IX.
Más
allá del valle de las Mellizas, donde el desierto termina endureciéndose y
cortado verticalmente por un débil pero persistente paso de agua, luego del
cual, los bosques florecen de nuevo. En aquella punta de tierra está ubicado
Confín, un pueblo construido enteramente de madera, por gente dura y
trabajadora que conocen y aprecian el valor de mantenerse alejados del resto de
la sociedad, sin embargo, el pueblo terminó haciéndose muy conocido gracias a
una mujer, Damne, quien tuvo la visión y la inteligencia para construir los
hornos subterráneos cuando todos pensaban que los yacimientos de chatarra de
Arenas Blancas no durarían ni un año de producción. Desde entonces, los hornos
de Damne se han ido multiplicando, ardiendo casi ininterrumpidamente y
generando trabajo para todos en Confín. Se trata de una mujer atractiva, de
carácter fuerte, decidida, con una enorme melena de cabello negro ondulado, el
que casi siempre mantiene cubierto debido a la constante arena fina que el
viento arrastra del desierto. Su ropa es del mismo color que éste último. Aquel
día llegó una mujer en un coche tirado por un caballo, era una mujer mayor, muy
amable, aunque todo parecía muy raro, en primer lugar, parecía venir del
desierto, pero nadie estaría tan loco para cruzar el desierto en un coche común
y tirado por un solo caballo, como si se tratara de una paseo por una campiña.
Además era una mujer mayor, sola y con una generosa cantidad de oro encima apenas
cubierto por una manta, sin embargo, lo más raro era lo que quería encargarles
a los habitantes de Confín, el trabajo más espectacular que se haya hecho
jamás: quería la construcción de veinte gigantes de madera de diez metros de
altura cada uno. Damne reunió a las personas, para proponerles el trabajo,
veinte estatuas huecas por dentro, hechas de tablas, como barriles de diez
metros de altura. Los hombres estaban de acuerdo, podían hacerlo si la paga era
buena, y la paga era muy buena, pero el problema era que la mujer los quería
para dentro de tres semanas, no antes ni después. Los hombres alegaron que por
lo menos tenían que ser tres meses, la mujer respondió que no, que un mes ya
era demasiado y que por eso era que estaba pagando tan bien. Damne intervino
proponiendo quince estatuas en vez de veinte, la mujer se lo pensó, pero
rectificó a dieciséis, pues, por sus propios motivos, no quería un número impar.
Se cerró el trato y la mujer se alejó en su coche dejándoles el oro. Para los
hombres seguía siendo una locura, debían fabricar andamios, trabajar en altura,
subir y bajar materiales, eso tomaría mucho tiempo, pero Damne les recordó que
nadie dijo que debían hacer las estatuas de pies, que podían hacerlas
recostadas sobre el suelo, tenían desierto de sobra para eso y les hacía el
trabajo mucho más fácil, además, todas eran iguales, por lo que sólo bastaba
con planificar una, y ya sabrían como tenían que hacer las otras, y para ello,
debían elegir a uno de los habitantes de Confín, uno cuyo cuerpo fuera lo más
estándar, para tomarles las medidas y trasladarlas al gigante de diez metros, luego,
con esas medidas, harían las argollas con el metal que producían para usarlas
como esqueleto, y sujeto a éste pondrían la madera. Era mucho trabajo, pero
también era mucho oro, y si todos trabajaban, todos recibirían su parte. No
había tiempo que perder.
Luego
de mucho caminar, haciendo un rodeo colosal, por fin Driana divisó al final del
interminable pasillo pegado al muro, el puente que conectaba a éste con la
parte más alta de la ciudad, aquel puente parecía ser la única manera de salir
de la ciudad para ellos, pasando por encima de la jungla. Desde donde estaban,
y debido a la oscuridad de la noche, el puente parecía vallado de gruesos
postes que antes no estaban o de enormes estatuas que antes no habían visto,
aunque tal vez antes no habían puesto suficiente atención, sin embargo, pronto
se dieron cuenta de que no se trataba de postes ni estatuas, sino que de seres
vivos, de los habitantes de Antigua, quienes se alineaban a ambos lados del
puente, interpretando su cántico, que cada vez sonaba con más intensidad en
toda la ciudad. Eran muchos, Lázar decidió detener el avance a prudente distancia,
no podían retroceder, pero tampoco podían irrumpir en el puente con toda esa
gente formada allí. Los habitantes de Antigua eran seres pacíficos, pero todos
sabían que cuando tenían que luchar, lo podían hacer con una furia muy difícil
de igualar, y ninguno de ellos sabía qué estaba pasando, por lo que era mejor
ser discretos. El caballero de Egadari decidió adelantarse solo, sin su
plumífera montura, la que se quedó junto a Idalia. Avanzó con toda cautela,
pegando la espalda a la pared para evitar ser visto, cuando de pronto se
detuvo, cuatro hombres, que claramente no tenían la misma figura uniforme de
los habitantes de Antigua, estaban parados allí en el borde del puente, parecían
estar encapuchados, aunque por la distancia, aquello era imposible de precisar.
Uno a uno, los cuatro fueron empujados y lanzados al rio desde una altura muy
poco amigable. En ese momento, un Místico apareció frente a él, Lázar, sin
saber de dónde había salido aquel, apenas alcanzó a reaccionar, pero cuando lo
intentó, el Místico ni siquiera lo vio, echó a correr, y como si no pesara
nada, se elevó por los aires de un salto hasta la parte más alta del muro y de
allí otro salto hasta el puente donde se encontraban los habitantes de Antigua.
Éstos, en cuanto lo vieron aparecer, sacaron sus lanzas al unísono y le
apuntaron al místico con ellas, salvo por uno, uno que no era habitante de
Antigua ni tampoco de los que habían sido lanzados al rio, uno que a Lázar le
pareció reconocer, parecía ser Madra, el mago que había estado junto a ellos en
el socavón.
Tal
como lo habían planeado, y gracias a los dioses, la caravana de Bomas emergía
de la parte más dura e insensible del desierto y llegaba por fin al valle de
las Mellizas, el tramo menos hostil del camino hacia los hornos de Damne. Aún
quedaban algunas horas de día, avanzarían un poco más, se detendrían para comer
y dormir por la noche y llegarían a Confín por la mañana. Entonces fue cuando
Baros vio algo que llamó su atención lo suficiente como para detener su carro,
Gago que venía más atrás protestó al verse obligado a detenerse también.
Aquello, parecía una estructura de forma muy extraña, casi como un animal, pero
uno muy grande y con un brillo muy extraño, como metal, a juzgar por la
cantidad de arena que había acumulado, no podía llevar mucho tiempo allí. Bomas
que iba más adelante, también detuvo su carro para ver qué era lo que pasaba,
Baros en ese momento se alejaba de su carro. Pasó junto a dos pequeños cúmulos
de rocas apilados en el suelo, uno junto al otro, como si fueran marcas, le
parecieron familiares pero nada más, lo que realmente le interesaba estaba
algunos metros más allá, era una especie de vehículo con patas y dos tenazas en
frente, además, tenía dos estructuras en la cola que a Baros le parecieron
bellotas enormes. No quiso acercarse demasiado, por temor a que aquella cosa
estuviese viva, lo cual no sería tan extraño en un mundo como este. Un sonido
en el cielo llamó su atención, y el gran Escorpión de Gálbatar pasó a segundo
lugar en su escala de interés. Cuando Gago y Nilson llegaron junto a él, Baros
estaba petrificado con la boca abierta y la vista pegada en la inmensidad del
cielo, dijo que había visto a un animal que debía de ser enorme, volando a gran
distancia y altura, pero lo que lo había dejado petrificado, era que se había
abierto un agujero negro en el cielo que se había tragado al animal y luego
simplemente se cerró y desapareció. Pasaron dos o tres segundos antes de que
Gago estallara en risas, luego se fue alegando que lo de inventar historias se
le daba bien, pero que debía mover su carro o le pasarían por arriba, cosa que
era imposible pero no valía la pena comprobarlo. Nilson se alejó también
meneando la cabeza y pensando que a Bomas le iba a encantar oír eso por la
noche antes de dormir.
León Faras.
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