martes, 8 de octubre de 2019

La Prisionera y la Reina. Capítulo cinco.


VIII.

Un ave salió volando del castillo de Rávaro, justo cuando éste se ponía de pie para salir a pasear en su nueva y espectacular montura. La última conversación con aquel soldado antes de incinerarlo, le había dado una idea muy interesante y entretenida: los Salvajes de la ciudad vertical debían comprender que a Rávaro no se le robaba, y quien lo hacía, debía pagar. Subió por la escalera de madera construida para él, con toda la gallardía de la que su escuálido cuerpo era capaz, con el mando del Quebranta-espíritus en la mano, hasta sentarse en su poco práctico trono sobre los hombros de la bestia, satisfecho, como quien se sienta a la cabecera del más maravilloso de los banquetes, admiró el tosco toldo puesto sobre su cabeza para protegerse del sol y le pareció una idea genial. Cogió las riendas con elegancia y suavidad, como quien monta un fino y gallardo corcel, sólo que éstas estaban ancladas con aguzados ganchos a las fosas nasales de una bestia de cinco metros. Con una delicada caricia a la esfera que tenía en la mano, le hizo entender al monstruoso animal que montaba, que debía caminar. Un buen número de sus soldados le seguía, la mayoría, temerosos y desconfiados de abandonar la protección de los muros, para internarse en la ciénaga, pues todos ya estaban enterados de la sospechosa desaparición de los soldados espectrales, pero ninguno se había atrevido a decírselo a su jefe, quien en ese momento se veía relajado y complacido, como un faraón egipcio que admira todos sus maravillosos territorios y riquezas. Se dirigieron a los bosques donde sus hombres habían sido atacados por los Grelos, y al interior de éstos, al hediondo campamento de aquellos, otra razón para preocuparse de los soldados, pues no iban nada preparados para luchar, si es que tenían que hacerlo, ya que sus inútiles espadas no cumplían ninguna función en el combate a distancia y de altura de los Grelos, ni contra su exquisita puntería y la rapidez de sus ranas. El campamento estaba hecho de pequeñas e improvisadas chozas encaramadas en los árboles, donde apenas podía uno guarecerse de la lluvia o el sol y poco más que eso, mientras que en el suelo no había más que excrementos y restos de comida en constante descomposición, tanto de ellos, como de sus ranas, éstas permanecían allí por voluntad propia, nunca eran atadas o encerradas, se alimentaban de todo tipo de insectos y animales que eran atraídos por el hedor de los desperdicios y por el riachuelo estancado que estaba muy cerca de allí. Con respecto al oro y demás cosas de valor que tanto les gustaba, solían enterrarlo en lugares secretos e individuales; eran codiciosos y mezquinos con esas cosas y les gustaba mucho alardear de las supuestas riquezas que tenían, por lo tanto, la privacidad de sus escondites era de vital importancia para sostener el estatus y el prestigio que cada uno pretendía tener. Un buen campamento de Grelos podía convertirse con los años, literalmente en una mina de oro, ya que ninguno estaba dispuesto a gastar el suyo y la mayoría moría sin revelar su escondite a nadie. Rávaro sabía que el oro que le habían robado esas feas criaturas estaba enterrado por ahí, en alguna parte, pero no venía a recuperarlo, pues permanecería seguro hasta el día en que decidiera arrasar con todos los Grelos de sus tierras y levantar todo el oro que éstos mantenían ocultos a lo largo de numerosas generaciones. Por el momento les traía más oro, aunque de bajísima pureza, y un trabajo a cambio: atacar la Ciudad Vertical de los Salvajes. Sin embargo, no contaba con que el rey de los Grelos le diría que no.

Si los Grelos de por sí eran seres de baja estatura, su rey era un pigmeo viejo y debilucho, pero su rana era sin duda la más grande, gorda y holgazana de todas. El rey, sentado sobre la rama alta de un árbol, a la sombra de su precaria choza, acariciaba la abultada papada de su rana obesa. Nada salvo su rana lo identificaba como rey. Poéticamente estaba ubicado a la misma altura que Rávaro sobre su bestia, lo que los ponía al mismo nivel para hablar. Rávaro le expuso su trato con la diplomacia digna de un embajador, sonriente y amable, con una criatura que apenas y manejaba su idioma. Confiado, le mostró el oro que traía para sellar el acuerdo bajo sus términos, pero el rey lo miraba como a un imbécil al que no se le entiende una palabra de lo que dice, finalmente, el Grelo le dijo que no, con el conocido movimiento de cabeza de lado a lado y un sonoro eructo de su rana. Le explicó que los Grelos sólo seguían a los Grelos, no a los hombres; que para un Grelo, el oro regalado, no valía nada, que el que sí valía algo, era el que se capturaba en una cacería y por último, le dijo que jamás irían a la Ciudad Vertical, porque los Grelos tenían un extenso territorio de caza dentro de los bosques, y que no necesitaban salir de él, pues siempre había “tontos,” así lo llamó, que se internaban en su territorio, y a veces, incluso, cargando grandes cantidades de oro, todo ello lo dijo con su limitado manejo del idioma y desfasada acentuación, pero suficiente para hacerse entender. Rávaro se sentía insultado, esas asquerosas criaturas no le podían responder así, ni siquiera su rey, pensó en incinerarlo, y a su rana, nunca antes había incinerado a un Grelo ni a una rana, seguramente sería un espectáculo interesante, pero antes optó por una opción más civilizada: usar el poder disuasivo de la enorme bestia en la que estaba montado. Con una suave caricia sobre la esfera del Quebranta–espíritus hizo que el animal soltara un grito de dolor ensordecedor, sin embargo, el rey de los Grelos no parecía impresionado, tampoco su rana. Un Grelo jamás le haría algo así al animal que cabalgaba. Lo que sí consiguió fue que al menos una centena de Grelos aparecieran en los árboles cercanos a observar qué sucedía y que antes parecían no estar. Ahora, además, estaban rodeados y literalmente, emboscados, los soldados de Rávaro comenzaron a retroceder, pero sin que pareciera que estaban retrocediendo. Incinerar al rey de los Grelos ya no parecía una buena idea, los Grelos a su alrededor estaban armados con sus arcos y muchos estaban montados sobre sus ranas, en actitud relajada, pero listos para moverse. El rey de los Grelos le recordó que si decidía huir con el oro que había traído, entonces sí se convertiría en algo de mucho valor para su gente. Se escuchó el sonido de un arco tensándose y un segundo después una flecha se clavó en la nariz de la bestia, ésta gritó más por la molestia que por el dolor y soltó un violento golpe a un árbol cercano, pero los Grelos que estaban allí, huyeron un segundo antes, una nueva flecha se le clavó en el hombro mientras otra se rompió contra el hueso de su frente. Rávaro se sacudía en su improvisado trono, mientras sus hombres ya no disimulaban que se estaban aprestando para huir. Entonces decidió dar una muestra de su poder ordenándole con su Quebranta-espíritus a la bestia que atacara. Ésta golpeó con ambos puños el suelo de forma que remeció los árboles cercanos, otro lo rompió a la mitad de un manotazo y finalmente se lanzó con su amo por delante contra un tercero. Las flechas comenzaron a lloverle de todos lados, Rávaro cayó al suelo estrepitosamente, pero de inmediato se incorporó para buscar la esfera que había perdido, cuando la vio, el enorme pie de la bestia ya le caía encima, por poco alcanzó a evitar que su mano quedara hecha añicos como el aparato. Logró evitar eso, pero el siguiente pisotón de la bestia iba justo sobre él. Se cubrió inútilmente la cabeza con las manos, sin embargo logró soltar antes un conjuro y su cuerpo entero se convirtió en una antorcha de fuego amarillo pálido que desapareció bajo la pata de la bestia. Luego bajo ésta, sólo había un manchón de hierba ennegrecida y humeante. Sus soldados ya había corrido hace varios segundos, un aullido del rey y todos sus colegas salieron en persecución de esos desafortunados.

Salvo por algunos Grelos viejos que hace tiempo no se movían de donde estaban, sólo el rey y la bestia se quedaron allí. De alguna manera, el viejo rey sabía quién estaba realmente en el cuerpo de la bestia, le recordó que su hermano tenía una aliada poderosa, Dágaro sólo jadeaba tratando de recuperar el aliento. No podía hablar, no estando en ese cuerpo, sólo soltó un gruñido, y deshaciéndose de lo último que le quedaba del armazón que Rávaro le había mandado poner sobre sus hombros, echó a caminar fuera del campamento.

León Faras.

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