lunes, 14 de octubre de 2019

La Prisionera y la Reina. Capítulo cinco.


IX.

Más allá del valle de las Mellizas, donde el desierto termina endureciéndose y cortado verticalmente por un débil pero persistente paso de agua, luego del cual, los bosques florecen de nuevo. En aquella punta de tierra está ubicado Confín, un pueblo construido enteramente de madera, por gente dura y trabajadora que conocen y aprecian el valor de mantenerse alejados del resto de la sociedad, sin embargo, el pueblo terminó haciéndose muy conocido gracias a una mujer, Damne, quien tuvo la visión y la inteligencia para construir los hornos subterráneos cuando todos pensaban que los yacimientos de chatarra de Arenas Blancas no durarían ni un año de producción. Desde entonces, los hornos de Damne se han ido multiplicando, ardiendo casi ininterrumpidamente y generando trabajo para todos en Confín. Se trata de una mujer atractiva, de carácter fuerte, decidida, con una enorme melena de cabello negro ondulado, el que casi siempre mantiene cubierto debido a la constante arena fina que el viento arrastra del desierto. Su ropa es del mismo color que éste último. Aquel día llegó una mujer en un coche tirado por un caballo, era una mujer mayor, muy amable, aunque todo parecía muy raro, en primer lugar, parecía venir del desierto, pero nadie estaría tan loco para cruzar el desierto en un coche común y tirado por un solo caballo, como si se tratara de una paseo por una campiña. Además era una mujer mayor, sola y con una generosa cantidad de oro encima apenas cubierto por una manta, sin embargo, lo más raro era lo que quería encargarles a los habitantes de Confín, el trabajo más espectacular que se haya hecho jamás: quería la construcción de veinte gigantes de madera de diez metros de altura cada uno. Damne reunió a las personas, para proponerles el trabajo, veinte estatuas huecas por dentro, hechas de tablas, como barriles de diez metros de altura. Los hombres estaban de acuerdo, podían hacerlo si la paga era buena, y la paga era muy buena, pero el problema era que la mujer los quería para dentro de tres semanas, no antes ni después. Los hombres alegaron que por lo menos tenían que ser tres meses, la mujer respondió que no, que un mes ya era demasiado y que por eso era que estaba pagando tan bien. Damne intervino proponiendo quince estatuas en vez de veinte, la mujer se lo pensó, pero rectificó a dieciséis, pues, por sus propios motivos, no quería un número impar. Se cerró el trato y la mujer se alejó en su coche dejándoles el oro. Para los hombres seguía siendo una locura, debían fabricar andamios, trabajar en altura, subir y bajar materiales, eso tomaría mucho tiempo, pero Damne les recordó que nadie dijo que debían hacer las estatuas de pies, que podían hacerlas recostadas sobre el suelo, tenían desierto de sobra para eso y les hacía el trabajo mucho más fácil, además, todas eran iguales, por lo que sólo bastaba con planificar una, y ya sabrían como tenían que hacer las otras, y para ello, debían elegir a uno de los habitantes de Confín, uno cuyo cuerpo fuera lo más estándar, para tomarles las medidas y trasladarlas al gigante de diez metros, luego, con esas medidas, harían las argollas con el metal que producían para usarlas como esqueleto, y sujeto a éste pondrían la madera. Era mucho trabajo, pero también era mucho oro, y si todos trabajaban, todos recibirían su parte. No había tiempo que perder.

Luego de mucho caminar, haciendo un rodeo colosal, por fin Driana divisó al final del interminable pasillo pegado al muro, el puente que conectaba a éste con la parte más alta de la ciudad, aquel puente parecía ser la única manera de salir de la ciudad para ellos, pasando por encima de la jungla. Desde donde estaban, y debido a la oscuridad de la noche, el puente parecía vallado de gruesos postes que antes no estaban o de enormes estatuas que antes no habían visto, aunque tal vez antes no habían puesto suficiente atención, sin embargo, pronto se dieron cuenta de que no se trataba de postes ni estatuas, sino que de seres vivos, de los habitantes de Antigua, quienes se alineaban a ambos lados del puente, interpretando su cántico, que cada vez sonaba con más intensidad en toda la ciudad. Eran muchos, Lázar decidió detener el avance a prudente distancia, no podían retroceder, pero tampoco podían irrumpir en el puente con toda esa gente formada allí. Los habitantes de Antigua eran seres pacíficos, pero todos sabían que cuando tenían que luchar, lo podían hacer con una furia muy difícil de igualar, y ninguno de ellos sabía qué estaba pasando, por lo que era mejor ser discretos. El caballero de Egadari decidió adelantarse solo, sin su plumífera montura, la que se quedó junto a Idalia. Avanzó con toda cautela, pegando la espalda a la pared para evitar ser visto, cuando de pronto se detuvo, cuatro hombres, que claramente no tenían la misma figura uniforme de los habitantes de Antigua, estaban parados allí en el borde del puente, parecían estar encapuchados, aunque por la distancia, aquello era imposible de precisar. Uno a uno, los cuatro fueron empujados y lanzados al rio desde una altura muy poco amigable. En ese momento, un Místico apareció frente a él, Lázar, sin saber de dónde había salido aquel, apenas alcanzó a reaccionar, pero cuando lo intentó, el Místico ni siquiera lo vio, echó a correr, y como si no pesara nada, se elevó por los aires de un salto hasta la parte más alta del muro y de allí otro salto hasta el puente donde se encontraban los habitantes de Antigua. Éstos, en cuanto lo vieron aparecer, sacaron sus lanzas al unísono y le apuntaron al místico con ellas, salvo por uno, uno que no era habitante de Antigua ni tampoco de los que habían sido lanzados al rio, uno que a Lázar le pareció reconocer, parecía ser Madra, el mago que había estado junto a ellos en el socavón.

Tal como lo habían planeado, y gracias a los dioses, la caravana de Bomas emergía de la parte más dura e insensible del desierto y llegaba por fin al valle de las Mellizas, el tramo menos hostil del camino hacia los hornos de Damne. Aún quedaban algunas horas de día, avanzarían un poco más, se detendrían para comer y dormir por la noche y llegarían a Confín por la mañana. Entonces fue cuando Baros vio algo que llamó su atención lo suficiente como para detener su carro, Gago que venía más atrás protestó al verse obligado a detenerse también. Aquello, parecía una estructura de forma muy extraña, casi como un animal, pero uno muy grande y con un brillo muy extraño, como metal, a juzgar por la cantidad de arena que había acumulado, no podía llevar mucho tiempo allí. Bomas que iba más adelante, también detuvo su carro para ver qué era lo que pasaba, Baros en ese momento se alejaba de su carro. Pasó junto a dos pequeños cúmulos de rocas apilados en el suelo, uno junto al otro, como si fueran marcas, le parecieron familiares pero nada más, lo que realmente le interesaba estaba algunos metros más allá, era una especie de vehículo con patas y dos tenazas en frente, además, tenía dos estructuras en la cola que a Baros le parecieron bellotas enormes. No quiso acercarse demasiado, por temor a que aquella cosa estuviese viva, lo cual no sería tan extraño en un mundo como este. Un sonido en el cielo llamó su atención, y el gran Escorpión de Gálbatar pasó a segundo lugar en su escala de interés. Cuando Gago y Nilson llegaron junto a él, Baros estaba petrificado con la boca abierta y la vista pegada en la inmensidad del cielo, dijo que había visto a un animal que debía de ser enorme, volando a gran distancia y altura, pero lo que lo había dejado petrificado, era que se había abierto un agujero negro en el cielo que se había tragado al animal y luego simplemente se cerró y desapareció. Pasaron dos o tres segundos antes de que Gago estallara en risas, luego se fue alegando que lo de inventar historias se le daba bien, pero que debía mover su carro o le pasarían por arriba, cosa que era imposible pero no valía la pena comprobarlo. Nilson se alejó también meneando la cabeza y pensando que a Bomas le iba a encantar oír eso por la noche antes de dormir.



León Faras.

No hay comentarios:

Publicar un comentario