sábado, 19 de octubre de 2019

Del otro Lado.


XXXV. 


Laura permanecía atada a su habitación, había pensado en más de una ocasión en escoger una dirección y correr indefinidamente, como ahora podía hacerlo, para ver hasta dónde llegaba ese cordón invisible que la mantenía unida a su cama. También el mar, sumergirse en el peligroso y frío mar y quedarse ahí tanto como quisiera, sin que el frío o la necesidad de respirar la obligaran a salir y sin duda, cuando ya fuera una muerta más experimentada, saltar desde algo muy, pero muy alto y prolongar esa maravillosa caída que tuvo hace unos días desde la azotea del edificio, por varios minutos. Como volar. Pero esos eran retos que tenía pendientes para cuando comprendiera mejor sus nuevas habilidades de muerta que estaba comenzando a descubrir, por ahora, nuevamente despertaba en su cuarto, en su cama y con el mismo pijama de siempre, al momento exacto de la salida del sol. Hablando de esto último, sólo una vez, desde que era muerta, claro, se había quedado en vela toda la noche esperando la salida del sol, sólo para vencer esa extraña costumbre de despertarse justo al amanecer, y, aun estando muerta, se había llevado un susto de muerte. Aquel día el cielo estaba amenazante, vestido de gris de pies a cabeza, cargado de agua que apenas podía contener. A pesar de que el frío ya no era un problema, Laura había cogido unos pantalones y chaqueta antes de salir de su casa, le parecía andar más inmersa en el mundo que insistía en ignorarla. Le había costado un poco encontrar la ropa que más le apetecía, lo que siempre terminaba en un gran desorden, pero podía salir tranquila cuando comprobaba por el espejo que su habitación de muerta seguía inmaculada, también su cama, sin que su actividad la alterase en nada. Estar muerta tenía sus ventajas, pero no sólo la ventaja de no tener que ordenar nada, sino que también la de poder robar impunemente. Ya había experimentado eso antes con algunas fruslerías, pero no con algo más grande, como una bicicleta. Debía de ser pasado el mediodía cuando la encontró, allí estaba, aparcada junto a un poste y sin seguro, su dueño, tal vez una mujer, por el diseño y color del aparato, debía de estar muy cerca, aunque ella no podía verla. Recordó sus bicicletas de niña, le gustaban y se la pasaba bien, era arriesgada, tanto como los chicos, y más de una vez volvió a casa con la bici andando al lado, como la amiga que siempre te acompaña de vuelta a casa y la rodilla rota, pero luego la dejó de lado, porque era sumamente engorroso vivir en un tercer piso de departamentos pequeños y escaleras estrechas con una bicicleta, al menos, para ella. Ahora tenía una bici nueva y hermosa frente a ella y no había nada ni nadie en el mundo que le impidiera montarla, era su privilegio de muerta. Sólo avanzó algunos metros y volvió la vista atrás, arrepentida, muerta o no, se sentía que estaba robando, pensó en devolverla, pero entonces se percató de los retrovisores que tenía la bici y casi se cayó de la alegría, al igual que con el desorden de su habitación, al verlo a través de un espejo, su pequeño acto delictual también desaparecía, allí estaba la bicicleta junto al poste y su dueña parada junto a ella, hablando con un chico sentado en la entrada de su casa. La bicicleta que montaba sólo existía para ella y era una copia exacta de la real, Laura no podía entender cómo podía ser eso, de hecho, lo mismo había sucedido con la ropa que llevaba puesta, pero tampoco estaba para enrollarse con el tema. Se preguntó si la Sombra estaría cerca, si la estaría siguiendo, sonrió al imaginársela corriendo tras su bici, tenía las calles completamente para ella y energía infinita para pedalear. Sonrió aún más. Aquella tarde estuvo genial, recorriendo una ciudad entera sólo para ella, lanzándose por las pendientes y cogiendo las curvas a toda velocidad y sin miedo alguno, y luego, para hacerlo aún mejor, la lluvia, que no la podía mojar, comenzó a caer en toda su magnitud y belleza. Pedaleó todo el resto del día y por todas partes, hasta terminar en la cima de un pequeño cerro, la parte más alta de la ciudad, donde había un pequeño parque del que ella ahora, no podía disfrutar, pero sí disfrutaba de la vista, de las luces de la ciudad de noche, del sonido del agua corriendo por las quebradas y desagües y de la lluvia, lo que era muy bueno, porque era la mejor forma de romper con ese persistente silencio que lo envolvía todo, todo el tiempo. En ese momento se dio cuenta de que si se dormía, despertaría en su habitación y con toda seguridad habría perdido su bicicleta, pensó en llevársela a casa, en meterla a su habitación, pero de inmediato desechó aquella idea, estaba muerta y la bicicleta ni siquiera era real, sólo estaba en su mundo del otro lado, sólo existía para ella y por ella, de seguro que al despertarse por la mañana, la bici no estaría, y tampoco es que fuera tan grave, podía tomar otra en cualquier otro momento, pero aun así, quería conservar esa bicicleta un poco más, fue entonces cuando decidió no ponerse a dormir aquella noche, qué podría pasar, no estaba cansada ni tenía ya ninguna de las necesidades humanas, podía coger una carretera sin fin y pedalear toda la noche o recorrer la ciudad hasta su último rincón. Lo de la carretera lo dejó para otro día, solían ser muy oscuras y no tenía sentido sólo pedalear sin poder ver nada. Se dedicó a pasear por las calles vacías, iluminadas por infinidad de luces artificiales y regadas por una lluvia pasiva que caía verticalmente sobre el mundo. Hasta que se acabó la lluvia… y la noche.

Laura llegaba a una larga avenida que cruzaba toda la ciudad franqueada de postes de alumbrado de luces amarillas reflejadas en el pavimento y edificios, fábricas y comercios, ella calculaba que el amanecer ya estaba próximo, pero no podía imaginar que tanto. La lluvia ya había terminado y se podían ver algunas estrellas, incluso un trozo de luna se podía ver flotando en el espacio, Laura la contemplaba, en ese momento la luna comenzó a apagarse, podían ser nubes, pero no lo parecían, simplemente se apagaba como si fuera cubierta por un velo, también las estrellas que habían logrado asomarse aquella noche lluviosa. Fue extraño, pero no tanto como cuando el mismo velo comenzó a caer sobre ella, a consumir la luz de los focos, de los edificios y de las casas hasta devorarlo todo como una gran boca negra y oscura que se tragara el mundo hasta volverse absoluta. Laura quiso gritar, pero no le salió su grito, tiró su bicicleta al suelo, pensó que algo muy malo debía de estar sucediendo, que su tiempo se había terminado, que lo que fuera que estaba esperando por ella para llevársela, ya estaba allí, y no podía ser nada bueno. Fueron segundos eternos de las tinieblas más impenetrables, hasta que de pronto el negro más negro se volvió el blanco más limpio y puro, como una luz cegadora en los ojos que no dejaba ver nada más. Laura mantenía los ojos abiertos como platos a la espera de algo, lo que fuera, pero algo, entonces el mundo comenzó a dibujarse de nuevo como se revela una fotografía, primero lo más cercano y luego lo que estaba más lejos hasta volver a la normalidad. Laura vio una ventana y una imagen conocida de la ciudad tras ella, una pared, un espejo, una cama: estaba de vuelta en su habitación, con pijama y el sol apenas comenzaba a asomarse, como si acabase de despertar de un extraño sueño. Su bicicleta ya no estaba.



León Faras.

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