lunes, 21 de junio de 2021

Del otro lado.

 

XLV.

 

Indefectiblemente, desde el día de su muerte, volvía a abrir los ojos en su cuarto con la salida del sol. Cada día, el espejo en la habitación de Laura se cubría de una línea cada vez más gruesa en medio, dejando menos espacio libre para ella, lo que en cierto modo también hacía el gran rayo oscuro con su mundo. Lo marcaba en el espejo y lo marcaba en el lugar, dejando una línea de rocas allí donde el gran rayo oscuro avanzaba cada día, como una desalentadora rutina diaria más parecida a una cuenta regresiva, como quien tacha los días en un calendario esperando el día inevitable, y cada vez estaba más convencida de que no quería huir hasta quedar atrapada en un rincón de su cuarto, como una rata a la que está a punto de caerle un escobazo encima, muerta de miedo, siendo engullida poco a poco por una incontenible pared de oscuridad con la que no se podía razonar, solo de imaginarlo le dejaba una sensación muy desagradable. Aquella mañana decidió dejar de lado los rayos oscuros que caen del cielo, las grabadoras anticuadas y los incendios forestales e irse a algún lugar lejos de todo esto que le estaba pasando. Aun estando muerta, toda esta situación era estresante, porque por alguna razón que no entendía, Dios o quien fuera, estaba tratando de eliminarla, primero con esa sombra aterradora que no paraba de acosarla a través de los espejos, y ahora con esta oscuridad incontenible que parecía tan insondable y fría como el mismísimo cosmos y no sabía por qué, solo podía insistir en cuestionarse qué era aquello tan malo que había hecho, o simplemente le quedaba aceptar que la muerte era así para todos, que todo lo que le habían dicho antes eran puros cuentos inventados, porque después de todo, nadie nunca había regresado del más allá, ni regresaría. Debía de ser algo muy malo, porque esa sombra no parecía tener buenas intenciones.

 

Llegó más o menos al mediodía, no lo podía saber con exactitud porque no usaba reloj y porque aquel día estaba particularmente nublado. De niña disfrutaba del mar, le quedaba más o menos cerca y era un paseo recurrente con su familia, pero nunca aprendió a nadar correctamente, y siempre fue de las que solo se sentían seguras y podían disfrutar, si sus pies estaban bien apoyados en el fondo y su cabeza fuera del agua. Al crecer, siguió yendo a la playa con regularidad y gusto, pero se pasaba casi todo el tiempo tendida en la arena y cada vez menos en el mar. Aquella en la que estaba ahora, no era una playa apta para el baño, por la gran cantidad de rocas que albergaba, todas hostiles, acorazadas y afiladas por el oleaje, como si estuvieran resistiéndose a un desembarco ancestral, y estaba alejada del núcleo urbano, por lo que muy pocas casas podían verse alrededor. Laura llegó hasta la orilla, donde las olas morían y el agua cubrió sus pies, pero no la sintió y como se lo esperaba, ni siquiera fue capaz de mojarse. Era un oleaje pausado que la chica comenzó a atravesar sin que este ofreciera resistencia, tampoco sentía ninguna diferencia entre la parte de su cuerpo sumergida en el agua y la que permanecía fuera, sin más ideas a las que recurrir, infló sus mejillas de aire y se dejó caer sentada sobre el fondo. Era un paisaje totalmente diferente al de afuera y a lo que ella siempre había visto, y para su total asombro, no estaba ausente de vida; la vida allí no había desaparecido, podía ver algas y moluscos adheridos a las rocas, incontables bichos rastreros en los que nunca había reparado moviéndose en el fondo y una infinidad de detalles, como la bruma que difuminaba el horizonte infinito, creando siluetas indeterminadas que luego se convertían en cosas, la riqueza en brillos y colores del lecho marino o solo los rayos de luz de un sol que comenzaba a asomarse en ese instante, se preguntó por un momento si podría ver personas, aunque ese no era el mejor momento ni lugar, pero eso no le preocupaba demasiado tampoco, porque su cuerpo no sentía frío y sus pulmones no reclamaban el aire, y en frente tenía un mundo vasto y maravilloso para explorar, y lo mejor, lleno de vida. Se inclinó hacia delante y se lanzó suavemente en perfecto horizontal, la sensación fue alucinante, porque no era como nadar, era como volar, y moviendo los pies suavemente era suficiente para desplazarse, para cuando se dio cuenta, el fondo estaba a varios metros de ella, lo mismo que la superficie, el sol iluminaba con fuerza y los numerosos peces reflejaban su brillo con sus cuerpos metálicos. Sabía que había muchos peces en el océano, pero nunca habría imaginado tal cantidad y tal variedad, se movían en solitario o en grupos organizados y no le temían en lo más mínimo, uno especialmente grande y feo, se paseó frente a su cara con altanería, como si fuera uno de los mandamás del lugar, tenía una mandíbula prominente, llena de diminutos dientes, y unos ojos enormes que miraban con aire desconcertante, como quien no está completamente en sus cabales y refleja su estado mental en la mirada, Laura tuvo que mover el rostro hacia atrás para no recibir un colazo en la cara. La flora marina tampoco dejaba de impresionarla con su abundancia y variedad, cubriéndolo todo mientras recibieran la luz del sol, en ese momento sintió la incomodidad de la imponencia del océano, un lugar tan grande, en el que se podía vagar por una eternidad, y en el que era muy fácil perderse, en el momento en el que perdiera de vista la costa de la que venía. Laura sacó la cabeza fuera del agua, estaba lejos, pero allí estaba la costa, podía verla, pensó en que jamás se había alejado tanto de tierra firme y sentía la extraña sensación del miedo y el deseo al mismo tiempo, por adentrarse aun más en el mar. Dudaba, hasta que de pronto una idea borró toda duda de su mente, y por poco la obliga a darse una palmada en la frente: no importaba cuánto se alejara, siempre la salida del nuevo sol la llevaría irremediablemente de vuelta a su cuarto, por lo que se liberó y se lanzó a disfrutar sin restricciones de la impresionante sensación de volar como si de súper poderes se tratase, haciendo piruetas, giros sobre sí misma y lanzándose en picada hasta el azul fondo marino, para ver de cerca una extraña roca que se movía, no era una roca, sino que era una concha que debía llevar una eternidad allí, porque estaba deformada por una multitud de micro-moluscos adheridos a su superficie, como si de una diminuta y escarpada cordillera se tratase, como un veterano asteroide, incluso podía verse una pequeña estrella de mar anaranjada que había encontrado un hueco libre para instalarse, dando la sensación de que llevaba mucho tiempo allí, en ese momento se dio cuenta de que no tenía ni idea de cómo nacían las estrellas, no se imaginaba una poniendo huevos o expulsando, por Dios sabe dónde, un puñado de pequeñas estrellitas. Aquel, sin duda, debía de ser el rey de los caracoles marinos.

 

Fue un día genial, que terminó tumbada bocarriba, flotando en la nada, a pocos metros de la superficie, mirando cómo el día se hacía noche y la luna iniciaba su ronda nocturna, así se durmió. Lo que vio cuando despertó, le pareció un extraño sueño, aunque desde el día de su muerte que no soñaba, una gigantesca mancha negra cubría el cielo, como una gran nave alienígena, lenta y majestuosa sobre su cabeza, cuando logró reaccionar, se dio cuenta de que aquello era un enorme e intimidante barco de hierro, como un edificio de alto, desplazándose a pocos metros de ella, el sol apenas había salido, estaba en medio del océano y aunque buscó con insistencia, fue incapaz de determinar hacia dónde estaba su hogar.


León Faras.

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