VI.
“…No
tengo ninguna queja, padre Benigno, Úrsula ha hecho un gran trabajo en estos
días. Es una muchacha hacendosa y dispuesta en su trabajo, además, he podido
verificar que su estado de salud, tanto física como emocional, se han mantenido
con total normalidad” Se escuchó de fondo el palmazo sobre la mesa de
Guillermina felicitándose a sí misma mientras recogía la mesa, como única
responsable del buen desempeño de la muchacha. Benigno prefirió ignorarla, “Me
alegra escuchar eso, doctor, esperemos que todo siga igual con el favor de
Dios” el cura se acabó su café, “Ahora si me disculpa, doctor, he concertado
una cita en la prisión para visitar a Horacio Ballesteros, a pesar de lo que
usted piensa, creo que la oración y el acercamiento al amor de Dios, es lo único
que lo puede ayudar en estos momentos” “No me cabe ninguna duda…” convino el
médico, y luego agregó, “Eh, padre… he estado leyendo los informes médicos del
doctor Ballesteros sobre el caso de Isabel Vásquez, y aunque rigurosos, me
parecen de una fantasía desmedida, imposibles de darles credibilidad. ¿Cree
usted que pueda entrevistarme con la familia de la difunta? Me interesa mucho conocer
el punto de vista de las personas que estuvieron presentes y puedan decirme lo
que vieron de primera mano. Sospecho que la salud mental del doctor ya estaba
trastocada en ese momento” Al cura no le pareció aquello relevante ni necesario
luego de tanto tiempo, pero tampoco se opuso. Los padres de Isabel se habían
mudado del pueblo luego de lo sucedido con su hija, incluso se llevaron los
restos de la joven, luego de enterarse de la exhumación y posterior
incineración del cadáver, sin embargo, la hermana mayor de Isabel, Inés, seguía
habitando la casa familiar y atendiendo los negocios “…Hable con Rupano, él lo
podrá llevar y traer sin problema, si eso es lo que quiere…”
Inés
Vásquez era una mujer madura pero atractiva, con sus primeras canas bien puestas
y llevadas, había enviudado muy joven y se había dedicado a administrar los
campos de la familia Vásquez, en los que los viñedos eran muy cotizados. Era
una mujer alta y delgada que casi siempre vestía de pantalones y botas debido a
que su labor la obligaba a montar a caballo a menudo. Tenía un hijo, un joven
que había elegido sin lugar a ninguna duda la comodidad de vivir con sus
abuelos en la ciudad, a la rigurosidad de vivir en el campo junto a una madre
autoritaria, acostumbrada a tratar todo el tiempo con empleados. El doctor
Cifuentes debió de esperar casi media hora, pero finalmente la mujer llegó de
donde quiera que estuviera. El nombre del médico no le había dicho nada cuando
le avisaron quien la buscaba y ahora que lo veía, su apariencia tampoco le
decía nada “Perdone las molestias… no le quitaré mucho tiempo…” Se disculpó
Cifuentes, y luego agregó, sacando un montón de papeles viejos de su bolso, “Es
sobre su hermana, Isabel”, La mujer se sentó sin entusiasmo, aquello ya le
empezaba a oler a una molesta pérdida de tiempo, “…No es algo que me guste
recordar, ¿sabe? fueron momentos difíciles, dolorosos emocionalmente. Fueron
sólo un par de días, pero dos días en los que nadie comió ni nadie durmió, dos
días en los que ni la saliva se podía tragar por la rabia y la frustración de
ver sufrir a un ser querido y no poder hacer nada… pero no sé a dónde quiere
llegar con esto, doctor” Cifuentes era un amasijo de papeles con los que
luchaba por dominarlos, “Hay ciertas enfermedades en las que los huesos pueden
debilitarse tanto, que el mínimo golpe o movimiento brusco, los fractura como
si fuesen galletas… pero aquí, el doctor Ballesteros expone que las fracturas
en los miembros de su hermana, eran producidas por un factor totalmente
desconocido y anormal… ¿Puede explicar a qué se refiere según usted?” Inés sacó
una flor del florero, la cogió con ambas manos y le partió el tallo a la mitad,
“Era como esto doctor, pero sin mis manos, sin nada que pudiéramos ver. La
estábamos bañando en la tina, jabonándola con sumo cuidado, ella sentada
dentro, sin movimiento, yo misma lo estaba haciendo, en ese momento comenzó a
gritar de dolor. Al sacarla del agua, su pierna estaba rota, tenía la tibia
quebrada y su pie girado sobre sí mismo de una forma imposible y sin ningún
motivo. No se podía luchar contra algo así, se entablillaba un hueso roto y
luego aparecía otro mientras ella estaba acostada en su cama… Luego, cuando
comenzó el sangrado, todo se terminó. El doctor Ballesteros hizo su trabajo lo
mejor posible, no tengo duda de eso, permaneció junto a mi hermana hasta el
último minuto y siempre intentó aliviarla, pero no pudo hacer nada, nadie podía
hacer nada” Cifuentes pensó que ya tenía suficiente, por difícil que fuera de
creer o de entender, la mujer confirmaba la historia descrita por el doctor
Ballesteros en sus manuscritos. Se puso de pie para agradecer y despedirse pero
antes se le ocurrió preguntar sobre la autopsia que se le realizó a Isabel y el
supuesto feto que estaba en su interior, Inés negó con la cabeza, “Pasaron tres
días antes de enterarnos de que el cuerpo de mi hermana había sido exhumado e
incinerado. Aquello fue sin la aprobación de la familia por lo que jamás nos
interesó ni nos interesa conocer los detalles. Con respecto al feto que usted
menciona, yo jamás vi ni oí nada de eso”
“Venid
a mí los que estáis cansados y agobiados, y yo os haré descansar. Llevad mi
yugo sobre vosotros y aprended de mí… y hallaréis descanso para vuestras almas,
pues mi yugo es fácil y ligera mi carga” Benigno cerró su biblia y se quedó
mirando a Horacio con actitud paternal, quien lo escuchaba con humildad, “…Esta
es la invitación de nuestro Señor para todos quienes viven cargados de pecados
sobre sus hombros, obligados a trabajar como asnos que no pueden liberarse de
sus amos. Eso es el pecado para la mayoría de los hombres, un amo que los
domina, los esclaviza y los obliga a trabajar para él hasta la extenuación.
Pero nuestro Señor Jesucristo nos ofrece descanso y alivio, libertad, Horacio,
la verdadera libertad para las almas acongojadas por el vicio y la miseria…”
Horacio se mantenía sentado sobre su litera con la espalda curvada y las manos
entrelazadas; con el rostro oprimido y la mirada fija en un punto indeterminado
de su celda. Tenía el triste aspecto de un náufrago, de un espantapájaros
humanizado, de un hombre abandonado por todo y por todos, “¿…Horacio?” El cura
insistió. Horacio Ballesteros levantó la vista y cambió levemente su postura,
“Perdóneme padre, pero no he hecho más que pensar en esos fetos que encontré en
Isabel y Domingo. Usted dijo que no podían ser hijos de Dios, entonces, ¿De quién
o de qué son hijos?” Benigno, no se arrepentía de sus palabras, pero en
realidad no lo sabía, y se lo dijo negando suavemente con la cabeza. Horacio
volvió su vista a ese punto indeterminado de su celda, “Tenga cuidado padre,
tenga cuidado. Vele, padre, vele, porque ese niño más temprano que tarde va a
encontrar la manera de llegar a este mundo, si es que ya no lo ha hecho…”
Horacio clavó la vista en los ojos de Benigno, “Porque… aún no lo ha hecho,
¿verdad?...” ante la duda del sacerdote, Horacio insistió “¿Verdad?” Benigno no
supo qué responder, asegurarlo era insensato, negarlo era tonto, “No lo sé,
Horacio… No lo sé” Luego agregó conciliador, “Oremos Horacio, oremos, por que
Dios nos ilumine y nos acompañe en lo que está por venir. Dios, ten piedad de
mí…” dijo el cura, “Dios, ten piedad de mí…” repitió Horacio.
Al
salir, el cura se encontró frente a frente con Aurelio, que permanecía erguido
y con un pequeño vaso de aguardiente en la mano a la salida de la prisión, a pesar
de ello, estaba perfectamente sobrio “¿Y cómo le fue con Ballesteros, cree que
el Señor lo pueda sacar de su locura?...” su comentario era sarcástico, pero no
estaba del todo errado, Benigno respondió que a él no le parecía un hombre
loco, sino uno angustiado, Aurelio soltó una risotada que inmediato silenció por respeto al cura, “Lo siento, Padre, pero ayer nomás encontramos al doctor
riendo a carcajadas como un demente sin que nadie entendiera el motivo de tanto
jolgorio. Al cabo de unos segundos, la risa se le acabó como si le hubiesen echado
agua fría, lo curioso, es que luego ni él mismo sabía por qué se estaba riendo con
tantas ganas… Si eso no es estar mal de la cabeza, no sé qué lo sea…” y secó su
vaso de licor de un trago. El cura prefirió retirarse sin responder a eso, al caminar,
oyó el vozarrón del carcelero, “Algunos muchachos dicen que el mismísimo Satanás
le estaba contando uno de sus chistes… yo empiezo a creer que así era. Joder.”
León Faras.
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