobándose una de sus rodillas como si se tratara de un animal al que quiere calmar, “Los años no pasan en vano, hija, ya no soy el hombre que era antes” Lo dijo como justificación, aunque aquello era evidente a simple vista, luego le preguntó por el doctor Cifuentes, pero éste llegaría dentro de algún rato, por lo que le tocaba esperar, Úrsula se disculpó por algunos minutos y David llegó junto al sacerdote, ya no con las piedras en los ojos, pero si con su pequeño vaso en alto ofreciéndole al cura una pequeña cantidad de agua, Benigno aceptó maravillado y agradecido el gesto espontáneo de David y se bebió el líquido de un trago, luego sintió un amargor muy extraño en la garganta, pero no dijo nada para no arruinar la buena voluntad del niño, éste se llevó su pequeño vaso de regreso sin decir palabra, Úrsula le ofreció al cura luego un vaso grande de limonada para que calmara la sed y esta sí que se sentía reconfortante. Pronto llegó el doctor Cifuentes, había estado revisando la salud de una mujer joven llamada Silvia Bustos, “Esa mujer ha pasado la mitad de su vida embarazada…” se quejó Cifuentes mientras saludaba al cura, éste esbozó una sonrisa amable, “Sí, ya son ocho, todos nacidos bajo el amparo del amor de Dios” respondió Benigno, “Y de su marido” no pudo evitar replicar Cifuentes mientras cogía otra silla para sentarse, su postura era grave y su tono, inflexible, “Mi familia quiere que nos mudemos a la ciudad, hay un trabajo para mí allá y Úrsula está de acuerdo en acompañarme” Úrsula estaba parada allí, confirmando con su silencio que apoyaba a su marido, el cura procesaba lenta la información haciendo varios amagues de querer decir algo sin decir nada. El doctor continuó, “Por supuesto que no será de inmediato, sino dentro de algunos meses y que yo mismo me encargaré de que le envíen al que será mi reemplazo” Finalmente Benigno sólo asintió con la cabeza sin decir nada y nada tenía que decir, “Quería que lo supiera por mí y con un tiempo prudente de antelación” Concluyó el médico.

La última voluntad de Lina fue que la enterraran allí, en su casa. Tenía la creencia de que, si había un espíritu, como decían, éste debía quedarse rondando cerca de donde estaba su cuerpo, y el cementerio no era el mejor sitio para eso, ella prefería quedarse en su campo, con sus cabras, el cura le dijo que su espíritu se iría al cielo, donde viviría eternamente en el reino de Dios, pero aun así ella prefería el modo antiguo, como ella enterró a sus padres hace infinidad de años, en sus casas bajo los árboles y sin cajón, “Los cajones me dan miedo, padre…” Le dijo con toda la ternura de viejecita que poseía, Benigno aceptó y Marcial Monte ayudó a Tata a hacer el hoyo, el cura lo consagró y Lina se salió con la suya. Al momento de morir, sólo Gracia estaba despierta, ambas se miraron con cariño, mencionó su nombre y expiró sin miedo.

Clarita se había convertido en toda una señorita que había asumido el trabajo del hogar ella sola, Tata seguía con el suyo inalterable, desde el alba hasta al ocaso cuidando de sus animales y de sus quesos, aunque ahora se había vuelto mucho más silencioso. Gracia cada vez se dejaba ver menos, y cuando ya pensaba que no la vería más, su hermana apareció para despedirse para siempre, era curioso, no lo había notado pero ella también había crecido, tal vez la muchacha veía sólo lo que quería ver, un reflejo de sí misma. Gracia siempre fue la más madura y menos emocional, por lo que su despedida fue igual, un simple aviso de que ya no podía seguir con ella, de que debía seguir su propio camino, “Cuida de Tata, él siempre se preocupó de nosotras. No dice nada, pero le tiene mucho miedo a la soledad” Clarita asintió obediente con los ojos húmedos, luego, sólo siguiendo su instinto, se le abalanzó encima para abrazarla, cosa que nunca antes lo había hecho porque sabía que su hermana lo detestaba, le susurró un “Gracias…” y su hermana también hizo algo que jamás había hecho: se desvaneció en sus brazos como si nunca hubiese estado allí. A quien sí veía casi a diario, era al joven Mateo, quien ya no era el imberbe de antes, más bien ya era todo un hombre. Seguía con su trabajo en la iglesia, aunque ya hace rato no necesitaba las indicaciones del cura para hacerlo. Clarita le hablaba sin parar sin importarle su sordera y reía, con esa risa que nunca perdió y que era capaz de iluminar toda una casa, para cuando terminaba de hablar, él ya le tenía un retrato nuevo. Con Tata, era diferente, ambos silenciosos y minuciosos en su trabajo, había aprendido todo lo que el viejo hacía, mirando y era muy bueno en eso, en mirar y aprender. Todavía vivía en casa del cura y ayudaba a Guillermina en lo que podía, ésta, al contrario del sacerdote, no había envejecido ni un sólo día, tenía las mismas canas y las mismas arrugas, y seguía levantándose de madrugada y haciendo los mismos quehaceres de siempre.

Úrsula dejó a su hijo bañándose y fue a prepararle sus cosas a su cuarto, para que el pequeño se fuera a la cama lo antes posible, una pequeña botella triangular, volteada y vacía llamó su atención, no la había visto hace años y al principio le costó recordar pero al final lo hizo, era la botella que aquella gitana corpulenta le había dado y de manera tan extraña. Se aterró de pensar que su hijo la hubiese bebido sin tener ni remota idea de qué porquería era y de su propia irresponsabilidad de haberla olvidado en un lugar donde el niño podía hallarla. Angustiada, lo interrogó en el baño si es que había probado el contenido de esa botella, pero el pequeño David le respondió con toda confianza que él jamás haría eso, “¿Estás seguro?” insistió su madre, todavía preocupada, “Sí, madre” le dijo, con un rostro de inocencia que no dejaba lugar a dudas.



León Faras.

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