XXXV.
Laura
permanecía atada a su habitación, había pensado en más de una ocasión en
escoger una dirección y correr indefinidamente, como ahora podía hacerlo, para
ver hasta dónde llegaba ese cordón invisible que la mantenía unida a su cama.
También el mar, sumergirse en el peligroso y frío mar y quedarse ahí tanto como
quisiera, sin que el frío o la necesidad de respirar la obligaran a salir y sin
duda, cuando ya fuera una muerta más experimentada, saltar desde algo muy, pero
muy alto y prolongar esa maravillosa caída que tuvo hace unos días desde la
azotea del edificio, por varios minutos. Como volar. Pero esos eran retos que
tenía pendientes para cuando comprendiera mejor sus nuevas habilidades de
muerta que estaba comenzando a descubrir, por ahora, nuevamente despertaba en
su cuarto, en su cama y con el mismo pijama de siempre, al momento exacto de la
salida del sol. Hablando de esto último, sólo una vez, desde que era muerta,
claro, se había quedado en vela toda la noche esperando la salida del sol, sólo
para vencer esa extraña costumbre de despertarse justo al amanecer, y, aun
estando muerta, se había llevado un susto de muerte. Aquel día el cielo estaba
amenazante, vestido de gris de pies a cabeza, cargado de agua que apenas podía
contener. A pesar de que el frío ya no era un problema, Laura había cogido unos
pantalones y chaqueta antes de salir de su casa, le parecía andar más inmersa
en el mundo que insistía en ignorarla. Le había costado un poco encontrar la
ropa que más le apetecía, lo que siempre terminaba en un gran desorden, pero
podía salir tranquila cuando comprobaba por el espejo que su habitación de
muerta seguía inmaculada, también su cama, sin que su actividad la alterase en
nada. Estar muerta tenía sus ventajas, pero no sólo la ventaja de no tener que
ordenar nada, sino que también la de poder robar impunemente. Ya había
experimentado eso antes con algunas fruslerías, pero no con algo más grande,
como una bicicleta. Debía de ser pasado el mediodía cuando la encontró, allí
estaba, aparcada junto a un poste y sin seguro, su dueño, tal vez una mujer,
por el diseño y color del aparato, debía de estar muy cerca, aunque ella no
podía verla. Recordó sus bicicletas de niña, le gustaban y se la pasaba bien,
era arriesgada, tanto como los chicos, y más de una vez volvió a casa con la
bici andando al lado, como la amiga que siempre te acompaña de vuelta a casa y
la rodilla rota, pero luego la dejó de lado, porque era sumamente engorroso
vivir en un tercer piso de departamentos pequeños y escaleras estrechas con una
bicicleta, al menos, para ella. Ahora tenía una bici nueva y hermosa frente a
ella y no había nada ni nadie en el mundo que le impidiera montarla, era su
privilegio de muerta. Sólo avanzó algunos metros y volvió la vista atrás,
arrepentida, muerta o no, se sentía que estaba robando, pensó en devolverla,
pero entonces se percató de los retrovisores que tenía la bici y casi se cayó
de la alegría, al igual que con el desorden de su habitación, al verlo a través
de un espejo, su pequeño acto delictual también desaparecía, allí estaba la
bicicleta junto al poste y su dueña parada junto a ella, hablando con un chico
sentado en la entrada de su casa. La bicicleta que montaba sólo existía para
ella y era una copia exacta de la real, Laura no podía entender cómo podía ser
eso, de hecho, lo mismo había sucedido con la ropa que llevaba puesta, pero
tampoco estaba para enrollarse con el tema. Se preguntó si la Sombra estaría
cerca, si la estaría siguiendo, sonrió al imaginársela corriendo tras su bici,
tenía las calles completamente para ella y energía infinita para pedalear.
Sonrió aún más. Aquella tarde estuvo genial, recorriendo una ciudad entera sólo
para ella, lanzándose por las pendientes y cogiendo las curvas a toda velocidad
y sin miedo alguno, y luego, para hacerlo aún mejor, la lluvia, que no la podía
mojar, comenzó a caer en toda su magnitud y belleza. Pedaleó todo el resto del
día y por todas partes, hasta terminar en la cima de un pequeño cerro, la parte
más alta de la ciudad, donde había un pequeño parque del que ella ahora, no
podía disfrutar, pero sí disfrutaba de la vista, de las luces de la ciudad de
noche, del sonido del agua corriendo por las quebradas y desagües y de la
lluvia, lo que era muy bueno, porque era la mejor forma de romper con ese
persistente silencio que lo envolvía todo, todo el tiempo. En ese momento se
dio cuenta de que si se dormía, despertaría en su habitación y con toda
seguridad habría perdido su bicicleta, pensó en llevársela a casa, en meterla a
su habitación, pero de inmediato desechó aquella idea, estaba muerta y la
bicicleta ni siquiera era real, sólo estaba en su mundo del otro lado, sólo
existía para ella y por ella, de seguro que al despertarse por la mañana, la
bici no estaría, y tampoco es que fuera tan grave, podía tomar otra en
cualquier otro momento, pero aun así, quería conservar esa bicicleta un poco
más, fue entonces cuando decidió no ponerse a dormir aquella noche, qué podría
pasar, no estaba cansada ni tenía ya ninguna de las necesidades humanas, podía
coger una carretera sin fin y pedalear toda la noche o recorrer la ciudad hasta
su último rincón. Lo de la carretera lo dejó para otro día, solían ser muy
oscuras y no tenía sentido sólo pedalear sin poder ver nada. Se dedicó a pasear
por las calles vacías, iluminadas por infinidad de luces artificiales y regadas
por una lluvia pasiva que caía verticalmente sobre el mundo. Hasta que se acabó
la lluvia… y la noche.
Laura
llegaba a una larga avenida que cruzaba toda la ciudad franqueada de postes de
alumbrado de luces amarillas reflejadas en el pavimento y edificios, fábricas y
comercios, ella calculaba que el amanecer ya estaba próximo, pero no podía
imaginar que tanto. La lluvia ya había terminado y se podían ver algunas
estrellas, incluso un trozo de luna se podía ver flotando en el espacio, Laura
la contemplaba, en ese momento la luna comenzó a apagarse, podían ser nubes,
pero no lo parecían, simplemente se apagaba como si fuera cubierta por un velo,
también las estrellas que habían logrado asomarse aquella noche lluviosa. Fue
extraño, pero no tanto como cuando el mismo velo comenzó a caer sobre ella, a
consumir la luz de los focos, de los edificios y de las casas hasta devorarlo
todo como una gran boca negra y oscura que se tragara el mundo hasta volverse
absoluta. Laura quiso gritar, pero no le salió su grito, tiró su bicicleta al
suelo, pensó que algo muy malo debía de estar sucediendo, que su tiempo se
había terminado, que lo que fuera que estaba esperando por ella para
llevársela, ya estaba allí, y no podía ser nada bueno. Fueron segundos eternos
de las tinieblas más impenetrables, hasta que de pronto el negro más negro se
volvió el blanco más limpio y puro, como una luz cegadora en los ojos que no
dejaba ver nada más. Laura mantenía los ojos abiertos como platos a la espera
de algo, lo que fuera, pero algo, entonces el mundo comenzó a dibujarse de
nuevo como se revela una fotografía, primero lo más cercano y luego lo que
estaba más lejos hasta volver a la normalidad. Laura vio una ventana y una
imagen conocida de la ciudad tras ella, una pared, un espejo, una cama: estaba
de vuelta en su habitación, con pijama y el sol apenas comenzaba a asomarse,
como si acabase de despertar de un extraño sueño. Su bicicleta ya no estaba.
León Faras.
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